Aunque sin una mención explícita a las denuncias de tortura y de encarcelamientos injustificados que comenzaban a conocerse entonces, ya en octubre de 1973, Revista Mensaje condenaba ese tipo de actos. Y se aludía a la crítica y rechazo de la Iglesia hacia estos.
Desde hace años ya numerosas voces se han levantado denunciando las torturas empleadas sistemáticamente por las policías estatales en muchos países para arrancar “confesiones” a los presos sobre todo políticos. Desgraciadamente estas voces parecen haber sido sepultadas en los mismos calabozos de donde esperaban sacar víctimas muchas veces inocentes.
Por tortura tenemos que entender cualquier forma de violencia física o psíquica que se ejerce contra una persona para obligarla a declarar contra su voluntad. El hombre privado de su voluntad, reducido prácticamente al estado animal, declara su crimen o el de compañeros y amigos o, lo que es más probable, lo inventa para escapar al dolor.
Ya San Agustín se indignaba al respecto. “¿Qué decir de un hombre sometido a la tortura por asuntos personales? Se quiere saber si él es culpable y por eso se lo atormenta. De hecho sufre una pena muy cierta por un crimen incierto”.
En el siglo IX, el Papa Nicolás 1° se expresaba explícitamente sobre la ilicitud de la tortura en una respuesta al príncipe búlgaro Boris que recién tomaba contacto con el cristianismo:
“Si un ladrón o un bandido es capturado y niega lo que se le imputa, vosotros afirmáis que el juez debe golpearlo una y otra vez en la cabeza y taladrarle los costados con hierros puntudos hasta que diga la verdad. Esto no lo admite ni la ley divina ni la ley humana. El reconocimiento de la culpa no debe ser forzado sino espontáneo: no puede ser extorsionado sino voluntario. Finalmente, si después de haber infligido estos castigos, no descubrís nada de lo que se le acusaba ¿no enrojecéis de vergüenza y no reconocéis cuán impío fue vuestro juicio? Por otra parte, si el inculpado, no pudiendo soportar las torturas, se acusa de crímenes que no ha cometido, ¿quién, yo os pregunto, se hace responsable de tal impiedad sino el que lo forzó a una declaración mentirosa…? Renunciad pues a estas cosas y maldecid del fondo del corazón lo que hasta ahora habéis tenido la locura de practicar”.
El pensamiento de la Iglesia oficial no ha variado jamás al respecto y en 1953 Pío XII recordaba lacónicamente que “la instrucción judicial debe excluir la tortura física, psíquica y el narcoanálisis”.
El hombre, por criminal que sea, tiene pleno derecho a ser tratado como hombre. Ahora bien la libertad es parte esencial de la persona humana, fuente de su dignidad y respetabilidad. Por lo tanto, no se puede forzar al hombre en sus declaraciones; éstas tienen que ser libres. Pero ¿qué libertad puede tener un hombre torturado psíquica o físicamente?
Al privarlo de su libertad la tortura priva al hombre de su dignidad. Por eso toda tortura tiende a humillar al hombre. Los torturadores lo insultan groseramente, lo desnudan, lo hacen arrastrar por charcos inmundos, incluso lo hacen comer excrementos, lo vejan de mil maneras.
Y no es sólo el dolor sino el dolor refinado producto de técnicas psicológicas y físicas. La tortura moderna es tortura científica.
Y la lógica de la tortura, hablamos aquí de la tortura en general, no se detiene ante nada. En Brasil han torturado brutalmente a muchachos frente a algunos de sus compañeros para que éstos quedaran ante el dilema atroz de confesar o de ser causantes indirectos de la tortura y eventualmente de la muerte de sus amigos: han torturado a guaguas en presencia de sus padres.
Entrar en la dimensión de la tortura es entrar en lo perverso. Y no es de extrañar. Un hombre normal es incapaz de torturar. Los que torturan son personas psicológicamente enfermas, sádicos que gozan aún sexualmente con hacer sufrir a otros. En Brasil se sabe de un sargento que sacrificaba gustoso sus días de salida con tal de poder seguir torturando y que en las torturas llegaba al orgasmo sexual.
En la entrada del campo de concentración de Buchenwald se extendía un gran letrero con la leyenda: “Querréis morir pero no os dejaremos”. Lo mismo pasa con la tortura moderna. Al lado de los torturadores, como un torturador más, está el médico. Cuando hay peligro de muerte se cesa para recomenzar de nuevo una vez que el peligro ha pasado. El torturado se siente así pendiendo sobre la muerte, pero desgraciadamente vivo. Pero esto lógicamente le provoca una angustia indefinible. Es una agonía infinitamente dolorosa prolongada y dosificada científicamente.
Peor todavía que el dolor son las consecuencias psicológicas de la tortura. Muy pocos son los héroes que resisten hasta morir. La mayoría confiesa, pero lo grave está en que no sólo confiesa su verdadera o fingida culpabilidad sino en que delata a otros que incluso pueden ser inocentes v que a su vez serán torturados. La tortura los transforma en delatores, incluso en calumniadores. Terminado el infierno de la tortura queda este otro infierno: el saber que por causa de uno un amigo ha sido aprisionado, torturado e incluso muerto.
Vercors relata en una de sus novelas el caso de un prisionero francés que en un campo de concentración fue torturado una y otra vez para que delatara a sus compañeros. No los delató, pero como el protagonista reconoce posteriormente, no se dio cuenta que la tortura lo iba vaciando de sí mismo y así llegó el momento en que tomado de improviso reaccionó no como un hombre sino como una bestia herida. Se trataba de echar los cadáveres al horno crematorio y advirtió que el hombre que él llevaba en la camilla estaba vivo y lo miraba con ojos suplicantes. Avisó al guardia, pero éste escuetamente le dijo: “O tú o él”. Y el que hasta entonces había resistido decenas de torturas al ver el humo crepitante de llamas cerró los ojos y empujó la camilla. Terminada la guerra salió del campo y fue aclamado como héroe ya que no había traicionado a ninguno de sus compañeros; pero él se aislaba en un silencio y en una soledad que sorprendía a todos. No sabían que en el fondo de sí mismo se consideraba criminal, envilecido para siempre.
Esto es quizás lo peor de todo. La tortura no sólo hace sufrir hasta la locura; normalmente envilece.
Pero además la tortura daña gravemente a otros inocentes. Tal vez no envilezca al que la aplica, porque para ser capaz de torturar hay que estar ya psicológicamente muy enfermo. Pero el torturador tiene familia sobre la cual puede acarrear daños difícilmente recuperables. El que tortura expone a sus seres queridos a represalias condenables y que de ninguna manera merecen. Sucede que el que introduce la tortura —el autor moral o físico— despierta la bestialidad dormida en muchos hombres y excita las ansias de vendetta que hemos tardado siglos en domesticar. La sociedad se hunde de nuevo en la ley de la selva o de la estepa. Y una vez producido este daño irreparable no es raro que la venganza se abata sobre la mujer y los hijos del torturador.
Por todas estas razones lanzamos nuestro grito de alerta. Los vicios se comunican y el vicio de la tortura está cerca de nosotros, en fronteras casi vecinas. Tenemos que precavernos de antemano.
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