En agosto de 2003, un mes antes de cumplirse los treinta años del golpe de Estado, cuando crecía la relevancia de reconocer lo ocurrido entonces, Mensaje publicó el primero de dos artículos sobre esa temática: destacaba lo necesario de asumir los hechos y fortalecer la capacidad de memoria. Un mes después, se abordaría la importancia de hacer justicia, en base a esa memoria.
A 30 años del golpe militar, las violaciones a los derechos humanos, el destino de los detenidos desaparecidos y el dolor de sus familiares vuelven a golpear la conciencia nacional. Volver a recordar y revivir nuestro pasado traumático es una tarea difícil. Hemos sido testigos de los intentos de políticos de derecha, del actual comandante en jefe del Ejército y de generales en retiro, por reconocer una verdad que fue tantas veces negada a quienes buscaban a los “presuntos” detenidos desaparecidos. Intentar reparar lo irreparable es una tarea incómoda que no pocos han querido escamotear y con muy buenas razones. Unos, porque siendo culpables o cómplices, se ven obsesionados por la premura de dar vuelta la página y olvidar: no quieren hacerse cargo de un pasado que los inculpa. Otros, porque están tan obsesionados con el futuro que rememorar el pasado les parece una pérdida de tiempo; hay tanto que hacer para ser un país desarrollado y globalizado, tanto que crecer y modernizar para celebrar dignamente el biecntenario: no les queda tiempo para interesarse en un pasado doloroso. También están los obsesionados con la reconciliación, con la paz social, con el fin de los conflictos, que se den la mano los desavenidos, que se encuentren las víctimas y los verdugos, sin preocuparse demasiado si el abrazo es una caricatura de perdón, de concordia y de reconciliación en la que nada se ha reparado: las diversas declaraciones que se han escuchado últimamente relativas a los crímenes cometidos durante elgobierno militar, así como a la reparación debida a las víctimas, llevan al autor de este artículo, apoyado en el filósofo Ricoeur, a reflexionar sobre los vínculos entre la memoria y el olvido y su relación con la verdad, con la justicia y con el perdón: no soportan un pasado que habla de rupturas, divisiones y dolor.
Las exhumaciones para hacer desaparecer toda evidencia, todo rastro de los crímenes cometidos, comparten —más allá de su horror— el mismo propósito de quienes en el pasado negaron estos hechos, de los que siempre han querido olvidar y dar vuelta la página y de aquellos que hoy quieren solucionar un problema para dejar atrás lo que nos divide. Hacer desaparecer, proponer borrón y cuenta nueva, pretender dar vuelta la página son figuras que en nombre del olvido fracasan una y otra vez frente a los imperativos de la memoria.
Hay quienes proponen nuevas formas de reparación de las víctimas y nuevos pasos para alcanzar la tan anhelada reconciliación de todos los chilenos. Los obispos nos han dicho que a la verdad y la justicia hay que añadir el arrepentimiento y el perdón. Para algunos, estos nuevos objetivos deberían reemplazar a los anteriores en el entendido de que los bienes primeros pueden volverse desme didos y requieren de la sanación que sólo se alcanzaría con los segundos. El Arzobispo de Santiago ha aclarado que el perdón nunca es una alternativa a la justicia. En ningún caso se puede proponer el perdón a costa de la justicia. También ha quedado suficientemente claro que no es posible buscar otras formas de reparación, por ejemplo monetarias, canjeándolas o saltándose los procesos judiciales en curso. Cualquier forma de reparación, de perdón pedido o concedido, de reconciliación nacional parece que no puede obviar los imperativos de la justicia.
La memoria y la justicia aparecen una vez más como los caminos ineludibles por donde debemos transitar. Pero ¿por qué la memoria y la justicia se nos presentan con tanta insistencia? ¿No se ha logrado ya lo fundamental en materia de verdad, si hasta los tenientes generales que estuvieron bajo el mando del ex comandante en Jefe, Augusto Pinochet, reconocen la existencia de problemas en materia de derechos humanos durante el régimen militar? ¿No se ha hecho ya lo suficiente en materia de justicia, si hasta el responsable máximo de los aparatos de seguridad fue sentenciado, estuvo preso y ahora, a raíz de nuevas querellas, sigue siendo procesado?; ¿si muchos otros militares y civiles, desde las más altas a las más bajas graduaciones, están en manos de la justicia y comparecen frente a procesos que continúan abiertos? Supuesto que —bien o mal— ya nos hemos ocupado de la verdad y la justicia, correspondería ahora que, dando las reparaciones y compensaciones adecuadas, permitamos el paso al olvido y al perdón. Al olvido, pues parece ser el modo de superar el pasado y es lo que las encuestas nos aconsejan, ya que la mayoría sostiene que es mejor olvidar. Al perdón, pues de hecho muchos ofendidos han perdonado a sus ofensores y los llamados a hacer gestos de perdón parecerían contribuir más a la reconciliación de los chilenos que la insistencia en la memoria y la justicia, que parece contribuye a que el país no pueda sanar si mantiene permanentemente abiertas las heridas que ocurrieron en el pasado.
Nos preguntamos si tales pasos, de olvido y perdón, son posibles y deseables, y si constituyen un segundo momento que reemplaza, o sería preferible, al anterior. Nos lo preguntamos pues, en definitiva, no son claras las relaciones de la verdad con la memoria y el olvido; tampoco parece resultar nítida la diferencia entre la sanción y la venganza cuando se busca con celo la justicia; y todavía resulta más oscuro el vínculo entre todas las anteriores con el perdón y la reconciliación. Máxime si todas estas cuestiones transitan desde el nivel de lo personal al de lo público, y están cargadas de traumatismo, de intereses inconfesables, de sentimientos y lugares comunes que nos nublan la razón. Dejando para otro texto la articulación más explícita entre la justicia y el perdón, abordamos en este los vínculos entre la memoria y el olvido. Queremos pedir ayuda a la filosofía, y a la reflexión de uno de sus más preclaros exponentes contemporáneos: el filósofo francés Paul Ricoeur. Como europeo, su reflexión no ha podido no considerar los crímenes contra la humanidad del que ha sido ejecutor, cómplice y víctima su continente en el siglo XX. Como cristiano sabe que si bien la razón, el argumento y la justicia pertenecen a un orden distinto que la fe, la gracia y el perdón, interesa tanto su distinción como su posible articulación. Se trata de una palabra modesta, que no resuelve, pero que quiere contribuir con algunas reflexiones a la tarea inexcusable a la que nos convocan los crímenes cometidos en nuestro suelo y !a reparación que merecen las víctimas, como la reparación, a menudo olvidada, de los victimarios(1).
Una primera cuestión que conviene establecer es la idea del deber de la memoria. Un deber que podemos vincular a la virtud de la justicia, que es la virtud que por excelencia tiene en cuenta ai otro. El deber de memoria es el deber de hacer justicia, por el recuerdo, a otro y a los otros, que han vivido antes que nosotros. Un deber que se hace particularmente acuciante respecto de las víctimas de la historia.
Es la memoria la que permite la historia. Se recuerdan en la historia los acontecimientos decisivos, los que fundan o refundan la identidad de una comunidad histórica, sea porque son dignos de celebración o porque nos causan indignación. Dejemos de lado el tremendum fascinosum (la conmemoración festiva de las hazañas fundadoras) y ahondemos en lo que Paul Ricoeur nos dice sobre el tremendum horrendum(2). Este horror, el negativo de la admiración, que es producido por acontecimientos que no se deben olvidar y que engendra sentimientos éticos considerables pues se trata de la historia de las víctimas, no puede ser generalizado, sino que requiere la individuación de acontecimientos deplorables únicos. Es aquí donde tales reconstrucciones del pasado exigen la ayuda de la imaginación. Es el rol de la ficción en la memoria de las víctimas. “La ficción da ojos al narrador horrorizado. Ojos para ver y para llorar. El estado presente de la literatura del Holocausto lo verifica ampliamente”(3). Nuestras novelas y cine sobre el periodo de la dictadura, también. La ficción se pone al servicio de lo inolvidable, porque le aporta una cuasi-intuitividad. una vivacidad, una ilusión de presencia que de otra manera permanecería ciego. Porque “quizás, hay crímenes que no deben olvidarse, víctimas cuyo sufrimiento grita menos venganza que relato. Sólo la voluntad de no olvidar puede hacer que estos crímenes no vuelvan nunca más”(4).
El deber de la memoria nos deja a las puertas de las vicisitudes del olvido. Decir “tú recordarás” es también decir “tú no olvidarás”. Una reflexión sobre la memoria nos obliga a reflexionar sobre el olvido.
Despejemos primero algunos equívocos. Aparentemente, el olvido es el adversario de la memoria y el aliado del perdón. Al tiempo que el olvido impide la memoria (“recordar es lo opuesto a olvidar”) es el que permitiría el perdón (“para perdonar hay que olvidar”). Ambas afirmaciones son parciales, y por ello equívocas. Deben ser complementadas por sus contrarias. Memoria y olvido no son siempre adversarios, pues la memoria requiere del olvido. Olvido y perdón no son siempre aliados, pues el perdón requiere de la memoria. En lo que sigue quedará de manifiesto que “no hay memoria sin olvido” y que “el olvido puede impedir el perdón”. Lo haremos señalando primero las formas normales de olvido en su relación con la memoria y luego las formas abusivas del olvido que obstaculizan la purificación de la memoria… y la posibilidad del perdón.
Al hablar de olvido debemos distinguir entre el olvido definitivo y el reversible. En el primero, hay trazos, huellas, recuerdos que han desaparecido, que se han borrado de nuestro cerebro (por razones normales o patológicas). En este nivel e! olvido es vivido como una amenaza, como algo deplorable pero irremediable, como lo son también el envejecimiento o la muerte. En el segundo se trata de trazos y huellas que hay que activar, que están olvidadas hasta que no se las busca y se las hace aflorar. Es un olvido reversible, posibilitado por el esfuerzo de memoria, por el trabajo del recuerdo. En palabras de Rieoeur, en el olvido definitivo se trata de un olvido que borra; en cambio en el otro, se trata de un olvido de reserva. En el primero, el olvido borra la memoria; en el segundo, la memoria es posible gracias al olvido. Podemos recordar porque hemos olvidado; si no hubiera olvido, si todo nos fuera presente siempre (como le sucede a Funes el memorioso, en el formidable cuento de Borges), no podríamos traer a la memoria las cosas del pasado. El olvido designa en este caso el carácter inadvertido de la perseverancia de los recuerdos; el que estén sustraídos a la vigilancia de la conciencia. Están allí, en reserva, a la espera de que algo los active por asociación o por una búsqueda que intenta recordar. El olvido como una reserva, como un recurso(5).
Pero, además de estas dos dimensiones del olvido que parecieran naturales, existe el olvido intencional: el olvido ejercido(6). Podemos hablar de un olvido de huida, como estrategia de evitamiento, como empresa de mala fe, que hacen del olvido una empresa perversa. Es la obstinación de no saber (de que no se sepa), de no informar, de no informarse, de no inquirir sobre el mal cometido(7).
Una de las formas de este olvido intencional es la amnistía. Esta forma institucional del olvido puede ser calificada de “caricatura del perdón”(8). La amnistía no procede de la instancia judicial, sino de la instancia política. Esta institución no prepara de ninguna manera para el perdón y en muchos sentidos es su antítesis. En ciertas interpretaciones prohibe no solo la persecución y el castigo del criminal, sino hasta el invocar los hechos mismos, invitando a actuar como si los hechos no hubieran ocurrido. Hay en esto un intento mágico y desesperado de borrar los rastros de acontecimientos traumáticos. El precio de reparar los desgarros del cuerpo social a través del olvido es muy alto, es una pretensión abusiva, llena de ambigüedades que al ocultar no produce sanación. El perdón —lo veremos más adelante— requiere de la memoria. Es papel del historiador contrarrestar mediante el discurso el intento pseudo jurídico de borrar los hechos(9).
Las reflexiones anteriores relacionan la memoria con el devenir histórico, con la posibilidad de una memoria compartida, con las amenazas del olvido. Quisiera referirme ahora a la memoria como cura o remedio. Un enfoque que ciertamente se nutre del psicoanálisis, pero que comparte con él una referencia más amplia: la capacidad que tiene el ser humano de contarse, de retomarse por medio de un relato que cohesiona su vida, de adquirir —en palabras de Ricoeur— “una identidad narrativa”.
La posibilidad de compartir tales relatos está a la base de la capacidad que tienen los pueblos de hacer memoria también de sus experiencias traumáticas. Frente a la situación vivida en el período de la guerra fría, o en los años posteriores a la guerra civil española, o después de la salida de las dictaduras latinoamericanas, los pueblos son sometidos a la difícil prueba de la integración de estos recuerdos traumáticos. ¿Se podría decir que algunos pueblos sufren un exceso de memoria, como si ellos fueran obsesionados por los recuerdos de las humillaciones padecidas? ¿O se podría decir que otros pueblos sufren un déficit de memoria, como si ellos huyeran delante de los traumas de su propio pasado? ¿Se puede hablar de exceso o déficit de memoria, de demasiada memoria o de no suficiente memoria?
Ricoeur aborda este enigma recurriendo a un notable texto publicado por Freud en 1914. Rememoración, repetición, perlaboración. “En este texto, Freud designa la compulsión de repetición como el obstáculo mayor del progreso de la cura psicoanalítica y al trabajo de interpretación”. El paciente—nos dice Freud— repite en vez de recordar. Alguna cosa ha tomado el lugar del recuerdo esperado. Por lo mismo esta resistencia al recuerdo hace que éste aparez.ca como un verdadero trabajo. El terapeuta, por tanto, pide algo a su paciente: que. dejando de gemir o de ocultarse a sí mismo su estado mórbido, “encuentre el coraje de fijar su atención sobre estas manifestaciones mórbidas, de mirar la enfermedad como un adversario digno de estima, como una parte de él mismo, como un fondo en el cual convendría que él tomara preciosos recuerdos para la vida ulterior”. Si no, subraya Freud, no se producirá ninguna reconciliación con lo reprimido.
Tenemos el trabajo del recuerdo como opuesto a la compulsión de repetición. Es esta compulsión la que hace que de la obsesión por el pasado en el que se complacen los pueblos, las culturas, las comunidades, se pueda decir que ellos padecen de un exceso de memoria. Pero es esta misma compulsión la que conduce a otros a huir de su pasado y perderse en las angustias de la compulsión.
¿Cómo se logra y qué corresponde a lo que Freud denomina trabajo de recuerdo? Ricoeur no titubea en responder: un uso crítico de la memoria. Pero es en el relato donde la memoria es llevada al lenguaje. Entendemos por relato todo arte de contar que se encuentra en los intercambios de la vida cotidiana, en la historia de los historiadores y en las ficciones narrativas que nos regala la literatura o el cine. Es al nivel del relato donde se ejerce primero el trabajo de recuerdo. Y el uso crítico, al que se aludía, consiste en el cuidado de contar de otro modo las historias del pasado, contarlas también desde el punto de vista del otro; del otro, que puede ser mi amigo, pero que también puede ser mi adversario.
Aquí la compulsión de repetición ofrece la resistencia más grande, es a este nivel donde el trabajo de recuerdo es el más difícil. Sólo así es posible avanzar de historias plurales a una historia compartida. Un relato siempre abierto a sucesivas interpretaciones, nunca terminado, absolutamente alejado de lo que pudiera ser llamado una historia oficial. Pero un relato en el que podamos reconocernos, que podamos hacer nuestro y que incluya el punto de vista de los otros.
Recapitulemos y resumamos las cuestiones ahordadas de la mano de la memoria. Nos hemos referido primero al deber de la memoria en general, y al particular deber con las víctimas de la historia; enseguida, hemos distinguido dos modos de recuerdo y denunciado las ambigüedades del olvido, señalando sus formas de uso y de abuso; finalmente, enseñados por Freud al poner en contraposición el trabajo de recuerdo frente a la compulsión de repetición, ha aparecido la virtud del relato para reconocernos en un pasado común.
Pero al abordar con la ayuda de la filosofía algunas de las razones que tenemos para “honrar la memoria de Chile”, hemos recorrido en este artículo solo la mitad del camino. Transitar por la justicia es deber ineludible de cualquier reparación. Frente a ella, no es el olvido el que aparece como alternativa, sino el perdón que se levanta como un modo más excelso y más generoso para superar un pasado traumático. Nuevas reflexiones son requeridas para descubrir por qué también necesitamos “honrar la justicia de Chile” y cuál es el modo más apropiado de hacerlo.
“…En una atmósfera de tremenda desconfianza mutua hay una especie de empate al bloqueo político que puede ser trágico y llenar al país a la dictadura o a la guerra ciuil. Y decimos guerra civil a ciencia y conciencia porque estamos muy lejos de pensar que la guerra civil sea sólo un espantajo táctico de los comunistas. Por otra parte, el abortado golpe militar del 29 de junio demostró que la guerra civil era algo más que un fantasma. (…)
El momento actual nos parece de singular gravedad. Una parle del 44 % que desea un socialismo marxista rechaza todo diálogo con el 30% (Democracia Crisliana) que dice buscar un socialismo no marxista aunque no menos sincero y efectivo. El abismo se ahonda aunque el propio Presidente Allende afirmó en conferencia de prensa del 6 de julio que debería existir un terreno de diálogo.
Rota totalmente la confianza de la DC en la UP y de la UP en la DC, no quedaría sino buscar un intermediario que diera confianza a ambas partes. Allende intentó formar un gabinete cívico militar como lo hizo al final del paro de octubre. Hay, sin embargo, una novedad fundamental con relación a octubre. Los militares han dejado de ser un puente de confianza para las dos partes. El saldo de los acontecimientos del 29 de junio, a pesar del notable ejemplo constitucionalista de la inmensa mayoría del Ejército, ha sido el temor a los uniformados que ha mostrado un sector cualitativamente importante de la combinación de gobierna. (…)
Si el Ejército debe ser un puente, creemos de gran importancia que continúe su tradición constitucionalista. Que no se incuben en su seno irresponsables asonadas o golpes y que se gane la confianza de todos los sectores. Sólo así podrá cumplir un papel que por ahora parece insustituible en la convivencia de los chilenos”.
Extracto del editorial de Mensaje, agosto de 1973
(1) Nos dejaremos conducir tanto por la última obra escrita de Ricoeur y recientemente publicada, La Mémoire, l’histoire, l’oubli (Seuii, Paris, 2000), como por una serie de artículos dedicados al tema de la justicia, algunos de ellos recogidos en Lo Justo (Ed. A. Bello, Santiago, 1999).
(2) Cf. Eduardo Silva, “Poética del relato y poética teológica. Aportes de la hermenéutica filosófica de Paul Ricoeur en Temps et Récit para una hermenéutica teológica”. Anales de la Facultad de Teología, vol. LI, Santiago, 2000.
(3) P. Ricoeur, Temps et Récit III. Le Temps reconté, Paris, Seuil, 1985, p. 274.
(4) Ibid., III, 275.
(5) Cf. R Ricoeur, La Mémoire, l’histoire, l’oubli, las secciones “L’oubli et l’effacement des traces”, “L’oubli et la persistartce des traces” (pp.543-574), del capítulo dedicado al Olvido.
(6) Cf. Ibid., la sección “L’oubli de rapple: us et abus”, pp. 574-589.
(7) Cf. P. Ricoeur, “Mémoire, oubli, pardon”, en Alain Houziaux, La religión, les maux, les vices, Presses de la Reinaissance, Paris, 1998, p. 197.
(8) P. Ricoeur, La Mémoire, l’histoire, l’oubli, p. 634, y también pp. 585-589.
(9) Cf. P. Ricoeur, “Sanción, rehabilitación, perdón” (1994), en Lo justo.