Este texto corresponde a la editorial de Revista Mensaje N° 270, julio de 1978. En este se habla de los detenidos desaparecidos: “Para que todo este dolor de la patria herida pueda florecer en reconciliación, esperamos que el Gobierno aclare pronto este drama que está matando el alma nacional”.
Por muchos años se venía arrastrando, con sordina, este hecho trágico e increíble que el mes pasado afloró abruptamente a los ojos de la opinión pública: centenares de ciudadanos —muchos de ellos en 1973, pero cientos también en los años 1974, 75, 76 y 77— fueron detenidos por los organismos de seguridad del Gobierno Militar, de lo que hay suficientes testigos acreditados ante los Tribunales, y luego de ellos nunca más se supo. No debieron morir en enfrentamientos, pues estaban presos, y sin embargo, el Gobierno asegura que no los tiene. Están “desaparecidos”.
Durante años, para averiguar al menos su paradero, si no las razones de su detención, sus familiares agotaron todos los medios imaginables. Elevaron miles de recursos de amparo, golpearon las puertas de innumerables juzgados, solicitaron incontables audiencias en diferentes ministerios del Gobierno. ¿Resultado? Fueron indefinidamente tramitados; cierta prensa se burló de ellos; se los descalificó; se los tildó de “políticos” y “antipatriotas”, promotores de una “agitación malintencionada”.
Se entiende, pues, que en su desesperación —sobre todo, cuando los Tribunales de Justicia empezaron a sobreseer cientos de procesos por “presunta desgracia” que habían iniciado algunos de ellos— los familiares de estos detenidos desaparecidos llevaran a cabo su dramática huelga de hambre que conmovió al país. Huelga, por lo demás, que ellos suspendieron después de 17 días —sólo cuando la Iglesia intercedió y se lo pidió oficialmente—, asegurándoles que ella continuaría haciendo todo lo que esté de su parte “para que el legítimo derecho de los familiares, y el sacrificio empeñado en hacerlo efectivo, obtengan la debida respuesta” (Declaración del Comité Permanente del Episcopado, 6 de junio).
Pero la realidad, dolorosamente mordiente, de tantos hermanos nuestros chilenos que, en la indefensión absoluta, fueron detenidos y luego han desaparecido, sigue interpelando nuestra conciencia de hombres y de cristianos. “El amor, el perdón no consisten en ocultar la verdad”, decía al respecto Mons. Jorge Hourton, Obispo Auxiliar de Santiago. Sólo la verdad podrá hacernos libres, por duras que sean sus consecuencias.
En medio de estos hechos, nos hacemos algunas reflexiones.
Es verdad que, durante estos años, también muchos militares han caído, víctimas de atentados o venganzas personales. También ello hiere y duele a la patria, manchada con sangre de hermanos. Pero nunca, en una sociedad civilizada, al terrorismo y la violencia puede responderse con terrorismo y violencia. Para eso está la Justicia y el Estado de Derecho.
En el caso dramático de los cientos de ciudadanos detenidos y que luego han desaparecido(1), ellos y sus familiares siguen siendo víctimas de un atropello violento a sus elementales derechos como seres humanos, cualquiera sea su ideología, y nadie hay en el mundo que desconozca a los familiares su pleno derecho a buscar y exigir saber dónde están sus seres queridos detenidos.
Ahora bien, el mes pasado el dolor y la angustia de estos familiares llegó a su límite. “No podemos —habían escrito a todos los Generales y Almirantes un mes antes de la huelga— continuar soportando el silencio sistemático de las autoridades” (18 de abril). Pero quisieron todavía agotar todos los caminos posibles y recurrieron finalmente a este duro, pero eficaz medio de la presión no-violenta.
Todos sabemos que, en determinadas circunstancias, el empleo de la fuerza es legítimo para hacer respetar los derechos humanos fundamentales. La huelga es una medida de fuerza y, como tal, es un medio legítimo, en determinadas circunstancias: si lo que se demanda es claramente justo, si se han agotado previamente todos los medios para obtener una solución, si existen posibilidades reales de obtener una solución a través de esta presión, y si existe proporcionalidad entre lo que se pretende lograr y el daño que causa la huelga.
Pero una huelga de hambre no es una medida de fuerza cualquiera. Es una acción que no va en contra de terceros; podríamos, por tanto, considerarla una protesta pasiva, en que no se hace algo. Su enorme fuerza es moral; por eso es que se trata, en verdad, de una medida activa de presión. Es la no-violencia activa, que la Iglesia valora y respeta como medio eficaz para despertar la conciencia social cuando se han agotado ya los otros caminos. “Valorizamos también, con respeto —dicen los Obispos de Chile—, el sacrificio que los familiares de desaparecidos se han impuesto, en orden a sensibilizar a la opinión pública —con medios no violentos— sobre la justicia y urgencia de su petición” (Comité Permanente, 6 de junio).
En el caso de las huelgas de hambre indefinidas, los cristianos saben que no se puede poner en grave peligro la vida, de la que ellos no son dueños (diferente es cuando otro se las quita) y tienen el deber de cuidar. Pero saben también que hay circunstancias —y creemos que ésta lo es— en que sí se puede arriesgar la vida por motivos de solidaridad humana o caridad social. En realidad se arriesga algo muy precioso, aunque en forma controlada y reversible (cuya responsabilidad estuvo a cargo de los generosos y abnegados médicos y enfermeras que se turnaron para atenderlos día y noche), sin llegar a atentar seriamente contra la integridad substancial de la persona. La moral cristiana, en efecto, no permite infligirse voluntariamente un daño substancial para lograr lo que se pretende, por justo que sea. La Iglesia, como Jesús, es defensora de la vida.
En esta situación, en todo caso, esta acción no violenta de protesta muda y dramática se mostró más eficaz que otros caminos. El gesto duro y extremo, produjo una real conmoción nacional e internacional que despertó la conciencia de vastos sectores sobre esta tragedia.
Nadie puede desconocer el absoluto derecho humano que tienen los familiares de buscar a sus seres queridos. Sin embargo, no han faltado quienes los han acusado de “hacer política”, con lo que han pretendido descalificar su demanda. Parecen ignorar algunos la complejidad de todo lo humano, como si se pudiera tan nítidamente separar la acción política de la que no lo es. El actuar humano es a menudo producto de una mezcla —a veces muy variada— de motivaciones y finalidades, y puede perfectamente darse el caso de una acción incuestionablemente humanitaria que a la vez esté cargada de motivación política. En este caso, uno puede apoyar y defender la acción por su carácter humanitaria (dejar de hacerlo sería renunciar a obrar la justicia por temor a la “contaminación” política), sin que esto signifique que se esté avalando las motivaciones políticas que otros tengan para esa determinada acción.
La Iglesia intervino en este asunto por tratarse de un problema humano y social grave, aún sabiendo que muchos la acusarían de ingerencia política. Porque indudablemente se trata también de un problema político: se está cuestionando al Gobierno, en acciones que lo comprometen como tal. sobre la suerte de centenares de presos políticos. Y no puede el Gobierno seriamente afirmar que estas personas fueron liberadas y que ahora no las puede encontrar porque se habrían “escondido”. El Gobierno tiene los medios más que suficientes —y lo ha demostrado— para encontrar incluso a los ultraclandestinos jefes máximos de la extrema izquierda. Ni es tampoco admisible achacar todo a la “situación de guerra”, no sólo porque en Chile no hemos estado en guerra durante 4 años, sino además porque tampoco en la guerra (o la acción “preventiva” de que habla el Gobierno) se puede hacer desaparecer a los prisioneros (existen los “crímenes de guerra”). Se puede sospechar a qué extremos puede llevar esta mentalidad de guerra —que justifica, para el “combate”, usar “métodos propios” de un período anormal (Ministro del Interior, 15 de junio)— cuando se empieza a conocer, por ej., el modo de operar de la DINA (que se analiza en este mismo número de Mensaje).
Ante lo complicado de esta acción humanitario-política, se comprende, pues, las vacilaciones de la Iglesia y la desorientación de no pocos católicos y aun de sacerdotes. Esto mismo muestra, por lo demás, la historicidad y las limitaciones en las que la Iglesia peregrina hacia un futuro siempre nuevo, sin tener a mano todas las respuestas, solamente confiada en el Espíritu de su Señor que la asiste en cada nueva circunstancia. En esta incertidumbre, las palabras de nuestros Obispos nos iluminan: “La eventualidad de que nuestra acción pudiera interpretarse o usarse para fines ajenos a la misión de la Iglesia no puede inhibirnos de continuar en ella, hasta que tan legítima demanda obtenga una respuesta satisfactoria” (Comité Permanente, 6 de junio). La importante Comisión Teológica Internacional, nombrada por el Papa, nos enseña que la Iglesia, aunque “debe cuidarse de que se la comprometa en las intrigas de quienes buscan el poder, no por eso debe adoptar una actitud puramente ‘neutralista’ o ‘indiferentista’, como tampoco encerrarse en una reserva totalmente ‘apolítica’” (Ver: Mensaje, nov. 1977).
Pero hay gente, y también cristianos, que simplemente no quieren ver la realidad, porque eso sería “hacer política”. ¿Es que es malo hacer política? ¿Cómo podría organizarse, vivir y gobernarse una sociedad sin “hacer política”? ¿O se quiere, en realidad, a través de la denigración y mofa irritante de “los políticos”, socavar toda base del “rancio sistema democrático”, como se expresa en el diario del Gobierno? (El Cronista, 7 de junio). Esto distorsiona tan gravemente las conciencias, que se llega hasta a negar la realidad (“no hay desaparecidos”, “sólo persiguen fines políticos”) y condenar no a los que cometen crímenes contra los derechos humanos, sino a los que intentan denunciar esos crímenes para evitar que se sigan cometiendo. Esta ceguera voluntaria lleva a no percibir la gravedad del hecho de que el Gobierno haya estado sistemáticamente negando la realidad de esta tragedia que viven miles de chilenos, y la no menos grave situación de que el Poder Judicial, durante años, se haya lavado las manos sobre este asunto, sin querer nombrar un ministro en visita, con el simple argumento de que el Gobierno —la parte acusada— le decía que “no los tenía detenidos”.
Desgraciadamente, esta ceguera ha sido fomentada por cierta prensa y medios de comunicación social que sistemáticamente han distorsionado culpablemente la verdad, condenando como “política” cualquiera acción que disienta —y sólo a las que disienten— de la política oficial del Gobierno. Pero también —hay que reconocerlo— somos todos culpables de esta grave situación, en la medida en que, por temor a “hacer política” o por cobardía o comodidad, hemos cohonestado esta tragedia con el silencio o la indiferencia culpables. Esto no obstante, la responsabilidad más directa corresponde al Gobierno, que no puede eludirla aduciendo “implicaciones políticas” en esta demanda de justicia, ni mucho menos diciendo que de todo esto los verdaderos “culpables son quienes desataron las condiciones objetivas de la guerra civil, y no quienes, llamados por la nación, se impusieron la tarea de evitarla” (Ministro del Interior, 15 de junio).
El Gobierno manifestó a los Obispos su voluntad de “aclarar, en breve plazo, la suerte de cada una de las personas cuyo desaparecimiento ha sido acreditado ante organismos competentes” (Com. Perm., 6 de junio). Posteriormente, el Gobierno aseguró que “explorará cualquier camino serio que, respecto de algún caso particular, pueda presentársele” (Min. del Int., 15 de junio). Por eso, ansiosamente esperamos —y tenemos derecho a urgir— una respuesta satisfactoria cuanto antes, para poder —en palabras de los Obispos— “superar éste y otros obstáculos que aún retardan la ansiada reconciliación nacional”.
Para la Iglesia, nada hay auténticamente humano que no hay eco en su corazón (GS 1). Estos graves acontecimientos la han preocupado permanente y dolorosamente. El comité de cooperación para La Paz y luego la Vicaría de la Solidaridad —entre otras muchas— han sido algunas de las expresiones concretas de esta preocupación. Los Obispos no se han cansado de manifestar al Gobierno innumerables veces, en público y en privado, oficial y extraoficialmente, su honda inquietud y la urgencia de aclarar todo esto, de terminar ya con este largo calvario y de dar pasos positivos hacia la reconciliación, aunque esto pueda ser considerado por el Ministro del Interior, en cadena nacional, como un “alarde desproporcionado ante el costo que ha significado la liberación de Chile” (Ver: El Mercurio, 16 de junio).
No extraña, pues, que los familiares de los detenidos desaparecidos hayan escogido los templos de la Iglesia para hacer en ellos su protesta de hambre, seguros de que la Iglesia, que antes los había acogido, tampoco ahora los dejaría solos. Menos aún cuando, a los dos días de iniciada la huelga, 20 sacerdotes y religiosas, en un gesto profundamente humano y cristiano de solidaridad con el dolor de sus hermanos, se unieron a los manifestantes.
No se equivocaron. “La Iglesia no puede —declaró el Arzobispado de Santiago— permanecer indiferente ante el dolor de quienes reclaman, con legítimo derecho, alguna noticia sobre el paradero o supervivencia de familiares desaparecidos” (31 de mayo). Este año, precisamente, ella lo ha dedicado en Chile a reflexionar sobre el respeto a los Derechos Humanos. Y ahora que creyentes y no-creyentes se unían en una búsqueda común de justicia, ella —como Jesús— ayuda sin pedir a nadie una previa declaración de fe.
Los Obispos intercedieron por ellos ante el Gobierno. No lo hicieron como jueces ni delegados de nadie, sino simplemente como mediadores para ayudar a reconstruir la paz. Y el Espíritu de Cristo, que “intercede por nosotros ante el Padre” [1 Jn. 2,1), empezó a sentirse particularmente presente en su Iglesia. En diversas parroquias de Santiago y algunas de provincias se realizaron vigilias masivas de oración y penitencia. Poco a poco, como el viento que empieza a crecer hasta transformarse en huracán, se fue sintiendo por todas partes el Espíritu vivo del Señor. Miles de fieles, sacerdotes y religiosas, recordando lo de Jesús sobre el ayuno y la oración (Me 9), estrecharon filas en torno a sus obispos y al Cardenal e intensificaron sus plegarias a Dios para que sane a su pueblo de este dolor intenso, que hiere muy hondo y mata la convivencia. El Espíritu agitó a su Iglesia desde las bases y la hizo vivir un momento intenso de muerte y resurrección.
Para que todo este dolor de la patria herida pueda florecer en reconciliación, esperamos que el Gobierno aclare pronto este drama que está matando el alma nacional.
MENSAJE, 17 de junio de 1978
(1) La Vicaria de la Solidaridad reclama el paradero de 615 personas cuya detención, en la mayoría de los casos, le consta por testigos y así lo ha presentado ante los tribunales, y no de las otras personas que han caído en “enfrentamientos” desde el 11 de septiembre.