Contar a Jesús

Es en el relato sostenido por el Espíritu que se nos enseña toda la verdad sobre Jesús (Jn 14,26), en donde nuestra vida encuentra su sentido, su fundamento y su compromiso.

He vuelto a leer con interés las propuestas de la antropóloga francesa Michèle Petit. Los campos de estudio y trabajo de esta autora abarcan desde la antropología, los estudios orientales, la sociología y el psicoanálisis, y tienen, como punto de convergencia, la importancia del ejercicio de la lectura y de la función del relato en las sociedades humanas, especialmente en los niños y jóvenes. Para Petit y con ella toda una tradición de estudiosos del rol social del lenguaje, emerge la cuestión de que el ser humano, en cuanto lanzado al mundo —utilizando la conocida expresión de M. Heidegger— realiza un proceso de organización del espacio que reconoce como distinto de sí a través del lenguaje, de las palabras y de la organización de estas en la forma discursiva del relato.

La formación de dicho relato tiene que ver con la constatación de que él surge, de modo más relevante, en medio de una situación de crisis, de un trauma o de una situación límite. En palabras de Petit esta capacidad de contar tiene que ver con el surgimiento del testimonio como consecuencia del mismo relato. Ahora dejemos que la misma Petit nos susurre:

“y las historias son desvíos que nos permiten representar nuestra propia existencia, darle sentido, saberla compartida, pero también reencontrar, a veces, debajo del verbo, las sensaciones maravillosas que suscitó en nosotros el descubrimiento de los seres y de las cosas, de las vacas marrones y del hermoso caballo bajo los naranjos. El sabor de la vida y su canto” (Petit, 2017).

Se cuenta para no olvidar, se cuenta para no repetir una situación dramática, se cuenta para resignificar una catástrofe, se cuenta porque nos vincula con una comunidad específica. Tengo siempre el recuerdo de que cuando nos reunimos como familia alrededor de un plato caliente de comida y de un buen vaso de vino, o con unas tostadas y una taza de té, mis tíos vuelven a contar cómo fueron mis abuelos, en distintos momentos, con sus sabores, con sus formas de vivir. Yo que no conocí a tres de mis abuelos (dos maternos y uno paterno) sí puedo conocerlos a través del relato de mi papá, de mi mamá y sus respectivos hermanos. El contar, contar y contar aparece entonces como una cadencia constitutivamente humana y que constituye la misma humanidad. Somos animales que contamos. El relato es nuestra patria o nuestra matria. Somos gracias a los cuentos y a las tradiciones que nos han sido heredadas.

Se cuenta para no olvidar, se cuenta para no repetir una situación dramática, se cuenta para resignificar una catástrofe, se cuenta porque nos vincula con una comunidad específica.

Y es aquí en donde me gusta conocer que con Jesús nuestra relación es muy similar. El biblista español Santiago Guijarro (2012), en su obra Los Evangelios: Memoria, Biografía, Escritura, recuerda que “fue el impacto causado [por Jesús] en sus discípulos y seguidores lo que dio lugar al nacimiento de una tradición sobre él en la que se empezaron a recordar sus enseñanzas y acciones”. Por su parte la teóloga norteamericana Elizabeth Johnson (1990) recuerda que la cristología bíblica, es decir, las palabras que se construyeron en el siglo I sobre Jesús, comenzaron “con un encuentro, cuando las mujeres y los varones judíos del siglo I entraron en contacto con el predicador itinerante Jesús de Nazaret, judío como ellos, que fue aclamado como profeta poderoso”. Gracias a esos relatos, a esos recuerdos, a esas formas de vivir es que nosotros estamos aquí, dos mil años después. Nuestra fe comenzó con hombres y mujeres que contaron a Jesús. ¡Ese es un verdadero milagro!

A mi entender este elemento tiene que ver con una experiencia de profunda sanación-salvación. Esos hombres y mujeres no tuvieron más teología que sus experiencias con el Cristo de Dios. No necesitaron más estudios que haber comido pan con Jesús, que haber sido tocados por sus manos, que haber contemplado la irrupción del Reino y ver cómo el poder del mal retrocedía ante la misericordia sobreabundante del Mesías. A veces nos afanamos tanto en poner tantas palabras a una experiencia tan sutil, tan cotidiana, tan de la mesa, de los campos galileos o en las orillas de ese lago. Contar a Jesús debe ser siempre el centro de nuestro cristianismo. Es en el relato sostenido por el Espíritu que se nos enseña toda la verdad sobre Jesús (Jn 14,26), en donde nuestra vida encuentra su sentido, su fundamento y su compromiso.


Imagen: Pexels.

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