El tono de tensión que se observa en este artículo de Jaime Ruiz-Tagle resulta evidente. Las versiones sobre el estado de ánimo imperante en las Fuerzas Armadas y sus acciones en el “tancazo” del 29 de junio de 1973 están presentes en este texto. Se siente la urgencia de que se asuman las responsabilidades y las capacidades de quienes tienen funciones institucionales y políticas. Fue publicado en Mensaje N° 221, de agosto de 1973.
Tal vez para un observador atento de la realidad nacional el hecho más significativo de los últimos meses no fue el frustrado golpe militar del 29 de junio, sino una medida que tomó el Gobierno cinco días después: el levantamiento de la zona de emergencia. ¿Cómo era posible que después de pedir urgentemente al Parlamento —en vista de la gravedad de la situación política— la declaración del Estado de Sitio, el Gobierno renunciara incluso a los medios de control que ofrece la “zona”? Esa medida tenía una significación enormemente grave: el Gobierno ya no confiaba en importantes sectores de las FF.AA.
Pero volvamos un poco atrás para analizar sucintamente los hechos del 29. Ya en los días anteriores había trascendido que la mayor parte de los generales no estaban dispuestos a integrar el Gabinete (como lo habían hecho en “octubre”) a pesar de las abiertas invitaciones de destacados personeros de la UP. Probablemente el contenido mismo de estas invitaciones contribuyó a desalentar a los altos mandos: se trataría de colaborar con el proceso revolucionario que dirigen los marxistas. No se trataba ya de “afianzar el orden público”, ni de “garantizar las elecciones parlamentarias”, ni de “salvar la institucionalidad”, tareas que las Fuerzas Armadas no podrían rehuir: se trataba —prácticamente— de subir al carro de la UP. Planteadas así las cosas, era evidente que las Fuerzas Armadas no tomarían responsabilidades ministeriales, ya que la mayoría de los oficiales no son marxistas, por decir lo menos.
En la víspera del golpe se había descubierto la preparación de un “cuartelazo”, lo que provocó la intervención de la Justicia Militar y la detención de varios oficiales. El comandante del Regimiento Blindados N° 2 estaba ciertamente implicado en ese complot, de modo que ante la inminencia de su destitución se lanzó a la aventura, contando sin duda con que recibiría el apoyo de otras importantes unidades militares. Posteriormente dirigentes del movimiento nacionalista Patria y Libertad (de orientación fascista), implicados en el golpe, confirmaron esta presunción: “Esperábamos contar con el apoyo de varias otras unidades militares, que previamente nos habían manifestado su respaldo”.
Frente a la sublevación militar el Presidente llamó a los trabajadores a ocupar todas las fábricas, fundos y oficinas para defender al Gobierno. La movilización popular fue masiva. En la mayoría de los casos sólo duró algunas horas, dada la rápida rendición de los golpistas, pero en muchos otros —particularmente en los “cordones industriales” que rodean Santiago, Valparaíso y Concepción— los trabajadores siguen controlando las fábricas. Volveremos sobre este punto.
El golpe del 29 de junio impactó hondamente a la opinión pública: no sólo porque dejó un trágico saldo de 22 muertos y varias decenas de heridos, sino porque rompió una larga tradición de “no intervención” que había caracterizado a las Fuerzas Armadas chilenas. En efecto, desde 1932 —cuando un golpe de Estado derribó el Gobierno de Juan Esteban Montero— Chile no había conocido intentos abiertos de derribar a un Presidente constitucional. Es cierto que los cuarteles no siempre estuvieron tranquilos: baste recordar que Arturo Alessandri se apoyó durante tres años (1933-1936) en las Milicias Republicanas (compuestas por voluntarios organizados en regimientos, cuyos efectivos llegaron a 50.000 hombres) para contrapesar el peligro militar de izquierda: que en 1939 fue desbaratado un complot del general Herrera en el que también estaba implicado el ex-presidente Ibáñez: que en 1948 se descubrió otra conspiración en la que Ibáñez se hallaba mezclado de nuevo: que antes de la segunda presidencia de este líder se organizó un movimiento político-militar llamado PUMA (1951), que se convirtió más adelante en Línea recta (1955). Pero estas intervenciones fueron tan débiles y esporádicas que se ha podido hablar con razón de “el reposo del guerrero”(1). Ni siquiera el “tacnazo” de 1969 se había acercado a la gravedad de este golpe: no se llegó a movilizar tropas contra el Ejecutivo y el problema gremial subyacente se mezcló permanentemente con sus implicaciones políticas.
La aventura del ex-comandante Souper no fue un hecho aislado, “una de esas golondrinas que no hacen verano”, como pretendió un destacado comentarista político. La negativa del PDC a conceder la ley de Estado de Sitio(2) fue un signo de la desconfianza del PDC frente al Gobierno y al Gabinete; por su parte el Presidente no aceptó que se condicionara la aprobación de esta ley a ciertos cambios ministeriales. ¿Qué camino le quedaba a Allende para consolidar el orden interno? Obtener el apoyo estable de las Fuerzas Armadas integrándolas al Gabinete. Fue lo que hizo, y entonces se manifestó la gravedad y extensión del conflicto. El apoyo al Presidente manifestado el 29 de junio por los comandantes en jefe de las tres Fuerzas Armadas significaba un apoyo global al régimen constitucional, pero no un acuerdo con la política del Gobierno UP. Para asumir responsabilidades ministeriales los altos mandos exigían cambios importantes en la gestión de Allende(3). Los representantes de la UP consideraron estas exigencias como un pronunciamiento que revestía los caracteres de un golpe legal, y lo rechazaron. El Presidente no tuvo más remedio que formar un Gabinete puramente civil. Las Fuerzas Armadas se quedaron con sus exigencias en el bolsillo, lo que hacía la situación extremadamente delicada. Fue entonces cuando se levantó la zona de emergencia, con la clara intención de no dejar en manos de los militares el control del orden interno. Se temía un nuevo golpe de un momento a otro, esta vez apoyado por la mayoría de las Fuerzas Armadas. Este poder había dejado de ser el arbitro neutral, el puente, entre el Gobierno y la Oposición.
¿Cómo explicar este cambio de rumbo en la orientación de las Fuerzas Armadas? Sería ingenuo ignorar que ellas han constituido siempre en Chile un importante grupo de presión, que ha influido —aunque sea con su sola presencia— en la orientación de la política nacional. Pero la deliberación manifiesta y casi pública es una novedad importante dentro de nuestro cuadro político.
El caldo de cultivo de este hecho nuevo ha sido sin duda la crisis económica que vive el país. Los militares como todos los asalariados se ven azotados por la inflación y la escasez. Más aún, los oficiales —que en una organización tan jerarquizada como el Ejército son los únicos que cuentan cuando se trata de un pronunciamiento— podrían ubicarse en la escala de estratificación junto a los sectores medios asalariados “no productivos”, grupos que se han visto particularmente afectados tanto en sus posibilidades de consumo como en sus expectativas de progreso (casa propia, auto, viajes al exterior, etc.). Ante las perspectivas de un deterioro aún mayor de la situación y teniendo la fuerza en sus manos, no es difícil comprender que se hayan sentido tentados de intervenir.
Pero la crisis económica tiene otras consecuencias que también afectan a las Fuerzas Armadas: dejan al país más vulnerable frente a una agresión externa y crean las condiciones para un enfrentamiento interno. Es evidente que la seguridad exterior del país les preocupa a los militares: no sólo Bolivia sino también el Perú estarían muy satisfechos de recuperar los territorios que fueron suyos antes de 1879. ¿Y cómo afrontar un conflicto externo si se tienen que hacer llamados de urgencia a los países amigos para solucionar los problemas corrientes: abastecimiento de combustible, transporte, etc.? En cuanto a la situación interna, ya el Comandante en Jefe del Ejército había declarado que un nuevo paro de “octubre” llevaría al país a una guerra civil, y un paro de ese tipo no podría producirse sin un profundo y generalizado descontento frente a la situación económica. No sólo porque una de sus misiones esenciales es resguardar el orden interno, sino también porque ellos serían los primeros en morir, es claro que los militares harán todo lo posible por evitar una guerra fratricida.
Sin embargo —como ya señalábamos el 17 de junio al analizar el peligro de un golpe— la crisis económica sería insuficiente para provocar una intervención militar si no fuera unida a una crisis institucional y a un conflicto de poderes. Los altos mandos han manifestado que están conscientes de su obligación de intervenir si el Gobierno se aparta gravemente de la Constitución —por ejemplo, cerrando el Congreso— pero también son sensibles a las declaraciones de ciertos parlamentarios que se autocalifican de “tontos útiles”, ya que el Ejecutivo gobierna por decretos, y de la Corte Suprema que señala la inoperancia del Poder Judicial si no se le concede la fuerza pública. Más concretamente, la lluvia de “decretos de insistencia” que cayó en marzo —después que las Fuerzas Armadas dejaron el Gabinete— sin duda habrá hecho pensar a muchos oficiales que los “tontos útiles” eran ellos. Entonces, ¿qué los detiene?
El poder popular no es una realidad nueva en la política nacional: todas las fuerzas sociales organizadas tienen una cuota de poder, que con frecuencia es mucho mayor que la que les concede la ley. Más aún, muchas veces las leyes no vienen sino a dar status jurídico al poder que las fuerzas sociales han ido adquiriendo con sus luchas. El lema con que se han movilizado muchos grupos de izquierda, “la lucha logra lo que la ley niega”, refleja sin duda una realidad. Baste recordar —como ya lo hacíamos al comentar el paro de “octubre”— que en Chile una alta proporción de las huelgas es “ilegal”.
¿Qué nuevas dimensiones ha adquirido el poder popular? Se ha hablado de los comandos comunales, de los consejos campesinos, de los comités de defensa y vigilancia, pero sin duda lo más destacado ha sido la constitución de los cordones industriales. Estas organizaciones se formaron a raíz del paro de octubre y pretendían organizar a los trabajadores de ciertos barrios, en las grandes ciudades, a fin de asegurar la producción y distribución de bienes. Promovidos principalmente por el MIR y otros grupos de ultra izquierda, fueron al comienzo mirados con desconfianza e incluso resistidos por el PC, que controlaba a las bases asalariadas a través de la CUT (Central Unitaria de Trabajadores) y que se hallaba sobrepasado por esta forma de expresión inédita de la clase obrera. Los cordones se han mantenido con un intenso trabajo en las bases, a tal punto que los líderes con frecuencia son sobrepasados por las masas. Sus líderes son muy jóvenes, tanto en experiencia como en edad, y éste ha sido sin duda uno de los factores que ha condicionado tanto su vitalidad como sus tendencias anárquicas.
Ahora bien, después del “tancazo” del 29, los cordones se han desarrollado y fortalecido, de tal manera que no sólo son estimulados por el MIR y los grupos extremos de la UP, sino también por el mismo PC. El Secretario General de este Partido ha afirmado: “A la razón que tiene el pueblo hay que unir la fuerza del pueblo. Por lo mismo hay que convertir cada fábrica, cada hacienda, cada servicio público, cada población, cada sindicato, cada organización de masas en un baluarte del movimiento popular. Lenin decía que cada establecimiento industrial debía convertirse en una fortaleza de la revolución”. Y diversos líderes de izquierda han insistido en la “insuficiencia material” de la clase obrera para defender las industrias; dicho en buen romance, significa el pueblo necesita armas. En definitiva, lo que se busca a través de esta organización defensiva es desalentar a las Fuerzas Armadas para que no intenten un golpe, señalarles que sólo entrarán en las fábricas a sangre y fuego y que “un régimen levantado sobre miles de cadáveres de chilenos sólo sería posible a través de la más brutal de las represiones y de una implacable dictadura” (Altamirano).
Por último, este desarrollo del poder popular ha traído una consecuencia lateral de no poca importancia: la consolidación de la unidad PC-PS y la mayor homogeneidad estratégica y táctica de todas las fuerzas de izquierda, lo que a su vez —por un proceso dialéctico— contribuye a consolidar el poder popular.
La fuerza disuasiva del poder popular está siendo puesta a prueba: cada día que pasa es un triunfo para ella. Sin embargo, en la medida en que requiera de armas para consolidarse, puede convertirse en una espada de doble filo: por un lado, desalienta a las fuerzas armadas, que no quieren provocar una masacre, pero por el otro las inquieta y puede incitarlas a intervenir pronto, antes de que el poder popular se convierta en una organización paramilitar.
Ya hemos visto que en torno al problema del estado de sitio el diálogo UP-DC se quebró. El largo y extraño silencio del presidente de la DC y de los presidentes de ambas cámaras con ocasión del golpe y la drástica negativa del Presidente de la República para discutir condiciones contribuyeron sin duda a enmudecer a los interlocutores. Ambos insisten en la necesidad del diálogo, pero se aferran firmemente a sus posiciones: ceder en algo podría interpretarse como signo de debilidad. Estas “heroicas” actitudes provocan la poesía romántica de G. A. Bécquer:
Tú eras el huracán, y yo la alta torre
torre que desafía su poder…
uno a arrollar, el otro al no ceder;
la senda estrecha, inevitable el choque…
¡No podía ser!
Pero, ¿es tan cierto que ni el Gobierno ni la oposición democrática han dado pasos para buscar una conciliación mínima, un consenso básico? Han existido ciertamente algunos hechos simbólicos que expresan la voluntad de diálogo. Por parte del Gobierno podría anotarse el nombramiento de un Ministro del Interior estimado por todos como un elemento equilibrado, “hombre de derecho”. Podría mencionarse también la voluntad del Presidente de la República de integrar el gabinete a hombres de izquierda respetuosos de la institucionalidad y sin militancia partidista. Por parte del PDC, el hecho de que su directiva diera orden a sus bases de colaborar en las ocupaciones de industrias coma mientras se tratara de defender el régimen democrático.
Sin embargo, la directiva de la DC ha planteado un ultimátum al gobierno que extrema la tensión: para empezar a dialogar el Ejecutivo debería cumplir tres condiciones previas: promulgar la reforma constitucional de las tres áreas de la economía, detener el armamentismo popular y devolver las industrias ocupadas ilegalmente.
Al problema de la reforma ya nos hemos referido anteriormente. Hemos señalado que aceptar la posición de la DC significaría para el gobierno un suicidio político: no pudiendo llamar a plebiscito porque no cuenta con la mayoría del electorado, podría verse bombardeado por una andanada de sucesivas reformas constitucionales que terminarían por inmovilizarlo. Por otro lado, la negativa del Contralor a promulgar una parte de la reforma, aquella acerca de la cual hay acuerdo, se justifica en la medida en que hay una relación esencial entre ella y las demás partes, pero en ningún caso puede implicar un fallo a favor de la tesis del Congreso. De lo contrario se caería en una extraña situación: hoy el Contralor se convertiría en un tribunal constitucional, con más atribuciones que el ya existente.
En cuanto a las armas en manos de civiles, existe una ley que entrega el control a las Fuerzas Armadas. Hay diversas autoridades que pueden hacer denuncias al respecto, incluso los regidores, y habiendo sospechas fundadas los tribunales pueden conceder órdenes de allanamiento. De hecho, a pesar de que el MIR califica esta ley como “una nueva ley maldita”, el sistema está operando y se puede presumir que las Fuerzas Armadas no permitirán que se cree un ejército paralelo.
Queda el problema de la devolución de las empresas ocupadas a partir del 29 de junio. El problema es grave porque en este caso se habría pasado de los “resquicios legales” a la “ilegalidad sin resquicios”. No sólo en la oposición, sino también las Fuerzas Armadas hacen de esta materia una cuestión de principio: la “vía chilena al socialismo”, la vía legal, abrir ha sido claramente abandonada. Pero la situación no es tan simple. En primer lugar, vale la pena recordar que el 29 fueron ocupados muchos miles de empresas. Ningún jurista podría negarle al gobierno el derecho a defenderse con todos los medios a su alcance cuando la Constitución ha sido barrida por las metralletas. Una vez controlado el golpe, el problema se reduce a unas cien industrias encerradas en los “cordones”; estas vendrían a agregarse las 282 que ya controlaba el Estado, quedando todavía en manos privadas más de 34.000 empresas pequeñas, medianas y grandes. ¿Qué sucederá con esas cien empresas? El Comité Económico de Ministros, de acuerdo con la CUT, ha decidido que algunas serán devueltas y otras —aquellas que pertenecen a un sector monopólico o estratégico o en las cuales hay conflictos graves con los patrones— pasarán al área social. Aún así, los trabajadores de los “cordones” parecen estar decididos a que ninguna empresa sea de vuelta, y hemos visto que la CUT no controla esas bases. El gobierno confía en que el dinamismo de los “cordones” tienda a apaciguarse y a estructurarse, ya que la situación actual crea serios problemas, no sólo políticos, sino también productivos. Por lo demás los dirigentes de la UP piensan que una política rígida frente a los cordones podría endurecerlos y complicar el naipe: cuando se desatan fuerzas sociales no es fácil controlarlas.
A las Fuerzas Armadas, acostumbradas a la disciplina y al orden, les resulta difícil comprender este anárquico movimiento social. Sin embargo, los oficiales más lúcidos parecen convencerse de que el poder popular es una realidad dinámica viva que sólo una masacre podría aplastar.
19 de julio de 1973
(1) Cfr. Alain Joxe. Las Fuerzas Armadas en el sistema político chileno. Edit. Universitaria, Santiago, 1970.
(2) El Estado de Sitio sólo puede ser declarado por ley, a diferencia de la Zona de Emergencia. Este tipo de ley, aprobada por última vez en Chile en 1957, concede atribuciones al Presidente de la República (y, por delegación, a intendentes y Gobernadores) para trasladar las personas de un punto a otro del país, allanando domicilios v arrestándolas, aunque no hubiesen cometido delito o infracción alguna, si considera que ponen en peligre la seguridad interna, y lo autoriza también para restringir la libertad de prensa, radio y TV, así como el ejercicio del derecho a reunión.
(3) Circularon diversas versiones. Según algunos, los uniformados exigían 7 o 9 ministerios, la promulgación de la Reforma Constitucional sobre las tres áreas de la economía, represión los grupos extremistas, acercamiento a los EE.UU. para obtener créditos que permitieran mejorar la situación económica, etc.