Aceptar en nuestra vida la presencia salvadora del Misterio. Abrirnos a ella desde lo más hondo de nuestro ser. Acoger a Dios como raíz de nuestro ser.
Nuestra vida discurre, por lo general, de manera bastante superficial. Pocas veces nos atrevemos a adentrarnos en nosotros mismos. Nos produce una especie de vértigo asomarnos a nuestra interioridad. ¿Quién es ese ser extraño que descubro dentro de mí, lleno de miedos e interrogantes, hambriento de felicidad y harto de problemas, siempre en búsqueda y siempre insatisfecho?
¿Qué postura adoptar al contemplar en nosotros esa mezcla extraña de nobleza y miseria, de grandeza y pequeñez, de finitud e infinitud? Entendemos el desconcierto de san Agustín, que, cuestionado por la muerte de su mejor amigo, se detiene a reflexionar sobre su vida: “Me he convertido en un gran enigma para mí mismo”.
Hay una primera postura posible. Se llama resignación, y consiste en contentarnos con lo que somos. Instalarnos en nuestra pequeña vida de cada día y aceptar nuestra finitud. Naturalmente, para ello hemos de acallar cualquier rumor de trascendencia. Cerrar los ojos a toda señal que nos invite a mirar hacia el infinito. Permanecer sordos a toda llamada proveniente del Misterio.
Hay otra actitud posible ante la encrucijada de la vida. La confianza absoluta. Aceptar en nuestra vida la presencia salvadora del Misterio. Abrirnos a ella desde lo más hondo de nuestro ser. Acoger a Dios como raíz y destino de nuestro ser. Creer en la salvación que se nos ofrece.
Solo desde esa confianza plena en Dios Salvador se entienden esas desconcertantes palabras de Jesús: “Quien vive preocupado por su vida la perderá; en cambio, quien no se aferre excesivamente a ella la conservará para la vida eterna”. Lo decisivo es abrirnos confiadamente al Misterio de un Dios que es Amor y Bondad insondables. Reconocer y aceptar que somos seres “gravitando en torno a Dios, nuestro Padre”. Como decía Paul Tillich, “aceptar ser aceptados por él”.
Domingo 5 Cuaresma – B
(Juan 12,20-33)
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