¿Las reformas impulsadas tras el Golpe fueron todas una imposición arbitraria de la dictadura o algunas respondían a necesidades objetivas del país? Examinar cómo se adoptaron las decisiones sobre el sistema económico tras 1973 nos permite extraer lecciones para el momento presente.
El fin no puede justificar los medios. Si aceptáramos esa idea, la sociedad sería ingobernable. Cada uno encontraría una razón para utilizar cualquier medio para lograr el fin en el que cree. Una sociedad civilizada se dota de reglas preestablecidas que permitan avanzar en la dirección que creemos deseable. Es el Estado de derecho, las instituciones.
Pero ¿qué pasa si el Estado de derecho tiene fallas y no permite solucionar adecuada y oportunamente los problemas de acción colectiva de una sociedad compleja? ¿Qué hacer cuando no hay unanimidad y una reforma beneficia a una parte de la sociedad, pero impone costos a otra? ¿Qué hacer cuando los fines que unos persiguen son percibidos como amenazas existenciales para otros? ¿Qué hacer si esas amenazas se materializan en violaciones a los derechos humanos?
La conmemoración del golpe de Estado de 1973 nos plantea preguntas como estas, de gran complejidad. Cerró una etapa de nuestra historia que, aunque criticada por sus problemas económicos, se caracterizó por tener una democracia respetada. Sus dos últimos gobiernos fueron vanguardistas y encarnaron distintas esperanzas. El de Frei Montalva, la de una reforma profunda en libertad política, en un marco de alta polarización latinoamericana inducida por la revolución cubana. El de Allende, una apuesta original por avanzar hacia el socialismo evitando la revolución. En tanto, la etapa que se abrió en 1973 instauró un modelo económico basado en la fe en la iniciativa privada y en la capacidad de empresas y mercados para proveer todo tipo de soluciones. La consecuencia es que la eficiencia económica se instala como criterio último de legitimación de las políticas públicas. A este sistema novedoso para la época lo denominamos «neoliberal». La carga ideológica, tanto de la etapa que cerró como la que se abrió, es colosal.
En el contexto de polarización ideológica de la época, en las siguientes líneas discutimos tres preguntas. ¿Las reformas impulsadas tras el Golpe fueron una imposición arbitraria de la dictadura o respondían a necesidades objetivas del país? ¿Existe una relación de causalidad entre el golpe de Estado y las reformas económicas? ¿Qué lecciones podemos sacar de ese convulsionado y trágico período?
Examinemos dos variables clave: crecimiento económico e inflación.
El GRÁFICO 1 muestra el ingreso per cápita de Chile como proporción del de dos países de referencia. Consideramos acá a Estados Unidos por ser referente habitual de una economía avanzada, y a Australia por su semejanza a Chile en recursos naturales y lejanía de los grandes centros de consumo.
Se distinguen cuatro etapas. Entre 1923 y 1949 hay mucha volatilidad por la crisis de 1930 y, luego, por la Segunda Guerra Mundial. Entre 1950 y 1973 Chile vivió un periodo de economía cerrada, sustitución de importaciones, crisis recurrentes de balanza de pagos, y una alta y creciente intervención del Estado en que la brecha con EE.UU. y Australia creció sistemáticamente. En el periodo 1974-1989 hubo dos grandes crisis, pero el promedio del ingreso per cápita fue estable en 26,9% respecto de Estados Unidos y 35,1% de Australia. En este período dejó de crecer la brecha respecto de nuestras referencias, brecha que durante veintitrés años había crecido tendencialmente. Mi lectura es que el conjunto de reformas logró detener el período de decadencia previa. Finalmente, desde 1990 en adelante, la evolución en esa variable coincide con el retorno a la democracia: se trata del periodo de recuperación y convergencia, que se nota más respecto de EE.UU. que respecto de Australia.
El GRÁFICO 2 muestra la historia de la inflación. Llama la atención la alta inflación promedio (36% anual) que caracterizó a Chile entre 1900 y 1990, además con enorme inestabilidad (desviación estándar de 85%). Hay una aceleración tendencial de la inflación entre 1935 y 1970 que desemboca entre 1972 y 1976 en hiperinflación (gráfico de la derecha): es la culminación de presiones inflacionarias incubadas durante décadas. El resto del período dictatorial fue de inflación alta y volátil. En democracia, la inflación se redujo persistentemente.
No obstante que este análisis no es completo, en cuyo caso el lector puede ver Edwards (2023), Ffrench-Davis (2018), Larraín F. y R. Vergara (2000) y Meller (2007), la mirada larga sugiere dos conclusiones. No obstante las dos grandes recesiones de 1975 y 1982-83, las reformas detuvieron la caída respecto de los países de referencia y desactivaron la presión constante de demanda agregada que, vía déficit fiscal y emisión inorgánica de dinero, presionaba al alza la inflación. Si bien no aceleraron el crecimiento de largo plazo ni llevaron la inflación a niveles internacionales aceptables, el conjunto de reformas jugó un rol significativo.
En 1972, a instancias de la Marina, economistas de oposición a la Unidad Popular elaboraron un documento —inspirado en lo que habían propuesto en la campaña presidencial de Jorge Alessandri— denominado «El ladrillo», que más tarde ejercería una enorme influencia durante la dictadura. Al comienzo de esta, circularon solo algunas copias entre quienes anhelaban homogeneizar el pensamiento del equipo económico, pero solo después adquirirá mayor relevancia. Tiene una hipótesis sobre el desarrollo chileno y sus autores proponían reformas que podrían emplear si llegaban a ser gobierno. Después de conocer cómo se implementaron las reformas, leer el libro interesa porque ofrece interpretaciones alternativas de cómo hubieran podido ser hechas. Tal lectura debilita la idea de que el ideario neoliberal estaba claro desde el inicio de la dictadura.
Por ejemplo, plantea crear fondos de pensiones que gestionarían los ahorros previsionales, pero su objetivo era desconcentrar el poder y mejorar las relaciones entre capital y trabajo. No apuntaba a que esos fondos de pensiones fuesen necesariamente empresas comerciales, como son hoy las AFP. Serían entidades autónomas «administradas por representantes de los ahorrantes y con una Unidad Central Coordinadora», se llamarían «Fondos de Pensión» y se asemejarían a las cooperativas al tener un directorio representativo de los afiliados, aunque en lo financiero harían lo que hacen hoy las AFP.
Al hablar de descentralización, «El ladrillo» lo hacía de una manera que no se refiere a la geografía, sino que buscaba reducir el poder de los grupos de presión. Ello involucraba la privatización de empresas, pero esencialmente apuntaba a avanzar hacia un sistema más neutral en un sentido específico: que fuera un sistema guiado por reglas —las leyes de la ciencia económica— para reducir el caos de la democracia. Se puede entender por qué Pinochet se sintió atraído por esta idea.
Clasifiquemos las reformas en tres, situando en un grupo a aquellas con raíz histórica sobre sobre cuya importancia había cierto acuerdo entre especialistas, en otro, a las ligadas al ideario neoliberal (sin incluir todas las que aparecen en «El ladrillo») y finalmente las que impone la necesidad gobernar, las de «gestión». Se las observa en el CUADRO siguiente.
Por demandas históricas nos referimos, por ejemplo, al tipo de reformas reclamadas en libros como En vez de la miseria de Jorge Ahumada o en Chile, un caso de desarrollo frustrado de Aníbal Pinto (ambos de 1958), o se intentaron realizar en los gobiernos de Alessandri o Frei Montalva (Larraín, 2005). Por ejemplo, la apertura de la economía, eliminando barreras para-arancelarias, homogeneizando aranceles y unificando el mercado cambiario, está claramente descrita en Ahumada y la intentaron Alessandri y Frei Montalva.
Algunas de estas reformas históricas fueron implementadas en dictadura. Las hay asociadas al endémico problema de inflación de Chile y el bajo crecimiento relativo que caracterizó la posguerra. En este grupo tenemos reformas como el control del déficit fiscal «estructural» y la racionalización del gasto público, la reforma a la gestión de empresas públicas, el término de los precios administrados —de manera de combatir la inflación por vías económicas y no administrativas—, la liberación de tasas de interés de manera de promover el ahorro en la medida que estas fueran positivas y, por supuesto, las reformas al Banco Central.
Otras reformas no tenían un antecedente histórico particular. Entre las que surgieron como necesidad de enfrentar una coyuntura puntual, están el ajuste fiscal de 1975-76, la devaluación o revaluación cambiaria según correspondiera, la devolución de empresas requisadas durante la Unidad Popular o el reintegro simplificado (devolución simplificada del IVA a los exportadores).
El grupo de reformas ideológicas tiene que ver fundamentalmente con el área social y el rol del Estado en la economía. Estas pretendían contribuir a un cambio en la actitud de los ciudadanos hacia el esfuerzo personal y la responsabilidad individual. En algunos casos, como en el previsional, aunque había un antecedente histórico en el Fondo de Capitalización de los Trabajadores de Frei Montalva, ideológicamente la implementada por la dictadura fue muy distinta. En otros casos, las diferencias son mayores.
No obstante que el trabajo en lo que terminó por ser «El ladrillo» comenzó temprano en el gobierno de la Unidad Popular, nada sugiere que existía entre los militares sublevados una comunidad de visiones en torno a ese documento. Según plantea Manuel Gárate (2022), entre las fuerzas militares que se levantaron contra el gobierno del presidente Allende, prevalecía lo que él denomina la «ideología nacional-desarrollista» en el Ejército, la Fuerza Aérea y Carabineros. La historia de cómo se impuso la ideología neoliberal en la dictadura es más compleja. De hecho, en el libro sobre Sergio de Castro redactado por Arancibia y Balart (2007) llama la atención cómo Pinochet utilizó intensamente a los «Chicago boys» para hacer pedagogía entre los rangos militares. Esta tarea de convencimiento le tomó tres o cuatro años.
Tanto Gárate como Huneeus (2000) plantean la necesidad de considerar el periodo posterior al Golpe en varias etapas. La primera se asocia a la consolidación de Pinochet como líder indiscutido de la Junta de Gobierno. Se acercó al movimiento gremial y a los economistas de Chicago para afianzar su liderazgo, lo que lo llevó a un recambio de generales y a un enfrentamiento cada vez más directo con el comandante en jefe de la FACh, Gustavo Leigh, representante de la visión nacional-desarrollista. En ese entonces, un cambio ministerial implicó el nombramiento de Jorge Cauas como ministro de Hacienda, quien, sin ser de Chicago, promovía las políticas de ajuste drástico sostenidas por De Castro y Baraona. Es decir, hasta mediados de 1975, no se puede decir que la Junta tuviera un ideario neoliberal. Más bien, pretendía reestablecer el orden, controlar la inflación y la situación fiscal, y devolver empresas nacionalizadas, y la llegada de Cauas, en esta segunda etapa, implicó una agresiva política de estabilización cuyos contenidos eran más bien técnicos.
Entre la segunda y tercera etapas, hubo un cambio de tono entre los redactores de «El ladrillo». La ambigüedad inicial, por ejemplo, en la parte previsional a partir de 1975 fue cambiando y tomando el carácter que conocemos, posiblemente porque disponían de un poder casi omnímodo. La llegada de Cauas y su tratamiento de shock para bajar la inflación no implicó una profundización ideológica respecto de lo que indicaba ese libro. Esta se daría recién a partir de 1977 con la destitución de Leigh. Es decir, todo indica que las reformas neoliberales no fueron per se una de las causas del golpe de Estado. Siguiendo a Huneeus y Gárate, pareciera más bien que fueron un instrumento que utilizó Pinochet para consolidar su poder político y buscar, como se lo sugirió Jaime Guzmán en aquel famoso Memo la semana siguiente al golpe de Estado, la legitimidad del régimen ante la historia.
Una buena parte de los historiadores, por ejemplo, el mismo Gárate, Correa (2011), señalan que los antecedentes de las reformas se encuentran en el acuerdo que firmó la Universidad de Chicago con la Universidad Católica en 1956 y luego con la llegada de la misión Klein-Sachs. Como analizo en detalle en Larraín (2005), esto comenzó antes. Daremos sucesivamente dos pasos hacia atrás en la historia para reconstituir la genealogía de las reformas.
El primer paso es el gobierno de Eduardo Frei Montalva. Este gobierno, que los partidarios del Golpe rechazaron con fuerza particularmente por la reforma agraria, hizo reformas con mucho sentido económico. Por ejemplo, redujo los aranceles de manera importante entre 1965 y 1968, y planteó una reforma del sistema previsional consistente en un Fondo de Capitalización de los Trabajadores, digamos una AFP estatal. Indujo una racionalización del sistema financiero tendiente a promover el ahorro pagando tasa de interés reales positiva y reformó el gobierno corporativo del Banco Central creando un comité ejecutivo que permitió apartar a los grupos de interés privados que en aquella época eran parte de su directorio al mismo tiempo que usuarios del crédito bancario. El gobierno de Frei Montalva fue el primero que puso a la cabeza de la institución a un economista, Carlos Massad, que además se había formado en Chicago, tal como su jefe de estudios Ricardo Ffrench-Davis y varios otros economistas cercanos a la Democracia Cristiana que trabajaban en distintas partes del banco, como, por ejemplo, Andrés Sanfuentes, Álvaro Bardón y Jorge Cauas; estos dos últimos, protagonistas de las reformas en dictadura.
Las reformas de Frei Montalva quedaron inconclusas. La razón es una característica que se repite muchas veces en la historia de Chile: la neutralización de opiniones entre izquierda y derecha, que, en un sistema presidencial con dispersión de partidos, en lugar de dar origen a un acuerdo político —que es lo que haría un sistema parlamentario—, impide avanzar(1).
La pregunta que sigue es de dónde obtuvo Frei esas ideas, y la respuesta hay que encontrarla en su principal asesor económico de la época: Jorge Ahumada. Esto nos obliga a dar el segundo paso atrás en la historia y situarnos en 1954. En aquella época el gobierno populista de Carlos Ibáñez, luego de tener un gran primer año, en el segundo comenzó, como todos los regímenes populistas, a enfrentar los problemas de las políticas inorgánicas, los que se reflejan en inflación y recesión(2). En dicho escenario, Frei —acompañado, sorpresivamente, por Carlos Altamirano— convocaron a Ahumada y Aníbal Pinto para que dirigiesen a un grupo de profesionales que elabore un programa de gobierno que sería presentado al presidente Ibáñez. La prensa de la época(3) señala que un centenar de personas trabajó durante un par de meses preparando un programa. Sus contenidos son muy interesantes, pues incluían, por un lado, un ajuste fiscal para controlar la inflación, control del crédito, reforma a la gobernanza del Banco Central, reforma previsional y reducción de aranceles. Por el otro lado, consideraba el control de precios para seis productos de consumo masivo y una reforma a las FF.AA.
Este plan, conocido en su minuto como «la gestión Frei», es interesante porque fue preparado en un trabajo de colaboración entre profesionales de lo que luego serían la Democracia Cristiana y el Partido Socialista (pre-revolución cubana). El caos de Ibáñez y la profesionalización de la elaboración de este programa de gobierno puede ayudar a explicar dos cosas importantes que ocurrieron después. La primera fue en la Sociedad de Fomento Fabril, que, bajo el liderazgo de Domingo Arteaga, convenció al decano de Economía de la Universidad Católica, Julio Chaná, para que firmara el acuerdo de colaboración con la Universidad Chicago. Lo segundo fue la contratación de la misión Klein Sachs. Si se examinan las conclusiones de esta misión, que sirvió para elaborar el programa presidencial de Jorge Alessandri, se observa que contienen casi los mismos elementos del plan de Ahumada y Pinto, salvo que no había consideración de precios de alimentos ni contemplaba una reforma a las FF.AA. El resto era bastante similar.
Con estos antecedentes podemos evaluar las características del modelo económico vigente en Chile hoy. Siguiendo Larraín (2005), en este artículo argumento que el modelo chileno actual tiene tres fuentes. Una, las reformas que desde 1954 se planteaban como necesarias pero que la democracia no podía resolver por desconfianzas u oposición de grupos afectados. Algunas de estas reformas se implementaron en dictadura y continuaron en la Concertación; por ejemplo, la apertura comercial. Dos, las reformas propias de la Concertación, que produjeron un progreso económico y social que ha sido el más exitoso y duradero de la historia de Chile. Tres, las políticas implementadas en áreas específicas, especialmente en seguridad social, que otorgaban al mercado un rol preponderante que no tenía antecedentes en el mundo. La democracia chilena heredó estas reformas ya instaladas, con distinto grado de éxito. Eran ajenas al ideario y al debate democrático predictatorial.
Es un hecho histórico que los países heredan instituciones que en ocasiones no les gustan. ¿Son esas razones suficientes para revertirlas? También esto ha ocurrido antes en Chile. Hoy no discutimos la apertura comercial de Pinochet y pensamos que la Constitución de 1925 era legítima, a pesar de que nació entre la sublevación de Ibáñez y el exilio forzado de Alessandri. ¿Cuál es el punto de fondo?
Es que el marco institucional debe permitir un proceso ordenado y no conflictivo de reformas que las adecuen y actualicen oportunamente. Las reformas más cuestionadas hoy por la ciudadanía están en previsión, salud y educación, áreas que son particularmente críticas porque, al tener impacto significativo en la vida de las personas, la falta de oportunidad en su reforma puede tener consecuencias políticas graves. Encontrar una arquitectura institucional —la Constitución y las leyes— que sea lo suficientemente flexible para evitar que los ciudadanos traduzcan su descontento en abierta hostilidad y desconfianza, es crucial para que Chile vuelva a transitar por la senda del desarrollo inclusivo.
(1) Otro ejemplo cercano a nuestros días: las reformas previsionales de Bachelet dos y Piñera dos fueron rechazadas por desconfianzas mutuas entre izquierda y derecha. Pareciera ser que esta característica sociológica debiera ser considerada como una restricción a la hora de discutir la política con otros.
(2) Desde el punto de vista del crecimiento, 1953 comenzó bien, con un 7,5% de expansión, pero fue seguido por una recesión en 1954 en que el PIB cayó un 3,2%. En los siguientes dos años, el promedio de crecimiento fue del 2%, mientras que la inflación pasó de un 23% anual en 1952 a un 86% en 1955.
(3) Ver revista Panorama Económico, n° 102, del 18 de junio de 1954.
REFERENCIAS
— Arancibia, P. y F. Balart (2007), Sergio de Castro. El arquitecto del modelo económico chileno, Editorial Biblioteca Americana.
— Centro de Estudios Públicos (1992), El Ladrillo. Bases de la política económica del gobierno militar chileno.
— Correa, S (2011), Con las riendas del poder. La derecha chilena en el siglo XX, Random House, Colección DEBOLSILLO.
— Ffrench-Davis, R. (2018), Reformas económicas en Chile. 1973-2017, Random House, colección Taurus.
— Gárate, M (2022), La revolución capitalista de Chile, Ediciones Universidad Alberto Hurtado.
— Huneeus, C. (2000), El régimen de Pinochet, Editorial Sudamericana.
— «Memorándum. De: Comité Creativo a: H. Junta de Gobierno», citado en Huneeus, C. (2000).
— Larraín, F. y R. Vergara, eds. (2000), La transformación económica de Chile, Centro de Estudios Públicos.
— Larraín, G. (2005), Chile, fértil provincia. Hacia un Estado liberador y un mercado revolucionario, Editorial Debate.
— Larraín, G. (2021), La estabilidad del contrato social en Chile, Fondo de Cultura Económica.
— Meller, P. (2005), La paradoja aparente. Equidad y eficiencia: resolviendo el dilema, Taurus.
— Meller, P. (2007), Un siglo de economía política chilena (1890-1990), Editorial Andrés Bello.
— Molina, S. (1975), «La encrucijada actual de la política económica», revista Mensaje, octubre.