Desde meses antes del golpe de Estado, la idea de que podría generarse una guerra civil estaba presente con frecuencia. En este texto, redactado por Jaime Ruiz-Tagle y publicado en Mensaje N° 220 de julio de 1973, se pasa revista a las distintas posturas de los sectores políticos ante la tensión reinante, haciéndose un lúcido cuadro del rol que en la coyuntura podrían jugar diversas instituciones del Estado.
Desde hace ya varias semanas la izquierda ha lanzado una gran campaña de prensa y de movilización de masas con el slogan: “no a la guerra civil”. Según la oposición, esta campaña no es más que una cortina de humo para ocultar los graves problemas que vive el país; más aún, se trataría de una campaña del terror destinada a amedrentar al pueblo para que no se atreva a protestar y se someta a cualquier disposición del Gobierno, por arbitraria que sea.
Al primer análisis el slogan parece poco coherente: una guerra civil supone dos bandos en lucha; si uno de los bandos llama a evitarla, se está llamando también a sí mismo. Y sin embargo, el slogan se ha dirigido solamente al adversario.
Sin duda, el deseo de infundir temor ha estado presente en la elaboración de la fórmula. Una guerra civil sugiere un país destruido, decenas o centenares de miles de muertos. Se ha aludido con frecuencia a la sangrienta guerra civil española. Y un líder de la izquierda ha justificado este tipo de amedrentamiento señalando que “ha habido revoluciones que han fracasado porque tuvieron miedo de infundir miedo en sus enemigos… Hay momentos en que el poder revolucionario puede legítimamente utilizar la intimidación”. Y ciertamente un sano temor es útil al menos para hacer reflexionar a los irresponsables.
Pero hay algo más importante. La izquierda sabe que la guerra civil no estallará si no intervienen las Fuerzas Armadas divididas en dos sectores contrapuestos. Esta división se produciría si uno de los dos sectores intenta un golpe militar. Mientras el Gobierno pueda seguir avanzando, un golpe de izquierda es poco probable. Queda la posibilidad de un golpe de derecha. El slogan más preciso debería haber sido, por lo tanto: “no al golpe de derecha”; pero esta fórmula habría ofendido a ciertos sectores de las Fuerzas Armadas, y la UP necesita mantener las mejores relaciones con ellas. Con todo, el hecho de que se utilice un slogan —una expresión breve y simplificadora capaz de movilizar fuerzas sociales— no significa necesariamente que se esté malinterpretando la realidad. “El riesgo de una guerra civil es un peligro que no podemos ocultar”, ha declarado recientemente el Rector de la Universidad Católica, militante demócrata-cristiano.
¿Existe el peligro de una intervención militar directa? ¿En qué podría fundarse?
Es un hecho que ciertos sectores desean y promueven el derrocamiento del Gobierno. Un informe secreto de la Sociedad de Fomento Fabril (organismo que representa a los empresarios privados), elaborado con anterioridad a la elección de marzo, señalaba que si la UP obtenía más de un 42% se consolidaría, y no habría más solución que el enfrentamiento armado. Representantes de la derecha han insistido en que las Fuerzas Armadas tienen no sólo el derecho sino también el deber de intervenir si el Gobierno pierde su legitimidad. Nadie está obligado a obedecer a un poder ilegítimo, y según ese sector el actual Gobierno habría entrado hace rato por el camino de la ilegitimidad. Los parlamentarios del Partido Nacional han sido enfáticos al respecto y en una declaración pública este Partido ha afirmado: “El señor Allende ha dejado de ser Presidente constitucional de Chile”.
Sin que haya constancia de que la derecha se esté dedicando a golpear la puerta de los cuarteles, es un hecho que ha logrado comunicar sus inquietudes a ciertos sectores de las Fuerzas Armadas. Como un reflejo, moderado, de esa acción podría interpretarse la carta que el “Cuerpo de Generales y Almirantes en Retiro” dirigió el Presidente de la República: en ella le hacen ver su preocupación por la situación económica, social y política del país, y el riesgo que ella comporta para la seguridad nacional.
La estrategia golpista ya se puso de manifiesto en “Octubre”; se trataba de exasperar al pueblo para crear un clima de desorden tal que obligara a las Fuerzas Armadas a intervenir: ante el “vacío de poder” los militares podrían legítimamente entrar a garantizar el orden y la seguridad interior. Lo que es más nuevo es que esta estrategia ya no es planteada solamente por la derecha, sino que es mirada con simpatía por sectores de partidos tradicionalmente democráticos.
Pero dada la ideología constitucionalista de los militares chilenos, sólo se podría lograr su intervención en caso de que se les mostrara en forma evidente que el Ejecutivo ha atropellado la Constitución en una materia importante. Bastaría que el atropello fuera discutible para que las Fuerzas Armadas no pudieran intervenir legítimamente: ellas no pueden constiluirse en Tribunal Constitucional. Es por todo esto que la oposición se ha esforzado en demostrar que el Ejecutivo se ha extralimitado en forma grave, pasando a llevar a los otros dos poderes del Estado: el Legislativo y el Judicial.
El conflicto de poderes entre el Gobierno y el Congreso ha cristalizado en torno a! problema de “las tres áreas” de la economía(1). La Reforma Constitucional respecto a esta materia, propuesta por la democracia cristiana, fue parcialmente vetada por el Ejecutivo, Según ia oposición, al ser aprobada la Reforma por simple mayoría, el Gobierno debería promulgarla o llamar a plebiscito. Según la UP, haría falta que el Congreso insistiera con una mayoría de dos tercios para que el Gobierno estuviera obligado a tomar una de estas dos alternativas. Habiéndose declarado incompetente el Tribunal Constitucional, el conflicto ha quedado sin arbitro.
A pesar de que la voz oficial del PDC ha sido: “o promulga o viola la Constitución”, un senador y expresidente del Partido, que representa a la corriente progresista, ha señalado que es legítima la promulgación de aquella parte de la Reforma sobre la que existe acuerdo (como ya lo hizo en su oportunidad el Gobierno anterior). Por otra parle, no existiendo un árbitro que decida sobre la interpretación correcta de la Constitución en materia de reformas constitucionales, ninguno de los dos poderes puede hacer valer su opinión sobre el otro: por lo tanto, nadie puede exigir legítimamente que el Presidente llame a plebiscito. No hay una violación clara de la Constitución que pueda justificar la intervención de las Fuerzas Armadas.
Más allá del problema jurídico es evidente que el Gobierno “no puede” llamar a plebiscito. Al aceptar la tesis del Congreso se ataría las manos y pies definitivamente: como nada especifica qué materias pueden incluirse en la Carta Fundamental, la oposición podría dar el carácter de “reformas constitucionales” a todos los proyectos de ley, haciéndolos aprobar gracias a su mayoría electoral; el Ejecutivo quedaría totalmente sometido al Parlamento.
Sin embargo, es evidente que, si se quiere llevar adelante un proceso democrático, es necesario respetar a la mayoría del pueblo y convendría someter a su juicio las medidas políticas más importantes.
El conflicto entre el Ejecutivo y el Poder Judicial ha servido también de base para sustentar las esperanzas de los que promueven un golpe militar. El enfrentamiento ha tenido dos manifestaciones principales: el intercambio de cartas entre la Corte Suprema y el Presidente de la República, y las tensiones provocadas por las medidas represivas contra la radio Sociedad Nacional de Agricultura.
La Corte Suprema señalaba que la juridicidad chilena estaría al borde de la quiebra, que se estaría frente a una grave crisis del Estado de Derecho. Los magistrados se quejan porque la autoridad administrativa se entromete permanentemente en asuntos judiciales, haciendo ineficaz la acción de los Tribunales al negar la fuerza pública para que sus resoluciones sean cumplidas. A esto el Gobierno ha respondido: “Resulta inadmisible sostener que estas autoridades deben prestar el amparo policial en forma del todo indiscriminada, por cuanto ello podría conducir a situaciones que atenten precisamente contra la paz social y el orden público que están llamadas a cautelar”. Y más adelante agrega: “De ahí que el Ministerio del Interior haya instruido a los Cuerpos Policiales en el sentido de que, siempre que el cumplimiento de una resolución judicial conlleve riesgos como los anotados, informe de ellos a la autoridad administrativa, para que ésta quede en condiciones, si los datos de que dispone sobre el conjunto de la situación así lo aconsejan, de disponer una momentánea suspensión en la ejecución inmediata de la medida. Todo ello sin perjuicio de la responsabilidad que pueda derivar para el funcionario administrativo que sin motivo fundado determine tal postergación”.
Parece claro que las consideraciones del Presidente se justifican: no se puede pretender que las autoridades administrativas y jefes policiales actúen mecánicamente, sin juzgar la situación ni las posibles consecuencias de su intervención. La misma opinión pública opositora lo ha reconocido al dar su apoyo al Prefecto de Carabineros de Bío-Bío, que fue removido de su cargo por no obedecer las órdenes del Intendente a fin de evitar un conflicto mayor. Además, es legítimo que las autoridades procedan con más benignidad frente a los más débiles: los pobres, las mujeres y los niños, los lisiados. La opinión pública protestó con exaltación no hace mucho porque la fuerza pública disolvió con dureza una manifestación de lisiados.
Sin embargo, la mayor consideración que se debe a ciertos grupos se ha prestado con frecuencia a un uso excesivamente partidista por parte de las auloridades, provocando una extrema irritación en los grupos opositores. Es comprensible también que el Poder Judicial reaccione si las “suspensiones momentáneas” se convierten en la norma, y más aún si esas suspensiones tienen una clara orientación partidista. Sin un mínimo de equidad, se estarán sembrando semillas de revuelta.
Por otra parte, lo mismo que se dice de los funcionarios vale también para los jueces. No pueden pretender ellos que su función se limita a aplicar la ley, como si ella pudiera dictarles automáticamente los fallos. No serían jueces si no interpretaran las leyes, si no tuvieran en cuenta las personas y situaciones. Precisamente por no tener en cuenta la situación de los más desfavorecidos, ciertos fallos judiciales han provocado intensa irritación y hasta la movilización popular contra la que han llamado “justicia de clase”.
En el intercambio de cartas, el Presidente ha contraatacado señalando que los Tribunales tratan con ostensible benevolencia a los responsables de delitos contra la Ley de Seguridad Interior del Estado. Los ultrajes al Presidente de la República y las informaciones alarmistas o sediciosas no habrían sido sancionadas con la necesaria presteza y severidad. La observación es importante, porque el país vive en un clima de histeria periodística, a tal punto que se ha llegado a señalar que gran parte de la responsabilidad de la agitación y violencia la tienen los medios de comunicación de masas. Pero los ataques e insultos de la prensa gobiernista contra los otros poderes del Estado han sido igualmente duros y frecuentes, y tampoco han sido sancionados, de modo que una aplicación más severa de la ley cortaría cabezas de ambos bandos. Es por esto que, si se quiere sinceramente evitar una guerra civil, es necesario detener la violencia periodística.
El caso de la radio Sociedad Nacional de Agricultura sirvió para extremar las tensiones entre los poderes Ejecutivo y Judicial. Dejando de lado un dictamen del Contralor que establecía que el decreto sobre la radiodifusión había sido derogado por la Reforma Constitucional de 1970 y una resolución de un Ministro de la Corte que también lo consideraba derogado, el Gobierno procedió a clausurar sin querella previa una radioemisora y luego a imponer cadenas obligatorias a las radios, sancionando pecuniariamente a las que no acataran la orden. Los afectados apelaron a los Tribunales y tanto el Ministro en Visita designado como la Corte Suprema consideraron que el Gobierno —más precisamente el Ministro Secretario General— había trasgredido la Constitución y la legalidad. El Ministro fue encargado reo, lo que provocó la indignación del Gobierno y violentos ataques contra el Poder Judicial en la prensa de izquierda.
La excesiva celeridad y estrictez con que actuó la Justicia es un signo de la irritación de los representantes del Poder Judicial que sienten atropelladas sus prerrogativas: con estos hechos el Gobierno no sólo desconocía el dictamen del Contralor y el fallo de un Tribunal, sino que sin juicio previo hacía intervenir a la fuerza pública, la misma que con frecuencia no es concedida cuando los jueces la requieren.
Si en el caso del conflicto constitucional entre el Ejecutivo y el Congreso no existe un arbitro que pueda definir quién tiene razón, parece claro que en materia de decretos y leyes la Contraloria y el Poder Judicial tienen autoridad definitoria. Constituye una torpeza del Gobierno seguir insistiendo en su punto de vista: no sólo porque sus resoluciones serán declaradas nulas y abusivas, sino también porque refuerza la idea de que está dispuesto a atropellar a los otros poderes del Estado. Así se crean las condiciones para que sobrevenga un golpe, para que estalle la guerra civil.
Sin embargo, las tensiones a nivel de los poderes del Estado —en el plano superestructural— serían insuficientes para provocar un enfrentamiento si no hubiera un caldo de cultivo en la base social. En lo que va del actual Gobierno se cuentan alrededor de 70 muertos y centenares de heridos; la violencia se ha generalizado y los choques se suceden semana a semana. El Ejecutivo tiene que recurrir cada vez más a la represión por medio de la fuerza pública. Pero no se trata solamente de hechos aislados; la idea de emplear mano dura ha pasado a constituirse en un leitmotiv en todas las declaraciones de la UP.
¿Qué problemas han suscitado esta nueva actitud? Las principales fuentes de conflicto han sido las reivindicaciones salariales y los problemas derivados del abastecimiento de productos esenciales.
El malestar se ha generalizado en todos los sectores de asalariados ante una inflación que carcome sus ingresos y ha llegado ya a un 235% en los últimos doce meses. Frente a esta situación, lo sorprendente es que no existan más conflictos gremiales. Es evidente —como ya lo señalábamos en un artículo anterior para el caso de El Teniente— que los partidos de oposición van a apoyar e impulsar estos movimientos reívindicativos. Pero sería un error del Gobierno calificar sólo por eso a los conflictos gremiales como conflictos políticos; si lo hace, empujará a un número cada vez mayor de trabajadores hacia los partidos de oposición. Se crearán así las condiciones para que se produzca un enfrentamiento violento: la solidaridad de los trabajadores se levantará para protestar junto a sus compañeros que sufren la represión.
En cuanto al problema del abastecimiento de productos esenciales, tanto el PN como la DC han llamado a “combatir el intento de la UP para establecer la dictadura por el estómago, a robustecer el poder de las Juntas de Vecinos y a constituir los organismos de abastecimientos contemplados en la Ley 16.880”. Si se tiene en cuenta que los partidos de la oposición representan a la mayoría de la opinión publica, parece claro que el Gobierno no podrá imponer en lodos los sectores las JAP que ellos rechazan(2). Lo más sensato parece entonces aceptar en ciertos sectores los “comités de abastecimientos” de las Juntas de Vecinos, organismos que no provocan rechazo y que pueden contribuir a solucionar el problema de la distribución de alimentos. De no hacerlo, de querer imponer a toda costa las JAP, se estarán “sembrando vientos”, se estará contribuyendo a ahondar el abismo entre los chilenos y a crear las condiciones para una guerra civil.
Si es claro —como indicáramos— que la derecha está propiciando el golpe de Estado, los partidos de oposición democrática deberán plantear una estrategia que logre evitarlo, si no quieren correr el riesgo de desaparecer de la escena política. Es legítimo que los demócratacristianos afirmen que “la tarea fundamental de la Democracia Cristiana es defender y preservar la democracia y las instituciones democráticas en Chile” (Fuentealba), pero también les conviene “abandonar definitivamente el planteo negativo, rechazar la imagen de que la DC vive para atajar a la UP, para defenderse de la UP, para combatir al marxismo-leninismo” (Tomic). “La tarea más urgente y la más importante para la DC, es plantear cuanto antes y en cada oportunidad cómo construir la sociedad socialista, comunitaria, pluralista y democrática” (id). Si la DC persiste en sus planteos negativos el país terminará por paralizarse y la vida democrática se hará imposible.
Por su parte, si la UP quiere evitar un enfrentamiento no debe provocar a la derecha ni dejarse provocar. La juventud del PN, en un documento llamado “La Resistencia Civil”, afirmaba: “Es necesario precisar que, en general, debemos utilizar los mismos procedimientos y los mismos métodos que los marxistas usan en contra nuestra. Ya lo hemos dicho más de una vez: si ellos quieren ventilar este pleito con argumentos, contestaremos con argumentos; si tratan de aplastarnos con hechos, responderemos también con hechos, ajusfando la forma y la intensidad de la respuesta a la forma y la intensidad de la agresión; finalmente, si desatan la violencia, el principio de la legítima defensa nos entrega el derecho y nos impone la obligación de replicar en la misma medida”. Si los militantes de la UP tiran con armas de fuego contra los manifestantes de la oposición —como ha sucedido más de una vez en el último tiempo— no deben sorprenderse de que la derecha reaccione violentamente.
Tampoco parece sensato poner fuera de la ley —como se ha propuesto— al movimiento de ultraderecha “Patria y Libertad” por el solo hecho de que se opone al actual sistema institucional. Con el mismo argumento también el MIR —en la extrema izquierda— debería ser puesto fuera de la ley. Esto llevaría a los movimientos “ultras” a actuar en la clandestinidad, contribuyendo mucho más a crear una atmósfera de confusión y violencia. Lo anterior no impide que se sancionen con energía las manifestaciones concretas que vulneran la institucionalidad y que se aplique con severidad la ley de control de armas.
Pero la manera más eficaz como la UP puede contribuir a evitar el golpe y la guerra civil es buscando un consenso básico, en puntos concretos, con los partidos de oposición que aceptan un proyecto socialista. Si se deja de lado el falso slogan de que la DC “quiere devolver las empresas a sus antiguos patrones”, se puede seguir avanzando en la formación del área social, aunque el Gobierno deba aceptar que algunas de estas empresas no sean estatales sino autogestionadas. Si se acepta la inexpropiabilidad constitucional de los predios de menos de 40 hectáreas, se podrá seguir avanzando en la Reforma Agraria. Si se aceptan los “comités de abastecimientos” de las Juntas de vecinos, se podrá avanzar en el control social de la distribución. Si se elimina el sectarismo y se respeta a los trabajadores de oposición, se podrá adelantar en la participación y eficiencia. En general, la UP tendría que mostrar con hechos que le interesa más la socialización que el control de la totalidad del poder.
Chile es hoy un país profundamente dividido. Sólo un enorme esfuerzo creador puede evitar el quiebre de la unidad nacional.
17 de junio de 1973
(1) Cf. Mensaje, “De la reforma industrial al conflicto de poderes”, N.° 208, mayo 1972. ¿Se usarán contra hermanos?
(2) Sobre las JAP, cfr. Mensaje N.° 219, junio 1973.