Quizá pensemos que la disyuntiva planteada sea innecesaria. “Aplaudimos porque valoramos”, objetará quien no se encuentre cómodo con la pregunta. No te quedes aquí. Te reto a ver cómo el aplauso (hoy en forma de clics, likes o visualizaciones) y la valoración se excluyen.
Aplaudimos al final de un espectáculo de entretenimiento o, por qué no, cuando alguien dice algo que nos hace vibrar por dentro (o publica algo que nos gusta). Sin embargo, el entretenimiento y la vibración desaparecen al extinguirse las últimas palmadas del público entregado. La vida sigue igual.
Por otra parte, hay historias, textos o vidas que arrancan de nosotros una admiración silenciosa mucho más elocuente que los ruidosos y desacompasados aplausos. Algo que nos trabaja por dentro. Pensemos en grandes santos a los que la lectura, combinada con tiempos de silencio orante, les hizo virar el rumbo. Lo que valoramos nos impulsa a cambiar. Se convierte en brújula que guía nuestras decisiones, empezando por las más cotidianas.
Lo que valoramos nos impulsa a cambiar.
La cultura del espectáculo, de la que participamos los cristianos y nuestras instituciones, puede estar detrás (sumándose a otras muchas causas) de la crisis de vocaciones en la Iglesia. Disfrutamos leyendo o escuchando testimonios de jóvenes que entregan su vida desde la vida religiosa o el sacerdocio, vibramos con historias de amor protagonizadas por matrimonios que pasan victoriosos por mil dificultades, nos emocionamos escuchando a personas que se desgastan por los más pobres… y además hacemos videos, documentales y publicaciones sobre ellos. Convertimos lo más valioso de la vida cristiana en productos de consumo ante los que aplaudir. Y quizá olvidamos que todos esos protagonistas, para llegar a vivir de verdad esas opciones, se han preguntado en el silencio y la soledad por lo que de verdad importa. El aplauso impulsa, pero solo lo que se valora hace perseverar, crecer y dar fruto.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.