¿Podrían convertirse en una praxeología que inspire y permita a sus habitantes verse a sí mismos no como simples espectadores de la historia, sino como actores en su propia tierra?
Imaginemos, aunque sea por un instante, que las ciencias sociales en la región de Coquimbo y Atacama no fueran una disciplina como la entendemos convencionalmente, sino un lenguaje cotidiano y vivencial. No serían teorías que se escriben en oficinas, sino herramientas que brotan de las calles, las casas y los encuentros en las plazas. En lugar de llenar bibliotecas, serían saberes que se despliegan en el día a día, en las conversaciones vecinales, en las jornadas de pesca o en las prácticas culturales. Un conocimiento hecho de historias, de experiencias compartidas, de un saber colectivo que, como las olas, va y viene, dejando marcas y enseñanzas.
César Rendueles, en su libro En bruto: Una reivindicación del materialismo histórico (2016), propone una relectura provocadora: ¿y si las ciencias sociales, lejos de ser un saber científico abstracto, fueran un saber práctico, praxeológico? Un conocimiento que no aspire a la objetividad científica, sino a la comprensión y a la transformación de la vida diaria. Imaginemos que este enfoque revolucionario arraigara en el Norte Chico. Aquí, entre las realidades de Coquimbo y Atacama, las ciencias sociales podrían ser como la cocina, la música o el deporte: actividades en las que se descubre y redescubre, donde se falla, se aprende, y se mejora.
En una región que ha sido históricamente periférica, donde el ritmo económico y político del país se siente a menudo como una imposición distante, las ciencias sociales podrían volverse un acto de resistencia y de redescubrimiento. Es una región de grandes contrastes: la belleza de sus cielos y mares convive con las problemáticas de la minería, la economía extractivista y las desigualdades históricas. En este contexto, ¿podrían las ciencias sociales ofrecer algo más que diagnósticos? ¿Podrían convertirse en una praxeología que inspire y permita a sus habitantes verse a sí mismos no como simples espectadores de la historia, sino como actores en su propia tierra?
Rendueles nos invita a considerar la economía desde la perspectiva de la escuela austriaca, no como una ciencia exacta, sino como una teoría de la acción humana. En este sentido, el acto económico se vuelve un acto subjetivo, un proceso dinámico en el que cada elección individual influye en la colectividad. En Coquimbo, donde la economía de subsistencia y las redes comunitarias juegan un rol fundamental, ¿acaso no resulta más coherente entender la economía de esta manera? Quizás, en lugar de buscar grandes teorías, debamos observar las prácticas cotidianas, las estrategias de supervivencia, las redes de apoyo vecinales, y convertirlas en la base de nuestra reflexión y acción.
Pero esta perspectiva no se detiene en la economía. La visión praxeológica de las ciencias sociales no propone una teoría científica de la sociedad; propone, en cambio, una forma de conocimiento que se construye a partir de la experiencia. En las comunidades de pescadores de la costa coquimbana, en las pequeñas explotaciones agrícolas de los valles de Atacama, las ciencias sociales podrían ser una herramienta para que las personas comprendan y transformen sus propias condiciones. Este saber, entonces, no se enseñaría en las aulas, sino en la práctica, en la acción colectiva y en la deliberación pública. Sería un saber que pertenece al mismo espacio epistemológico que la retórica, el arte, o la cocina; es decir, un saber vivo, flexible y, sobre todo, humano.
La visión praxeológica de las ciencias sociales no propone una teoría científica de la sociedad; propone, en cambio, una forma de conocimiento que se construye a partir de la experiencia.
Coquimbo y Atacama comparten una geografía vasta y agreste, pero también una historia de adaptación y resistencia. Las ciencias sociales, en este sentido, se convertirían en algo más cercano a la “navegación” que a la contemplación científica. El sociólogo o antropólogo ya no es solo un observador distante, sino un participante activo en la vida de la región. Esta idea, sugerida por Rendueles, de que el nacimiento de las ciencias sociales tiene que ver con un sentimiento de perplejidad ante las nuevas regularidades sociales, cobra aquí un significado particular. La historia del Norte Chico ha estado marcada por ciclos de auge y decadencia: la minería, el boom de la pesca, el turismo. Las ciencias sociales, entendidas como un saber praxeológico, nos ayudarían a comprender y a enfrentar estos ciclos no desde una teoría abstracta, sino desde una práctica cotidiana que se adapta y responde a la realidad.
La democratización moderna, según Rendueles, es contemporánea al surgimiento de las ciencias sociales. Esto no es casual. Las ciencias sociales nacieron para ayudar a los ciudadanos a entender las estructuras ocultas de poder y a desentrañar las relaciones de desigualdad. En Coquimbo y Atacama, donde la descentralización política sigue siendo una aspiración más que una realidad, las ciencias sociales podrían actuar como un motor de emancipación. Nos permitirían comprender las dinámicas de subordinación y exclusión, y, a partir de ese entendimiento, proponer nuevas formas de organización social y económica. Serían, en el fondo, un medio para que las comunidades se empoderen y puedan exigir cambios. Las ciencias sociales se vuelven, entonces, una herramienta de lucha y de afirmación.
Rendueles plantea una idea audaz: el conocimiento social no debería ser neutral. En Coquimbo y Atacama, donde las desigualdades y problemas sociales son evidentes, resulta difícil no coincidir. ¿De qué serviría un conocimiento que se mantenga imparcial ante las desigualdades que observa? La neutralidad se convierte aquí en una forma de complicidad. Las ciencias sociales en estas tierras no pueden limitarse a observar; tienen que comprometerse. Es un saber que no teme involucrarse, que toma partido. La antropología, la sociología y la ciencia política en el Norte Chico no deberían ser solo saberes de escritorio, sino saberes que caminan junto a las personas, que escuchan sus problemas, que se dejan afectar por sus realidades.
Quizás la verdadera emancipación radique en entender las ciencias sociales no como un cuerpo de conocimiento cerrado, sino como una forma de praxis en continua construcción. Un saber que no busca “objetividad”, sino que abraza la subjetividad de quienes lo viven y lo practican. En una región que ha sido constantemente moldeada por factores externos, desde las decisiones de capitales distantes hasta los vaivenes de la economía global, el conocimiento social puede servir como una resistencia activa. No se trata solo de entender el pasado o de hacer diagnósticos del presente, sino de construir, colectivamente, una visión de futuro.
Las ciencias sociales, lejos de ser una teoría científica rígida, son una herramienta para construir ciudadanía, para formar una comunidad crítica que pueda cuestionar y transformar su realidad. En Coquimbo y Atacama, esta visión no es una utopía; es una necesidad.
Imagen: Pexels.