Hoy en día, vivimos en un remolino constante de información y pantallas que nos consumen por completo. Tenemos la necesidad, muchas veces inherente, de saber constantemente qué ocurre a nuestro alrededor. Una necesidad que en ocasiones puede tornarse obsesiva y que, poco a poco, sin quererlo, va cambiando nuestro modo de pensar y nuestra perspectiva acerca del modo en que vivimos. Que nos tienta continuamente, apareciendo esta tentación muchas veces a tan solo un clic de donde estamos navegando. Compras, viajes, política, juegos… Todo está muy cerca. También en nuestra vida. Continuamente se nos tienta con hacer cosas y con llenar espacios que nos cuesta dejar vacíos. Por supuesto, no significa que todo sea algo malo y prohibitivo, pero muchas veces, vivir en la vorágine, hace que no nos paremos a pensar qué me construye como persona y qué me destruye.
En la Iglesia estamos viviendo la Cuaresma. En la vida de Jesús, coincide con el tiempo previo a su predicación. Él quiere bucear en lo más profundo de sí e intenta encontrar en la soledad y en el silencio a Dios. Lo busca en el desierto, en lo árido, en la palabra callada. Sabe que en la vida, el silencio de Dios va a estar presente en algunas ocasiones, donde es difícil ver con claridad por donde hay que seguir. Jesús quiere también pasar por estas dificultades que sabe que en algún momento nos va a tocar vivir. Se prepara para la vida, sabiéndose uno con el Padre. Y por eso, también en su soledad, sufre tentaciones. Pero él lucha y consigue apartar esas tentaciones, convirtiéndose en un Dios que se hace concreto y semejante a nosotros.
Jesús, por tanto, nos enseña que el desierto y su silencio son necesarios. En nuestra vida, también pasamos por momentos donde el agua escasea, las fuerzas fallan y nos empezamos a alejar de Dios. Pensamientos como “esto no merece la pena”, “te estás inventando el Dios al que rezas”, “Dios ya no está conmigo”… aparecen como una losa en nuestra vida que pesa y que resiente nuestra fe. Aparecen tentaciones que nos nublan la vista y nos hacen dudar de Dios. Debemos ser conscientes de que, si queremos imitar al Señor, nos va a tocar también vivir esas tentaciones, como en su momento él hizo. Cada uno tendrá las suyas. Y cada uno, vivirá su desierto. Y no es algo fácil.
Jesús nos enseña que el desierto y su silencio son necesarios.
Es Jesús quien nos hace de espejo. Para que cuando estemos en él, tengamos algo a lo que agarrarnos, sabiendo que Dios nunca nos deja solos y que está con nosotros en esas tentaciones. Por eso, Dios en el silencio no calla: acompaña. Tan solo debemos girar nuestra mirada hacia un lado y contemplarle. Pasar por el desierto y por su silencio nos ayuda luego en nuestra vida. Poder discernir qué cosas son las que me ayudan a crecer y cuáles me deshacen. Evidentemente, las tentaciones no desaparecen, y muchas veces están a solo un clic de nosotros, pero conocemos cómo luchar contra ellas. La oración, entonces, se convierte en un pilar fundamental. Y no debemos olvidar que, a pesar de caer en ellas, el Padre, como en la parábola del hijo pródigo, nos espera con los brazos abiertos porque su misericordia y Amor son infinitos.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.