“No puedo volver a casa, y aunque pudiera, ya no tengo un hogar”.
Para Mima*, su casa es su pueblo en el este de Myanmar. Debido a la violencia, tras el golpe militar de febrero de 2021, hace más de año y medio que no lo ve. Se vio obligada a huir, junto con sus hijos, y desde entonces ha sido desplazada cinco veces.
“Antes del golpe, todo era normal”.
Antes de febrero de 2021, Mima, viuda y madre de tres hijos, tenía tres trabajos para llegar a fin de mes. A pesar de las dificultades, era capaz de mantener a su familia y estaba llena de esperanza en el futuro de sus hijos. El golpe de Estado y los conflictos posteriores acabaron con su esperanza.
En mayo, el pueblo de Mima fue atacado por primera vez por las fuerzas de la junta militar, que se enfrentaron a los rebeldes locales. “Esperaba que fuera algo temporal”, recuerda. Por eso, al principio, no se marchó; a decir verdad, no podía, ya que no tenía recursos, como transporte e ingresos disponibles, para trasladarse.
“No podíamos huir ni escapar a tiempo (…) mi familia estaba atrapada en el conflicto”.
En el pueblo, Mima vio cómo quemaron su hogar y mataron a su padre. Su hijo, de 15 años, fue detenido y tuvo que pasar un año en la cárcel. Ese fue el acontecimiento que más la afectó a ella y a su familia.
El recuerdo de aquella época y la dolorosa conciencia del trauma persistente de su hijo aún la estremecen. “Cada vez que pienso en ello, se me saltan las lágrimas y no puedo controlar mis emociones”, confiesa.
Cuando liberaron a su hijo, la familia empezó a trasladarse de un lugar a otro en busca de seguridad. Mima quería proteger a sus hijos a toda costa: “Como madre tenía que mantenerme fuerte, ya que mis hijos me miran y dependen de mí”.
Se preocupaba constantemente por las necesidades primarias, como la comida y el refugio, pero sobre todo por la educación de sus hijos, la única posibilidad de un futuro mejor: “¿qué pasaría si perdieran sus esperanzas y su futuro?”.
Tras mudarse cinco veces, Mima llegó a un nuevo campamento donde ahora se siente más feliz y en paz. Una de las principales razones es que, aquí, sus hijos pueden ir a la escuela; el desplazamiento y sus secuelas mostraron a Mima la importancia de la educación. “Sigo queriendo dar a mis hijos una vida bonita”, explica, y añade: “No puedo darles propiedades ni patrimonio, salvo educación”.
Tras mudarse cinco veces, Mima llegó a un nuevo campamento donde ahora se siente más feliz y en paz.
Poder ir a la escuela y relacionarse con sus compañeros también ayudó a los hijos de Mima a superar el trauma vivido en los dos últimos años. “Ver a mi hijo feliz en la escuela me da alegría”, dice. Dadas las oportunidades para sus hijos en el campamento, no lo duda: “No quiero huir más”.
Por supuesto, aún sueña con poder volver a casa y reza por la paz. Sin embargo, el futuro de sus hijos es su prioridad y mientras eso esté asegurado, seguirá teniendo esperanza en el futuro.
Por desgracia, al igual que los hijos de Mima, muchos en Myanmar no pueden acceder a la enseñanza básica. En todo el país, la educación se ve interrumpida y las escuelas son atacadas o cerradas. Los niños, obligados a huir de un lugar a otro, tienen dificultades para ir a la escuela con regularidad.
El Servicio Jesuita a Refugiados pide que los niños desplazados dentro y fuera de Myanmar tengan acceso a ayuda humanitaria, incluyendo programas educativos seguros, inclusivos, ininterrumpidos y de calidad. Las inversiones en material escolar, infraestructuras y maestros son fundamentales.
Tras dos años de violencia y destrucción, Mima, sus hijos y todo el pueblo de Myanmar merecen la paz. No deben caer en el olvido.
* Los nombres se han cambiado por motivos de seguridad.
Fuente: https://jrs.net/es / Imagen: Servicio Jesuita a Refugiados.