50 años del golpe de Estado. «Diez años después: lecciones y desafíos»

Editorial de Revista Mensaje de septiembre de 1983, a diez años de transcurrido el golpe de Estado. “Hemos visto a un pueblo entero, sometido y vejado hasta topar fondo, que se ha levantado por fin y que posee aun enormes reservas morales de solidaridad, perdón y generosidad”.

Han pasado diez años desde la crisis nacional de 1973, que nos manchó con sangre de hermanos y consumó el derrumbe de nuestro sistema democrático.

A una década de distancia, nos preguntamos qué ha sido de nuestra sociedad herida. ¿Superamos esas crisis? ¿O no hemos más que sofocado el mal impidiendo que se exprese, reapareciendo de nuevo los mismos síntomas?

¿Qué lecciones nos dejan estos años vividos en “emergencia” desde entonces? ¿Qué desafíos nos plantean?

UNA NACIÓN DISMINUIDA

Si lo que quebró nuestra convivencia fue la incapacidad colectiva para ponernos de acuerdo en asuntos fundamentales, tenemos que reconocer, con dolor, que no la hemos superado. Muy por el contrario, gobierno y pueblo se hallan hoy más divididos que antes y el diálogo nacional no se ha restablecido para nada. Si el pecado de los últimos gobiernos democráticos, en diversa dosis, fue haber intentado imponer al país sus maneras de ver las cosas, el gobierno de las Fuerzas Armadas no sólo no desanduvo ese camino, reorientando al país a su tradición democrática de progresar por acuerdos, sino que agravó el pecado hasta su extremo, imponiendo a su vez su propia “revolución”, sin diálogo y por la fuerza.

Diez años de dictadura no han unido al país. No se superan las discrepancias silenciando a los que discrepan. Menos cuando el proyecto que se impone es el de una pequeña minoría y con serio daño para la mayoría de la nación. Se apostó todo al éxito económico, por encima de las divisiones y de la vida humana, y ¿qué se logró? ¿Qué lograron los militares, los economistas de Chicago y los que avalaron tan cordialmente esta gesta de refundación de Chile? ¿Qué “gran nación” han formado tras tanto tiempo de disponer del poder absoluto, dictando sus propias leyes, sin oposición política, sin organizaciones laborales significativas, sin huelgas, sin prensa opositora y con un Poder Judicial obsecuente en general a las decisiones del Jefe del Estado?

Habiéndose exacerbado los valores de la eficiencia y la responsabilidad individuales, no sin logros interesantes en rendimiento, con la misma fuerza se combatió la dimensión social de nuestra conducta. Así como se exaltó el valor del esfuerzo personal, así también se denigró por “políticos”, a los valores de la solidaridad y la participación. La sociedad como tal fue atomizada. Preocuparse por la suerte de los demás llegó a ser un delito. Protestar por los derechos atropellados de los pobres se constituyó en acción subversiva. La vida ciudadana se privatizó. Antiguos bienes sociales, como la educación o la salud, empezaron a pasar también al área privada del mercado. Hasta la conducción del país se hizo asunto secreto y el patrimonio nacional se manejó como propiedad particular. Atomización y silencio.

Pero el silencio social no es bueno. No sólo disgrega y paraliza a un país; también lo corrompe. Al silenciarse la opinión pública y convertirse en peligroso delito la crítica a quienes ejercen el poder, la conducta de los gobernantes y de los poderosos quedó sin fiscalización, dándose pie a la inmoralidad que se conoce, pero que sólo se comenta en voz baja. En elmundo del silencio, además, se podían ahogar mejor los gritos de la represión. La delación fomentada, las cárceles secretas y la tortura encerraron a la población en su propia individualidad de “tranquilidad y paz”, ajena ya al vecino que “se llevaron anoche”, al 30 por ciento de cesantía, al hambre de los demás, a los allanamientos masivos en las poblaciones. El espacio público fue sustituido por el mercado, nueva dimensión de ia vida social. Lo importante llegó a ser adquirir los bienes que se importaban a raudales, radiocassettes, televisores, automóviles. Endeudarse fue la consigna. Hasta que vino el desastre. ¿Y ahora? Traición a los avales, las deudas no se pagan, no valen ni la palabra, ni firmas, ni documentos. En la desconfianza generalizada se acabaron los amigos y se terminaron de pervertir nuestras relaciones sociales.

Chile se ha empequeñecido. Ya no tiene una voz pública capaz de exigir respeto a su dignidad y a sus derechos; no mira más allá de sus particulares problemas de subsistencia; ni puede debatir sus propios asuntos como nación. Ha llegado a perder hasta la conciencia real de sí mismo, distorsionadamente reflejada en la televisión oficializada. Tampoco ante las demás naciones tiene Chile una palabra propia de solidaridad o denuncia internacionales. En el silencio, el miedo ha disminuido a la nación. Sobre todo si la miramos desde los pobres, con los ojos que la mira Cristo. ¡Cuánta humillación, cuánto hogar destruido por la miseria, cuánta juventud prostituida o empujada a la delincuencia! Sobre todo, ¡cuánta dignidad perdida, cuánto horror olvidado!

Sin embargo, la paciencia ciudadana llegó a su limite y Chile inició su protesta organizada para cambiar este orden de cosas. Le está costando sangre y muerte, decenas de muertes, aun de niños y sus madres en sus casas, por la violencia criminal con que la autoridad quiere sofocar toda protesia. Pero las cosas tendrán que cambiar. ¡Diez años es ya demasiado tiempo!

LECCIONES DOLOROSAS

Con todo, estos años nos han dejado algunas lecciones.

Nos han hecho redescubrir, en primer lugar, el valor inapreciable de la democracia, que no consiste en el mero debate público, con su ritual periódico de elecciones, sino en algo mucho más profundo. Hay un “espíritu democrático”, que habíamos perdido antes del desplome de su institucionalidad. La actitud democrática de buscar, a todo nivel, los caminos del bien común a través del diálogo y la confrontación de las ideas, es muy diferente de la actitud totalitaria de los que sólo quieren imponer su punto de vista a cualquier precio, por las buenas o por las malas. Para el consenso hay que saber ceder y llegar a acuerdos. Para esto es el diálogo, que no es una mera guerra verbal. Las posiciones inflexibles sólo se enuncian, no necesitan dialogarse, y son de por sí antidemocráticas. Hay que desabsolutizar aun las opciones políticas más globales, y aprender que transar no es debilidad, sino una valiente muestra de sabiduría. La recuperación democrática de España, en que todos transaron sus posiciones en un gran acuerdo político nacional, es un ejemplo elocuente para nosotros. La democracia hay que cuidarla.

Por su parte, otros movimientos sociales han entrado poco a poco en escena. Antes, los partidos políticos dirigían toda la vida nacional: las actividades sindicales, de las juntas de vecinos, las universidades, la juventud, etc. Ahora, muchos de estos sectores empiezan a desarrollar, al menos en parte, una cierta actividad autónoma. Y esto a pesar de que, al suprimirse los partidos, tiende a politizarse la totalidad de la vida nacional. Al volver la actividad política, ojalá mantengan estos centros una amplia autonomía gremial o sectorial, para bien de todos.

Otra lección que nos han dejado estos años es que no todo se resuelve a nivel político en una sociedad. Antes padecíamos de un cierto “voluntarismo político”, como si todo pudiera encontrar su solución en base a pactos, proyectos, consignas o “muñequeo” político. Sin embargo, lo económico, por ejemplo, vemos que tiene una densidad propia que supera la mera buena voluntad política. Basta recordar la irresponsabilidad con que el gobierno anterior trató la economía de la nación, o las repercusiones sociales y culturales, y aun políticas, que tuvo el manejo de lo económico durante algunos años en este gobierno. Hay problemas y recesiones mundiales. Hay tensiones Norte-Sur y Este-Oeste, de las que depende mucho el comercio, los flujos de dinero y las condiciones de las economías locales. Sin un tratamiento serio de lo económico, cualquier proyecto político pareciera que fallara por su base.

Simultáneamente, y aunque parezca contradictorio, también se ha aprendido que el éxito económico no es lo más importante en una sociedad. ¡Cuántos que se encandilaron con el “milagro chileno” han empezado a descubrir ahora sobre qué bases de injusticia y violación de los derechos humanos se lo pretendió construir! No se puede consolidar una institucionalidad ni la paz sobre la violencia y el despojo de unos a otros. Pisotear la dignidad ciudadana para otorgarle bienestar económico es un contrasentido que no se sostiene, a pesar de la complicidad culpable de los medios de comunicación que por años silenciaron lo primero y enloquecieron en el frenesí de la propaganda consumista. La economía debe ser para el hombre, y no al revés. La dignidad de un pueblo vuelve a apreciarse como más importante que la afluencia de bienes, la construcción de edificios en altura o las calles limpias en la ciudad.

EL DIFÍCIL FUTURO

Cuatro asuntos, entre otros, nos parece urgente ir pensando para nuestro futuro inmediato:

— ¿Cómo sobrevivirá una renaciente democracia en las difíciles condiciones económicas en que se encuentra el país? Para nadie es un misterio que las renegociaciones pactadas son a corto plazo y que no hay visos de una recuperación pronta de nuestra economía, y siempre que contemos con nuevos créditos. ¿Cómo se hará frente simultáneamente al pago de las deudas externa e interna, a la absorción de la cesantía, a la reactivación de la producción y a las justas reivindicaciones salariales y sociales de la ciudadanía, cuando el país se encuentra prácticamente quebrado? ¿Cómo se hará, si al mismo tiempo se requiere reiniciar un programa de ahorro interno y de inversión pública y privada considerables, en un clima de libertad en que a las justas demandas se sumará la demagogia de los oportunistas que nunca faltan?

— ¿Cómo reactivar las fibras más nobles de nuestra nación, la solidaridad, la generosidad, la capacidad de sacrificio, la libertad responsable, luego de una década en que se ha incentivado más el individualismo, la compelitividad, el afán posesivo, el pasivismo irresponsable? Muchos, aunque son minoría, no podrán mantener el artificial nivel de vida que adoptaron, que “conquistaron”, dicen ellos. Muchos, y son mayoría, ya no tendrán acceso al consumo barato que “chorreó” de este sistema basado en el crédito que ahora hay que pagar. En muchos, también, la cesantía, el sufrimiento y el exilio habrán destruido toda la fe en los demás, en el país y en sí mismos. El llamado patriótico a trabajar unidos por una causa común, ¿será escuchado? El nombre de “Chile”, ¿despertará nuevamente aquellos valores dormidos en los corazones nobles de tantos? Sobre todo a los jóvenes será urgente llamar a desplegar su generosidad y enseñarnos otra vez a cantar a un Chile nuevo que, unido, quiere renacer de la noche.

— Invitar a todos a la participación abrirá necesariamente las compuertas de las demandas y, entre ellas, de la demanda reprimida de justicia. ¿Cómo se podrá superar el rencor acumulado por tanta violencia impunemente? Apelar al perdón será, en muchos casos, un llamado al heroísmo. Pero es indispensable hacerlo. La justicia tendrá que esclarecer muchos hechos, pero la reconciliación nacional será una condición sine qua non para renacer como país, para recuperar la dignidad —del ofendido y del ofensor— y restablecer el diálogo nacional que nos salvara. Tendremos que aprender a perdonar al que ha ofendido, como Dios nos perdona a nosotros Y respirar nuevamente. Y reemprender el camino con esperanzas.

— Finalmente, ¿cómo inyectar a la nación un nuevo optimismo en las posibilidades reales de la democracia, dado el contexto tan desesperanzado del mundo actual. La falta de horizontes a nivel mundial, las sucesivas crisis financieras globales, la carrera armamentista con su secuela de guerras interminables que se multiplican, son negros nubarrones que se ciernen sobre la humanidad, empujando a muchos a un pesimismo total.

Sin embargo, tenemos confianza, porque tenemos razones muy profundas para la esperanza. Si Chile se ha empequeñecido, ¡también se ha engrandecido!

Hemos visto a un pueblo entero, sometido y vejado hasta topar fondo, que se ha levantado por fin y que posee aún enormes reservas morales de solidaridad, perdón y generosidad. La labor congregadora y dignificadora de la Iglesia, por ejemplo, que ha tocado y contagiado a grupos y sectores tan dispares, ha contribuido enormemente a ahuyentar miedos y crear vínculos de participación a toda prueba. ¡Cuánta gente unida, en mil comunidades de personas, dignas, que florecerán —ya pronto— en una democracia depurada, de mutuo respeto, con nuevo sabor a colaboración! Nuestra esperanza late con fuerza en el subsuelo de Chile. Cuando vemos la increíble capacidad de perdón de tanta gente humillada y perseguida, cuando escuchamos la oración de aquella mujer de pueblo (“Señor, quítame el rencor, para poder aplaudir de nuevo, algún día, a las Fuerzas Armadas de mi país”), entonces decimos: sí, despuntará una nueva democracia reconciliada entre nosotros, más humana, mejor que la que teníamos. Y podremos nuevamente aportar una palabra positiva también para las otras naciones. A nivel internacional, son muchos los que confian en Chile y que nos han ayudado enormemente en estos años con su solidaridad y su dinero. Como diría Guillaumet: “Confían en nosotros; seríamos unos cobardes si no caminamos”.

MENSAJE, 17 de agosto de 1983

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