Crisis: ¿Realidad o estrategia para alimentar la maquinaria de los likes?

Cada día, nos enfrentamos a nuevas “crisis”, a pesar de que muchas de ellas no cumplen con los criterios para ser consideradas como tales.

Hoy en día, la palabra “crisis” parece tener el poder de poner al mundo de rodillas con solo ser mencionada. La escuchamos constantemente, desde las primeras luces del día, cuando abrimos las redes sociales o los titulares de las noticias: crisis económica, crisis climática, crisis política, crisis moral. Es como si, de repente, el mundo hubiera decidido que ya no basta con hablar de problemas o desafíos. Todo debe ser una crisis. Pero ¿realmente vivimos en una crisis perpetua? ¿O se ha convertido en una poderosa estrategia discursiva para captar nuestra atención y manipular nuestras emociones?

El término “crisis” proviene del griego krinein, que significa “separar” o “escindir”. La medicina describe el punto álgido de una enfermedad cuando el paciente experimenta un cambio crítico: o mejora, o empeora, pero el statu quo ya no es una opción. Este concepto fue absorbido por el lenguaje sociológico y cultural, y empezó a ser aplicado a cualquier interrupción grave de la vida normal. Sin embargo, en el mundo actual, esta palabra se ha desvirtuado de tal manera que ha perdido parte de su significado original.

El problema no es solo semántico, es profundamente social y político. El uso exacerbado del término “crisis” se ha vuelto una herramienta poderosa para movilizar a las masas, para influir en el pensamiento colectivo y para manipular nuestras emociones más básicas: el miedo, la ansiedad, la incertidumbre. Los medios de comunicación y las redes sociales han encontrado en la “crisis” una fórmula mágica para mantenernos constantemente al borde del precipicio, atentos, vulnerables, y, por supuesto, enganchados.

¿Estamos realmente en crisis? ¿O hemos sido entrenados para percibir cualquier interrupción en la “normalidad” como una crisis? Hay algo que no podemos ignorar: en la era de las redes sociales, las plataformas están diseñadas para premiar las reacciones inmediatas y emocionales. Y no hay mejor disparador de reacciones que la sensación de crisis. Es lo que los sociólogos llamarían una “estrategia discursiva”, una herramienta retórica utilizada para generar más interacción, más likes.

¿Estamos realmente en crisis? ¿O hemos sido entrenados para percibir cualquier interrupción en la “normalidad” como una crisis?

La realidad es que no todas las situaciones disruptivas son crisis en el sentido más estricto de la palabra. El capitalismo ha experimentado recesiones, repuntes de la inflación, e incluso depresiones, pero el uso indiscriminado de la palabra “crisis” ha dado la impresión de que cada fluctuación económica es un signo del apocalipsis financiero. Similarmente, hablamos de la “crisis del Estado de Bienestar” cuando, en muchos casos, lo que vemos son desafíos administrativos o tensiones fiscales, no un colapso total del sistema.

Este patrón se repite a lo largo de múltiples esferas de la vida social y política. Las democracias han enfrentado turbulencias, elecciones polarizadas, manifestaciones y tensiones, pero el término “crisis de la democracia” se despliega con tal frecuencia que parecería que estamos al borde del fin de las instituciones democráticas en todo el mundo. Sin embargo, muchas de estas democracias han demostrado ser resilientes, capaces de adaptarse y sobrevivir a sus propios defectos.

Desde una perspectiva sociológica, gran parte del pensamiento contemporáneo se ha volcado a analizar la llamada “crisis de la modernidad”, una transformación rápida e intensa que ha afectado al mundo desde la revolución industrial. Pero ¿es realmente una crisis, o simplemente una fase inevitable en la evolución social y económica? Como señalaba Daniel Bell en sus análisis sobre la sociedad posindustrial (Advenimiento de la sociedad posindustrial), muchas de las tensiones que experimentamos no son el preludio de un colapso, sino parte de un proceso de transición hacia nuevas formas de organización social.

El discurso de la crisis se ha vuelto omnipresente, especialmente en el ámbito político, donde se usa para justificar cambios radicales, movilizaciones masivas, o simplemente para canalizar el descontento popular. Las “crisis” parecen ser una herramienta conveniente para polarizar a las sociedades, para crear enemigos externos o internos, y para consolidar el poder político. La derecha puede hablar de la “crisis de los valores tradicionales” para justificar políticas conservadoras, mientras que la izquierda denuncia la “crisis del capitalismo” para promover cambios estructurales. En ambos casos, la crisis se convierte en el motor narrativo que impulsa una agenda política.

Y es aquí donde entran en juego los medios de comunicación y las redes sociales, verdaderas fábricas de crisis contemporáneas. En la búsqueda constante de clics, de tráfico, de likes, se ha perfeccionado el arte de amplificar cualquier conflicto, de exacerbar cualquier tensión. Un pequeño disturbio en un rincón del mundo se convierte en “la crisis política que amenaza la estabilidad mundial”. Un aumento temporal en el precio de los alimentos es presentado como “la crisis alimentaria que pondrá en jaque a las naciones”. Y así, cada día, nos enfrentamos a nuevas “crisis”, a pesar de que muchas de ellas no cumplen con los criterios para ser consideradas como tales.

Esto no significa que no existan problemas reales. La desigualdad, el cambio climático, el crimen organizado, las tensiones geopolíticas son fenómenos palpables que requieren atención y acción. Sin embargo, la constante narración de la crisis crea una especie de “fatiga de crisis”, en la que la población se vuelve insensible, incapaz de distinguir entre problemas graves y simples fluctuaciones en el curso normal de los eventos.

Vivimos en una era en la que el discurso de la crisis ha dejado de ser una descripción objetiva de una situación para convertirse en una herramienta de manipulación emocional y política. Al final del día, las crisis más profundas pueden no ser las que nos presentan los medios, sino las que surgen del desgaste emocional de vivir bajo la constante sensación de que el mundo está al borde del colapso.

Tal vez sea hora de recuperar un sentido de sobriedad y mesura en el uso de esta palabra. No todas las situaciones disruptivas son una crisis, y no todas las crisis son el fin del mundo. Como individuos, y como sociedad, necesitamos aprender a distinguir entre los desafíos que podemos resolver y aquellos que realmente representan un punto de inflexión. Quizá, en lugar de dejarnos llevar por el discurso del miedo, deberíamos enfocarnos en la acción y la resolución de problemas. Después de todo, una crisis, en su sentido más estricto, es también una oportunidad para mejorar. La verdadera crisis puede ser, entonces, nuestra incapacidad para enfrentar los desafíos con claridad, sin caer en el pánico o en la manipulación mediática.


Imagen: Pexels.

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