COP29, la ecología también necesita multilateralismo

Segunda semana de la cumbre del clima en Bakú, Azerbaiyán.

Comenzó en Bakú la segunda y decisiva semana de trabajo de la COP29. Una Conferencia sobre el Clima sobre la que pesa la responsabilidad de definir la financiación verde de los próximos años, uno de los aspectos más delicados e importantes de la lucha contra el calentamiento global.

En el Estadio de Bakú —la espléndida estructura montada para la ocasión por Azerbaiyán— salieron a relucir los problemas que desde hace más de treinta años aquejan a estas negociaciones, haciéndolas a menudo ineficaces, y ofreciendo una imagen bastante desalentadora a los ojos de la opinión pública mundial.

La ausencia de tantos líderes decisivos, la deserción o salida anticipada de algunos países, los escándalos y la presencia de miles de grupos de presión de los combustibles fósiles, el silenciamiento de la voz de la sociedad civil, el impresionante número de jets privados utilizados para viajar a la COP por dignatarios y celebridades… Se podría seguir y seguir.

La propia circunstancia creada por las elecciones en Estados Unidos —acogida por todos como una premisa del fracaso, no solo de la Conferencia de Bakú, sino incluso del Acuerdo de París y quizás de la Convención Marco de la ONU que organiza estas negociaciones— es en sí misma surrealista si tenemos en cuenta de lo que estamos hablando.

Como todos sabemos, la lucha contra el cambio climático ya no es la cuestión radical-chic de hace cincuenta años, cuando estaba relegada al estrecho círculo de los ecologistas. Es más bien la emergencia política y económica del siglo; una catástrofe humanitaria que se cierne sobre nosotros y que corre cada vez más el peligro de descontrolarse; es el fundamento principal de toda justicia planetaria.

¿Cómo es posible que la elección de un presidente claramente poco afín a las cuestiones medioambientales, como Trump, desplace a todo el mundo cuando la causa a tratar es de tal importancia? ¿Tal vez podamos permitirnos posponer la cuestión como posponemos una cita? ¿Acaso cesarán los cientos de muertes prematuras causadas cada día por fenómenos meteorológicos extremos y el exterminio de millones de personas al año por la contaminación atmosférica? ¿Terminará la huida hacia el norte de decenas de millones de emigrantes medioambientales?

Los problemas persisten y la opinión pública es consciente de ellos. Por primera vez en treinta años, todos los medios de comunicación del mundo informan a diario de la marcha de las negociaciones, a pesar de las dificultades y los fallos de organización que las complican. Todos nos hemos dado cuenta de que el asunto es serio y de que las próximas víctimas podríamos ser nosotros. Todos hemos comprendido que la crisis climática es ese elemento de ruptura con un pasado lleno de graves errores, que puede hacer de la justicia climática el poderoso detonante para la construcción de una nueva justicia social. Todos nos hemos dado cuenta de que este es probablemente el último llamamiento para una economía que está jugando con fuego y que debe entrar en razón, aquí y ahora, porque el tiempo de las palabras ha expirado.

Lo saben bien incluso los negociadores estadounidenses, que no paran de repetir que EE.UU. no se detendrá en su inexorable camino hacia el desarrollo sostenible, a pesar de las políticas de Trump. Y todos los demás negociadores presentes en Bakú, que acuden a la COP porque es la única mesa internacional donde es posible definir una política climática global, también lo saben bien.

Por supuesto, el multilateralismo atraviesa una crisis muy grave. Las guerras geopolíticas y comerciales cargan cada diálogo internacional con un sinfín de pesadas superestructuras. Estados Unidos y China, por ejemplo —que son las dos economías más importantes y más contaminantes del planeta— viven entre sí un enfrentamiento cada vez más estrecho y complejo, muy difícil de descifrar a «simple vista». Pero en Bakú quedó claro que estos dos gigantes consideran la economía verde como una palanca competitiva ineludible que ningún negacionismo político podrá detener. Ambos países encabezan la clasificación de inversiones en transición energética, y China —el primero de la clase— también ha llevado ya gran parte de estas inversiones a los países en desarrollo (25.000 millones en ocho años).

En resumen, el peligro ya no es que los políticos nieguen el problema climático y rehúyan las inversiones verdes. Esto ya no puede suceder. El verdadero peligro es que para conservar su liderazgo, o para ganar otros nuevos, estas inversiones sigan lógicas perversas, con el riesgo de relegar de todos modos a la humanidad a un futuro distópico.

Hay que tener claro que no hay alternativa al multilateralismo. Resolver los problemas globales requiere una gobernanza global y esto solo puede lograrse de dos maneras: con un gobierno único —una solución impensable hoy en día y, en cualquier caso, muy arriesgada en términos de concentración de poder— o con un condominio sano, en el que todos se pongan de acuerdo para encontrar soluciones, definir reglas y aplicar programas. Por tanto, si no tenemos alternativa, es bueno que todos se comprometan a hacer que la única solución que tenemos funcione lo mejor posible, en lugar de generar confusión intentando sacar cada uno su propio beneficio exclusivo de esta crisis.

La COP29 se dedica hoy a definir la financiación que los países ricos deben proporcionar a los pobres por dos sencillas razones: la primera es que los países contaminantes con una posición fuerte en los mercados internacionales han causado daños a los países pobres que no tienen la culpa de la crisis medioambiental; la segunda es que incluso estos países desarrollarán tarde o temprano su propia economía, y es extremadamente peligroso que al hacerlo más de tres mil millones de personas descuiden el factor de la sostenibilidad, porque esto llevaría al colapso de todo el ecosistema terrestre.

La justicia climática es el ejemplo más llamativo de lo que la doctrina social de la Iglesia denomina el «bien común». Y como la economía civil nos ha enseñado durante cientos de años, no se puede tener un bien común si se excluye siquiera a una parte de la población. El ecosistema o es sano o perjudica a todos. Es inútil pensar en los propios intereses mientras el planeta está en llamas, porque los listos provocarían la ruina de todos, incluidos los suyos.

La justicia climática es el ejemplo más llamativo de lo que la doctrina social de la Iglesia denomina el «bien común».

Una vez más me vienen a la mente las luminosas palabras utilizadas por el Papa Francisco en Laudato si’: «Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos. El movimiento ecológico mundial ya ha recorrido un largo y rico camino, y ha generado numerosas agrupaciones ciudadanas que ayudaron a la concientización. Lamentablemente, muchos esfuerzos para buscar soluciones concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no solo por el rechazo de los poderosos, sino también por la falta de interés de los demás. Las actitudes que obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas. Necesitamos una solidaridad universal nueva».


Fuente: www.vaticannews.va/es / Imagen: Pexels.

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