En el siglo XXI, la recuperación de la apocalíptica bíblica debiera contribuir a sustituir el paradigma temporal de la modernidad.
La tragedia de la pandemia del Covid-19 levantó la pregunta por el tipo de cristianismo que vendría después y por la modalidad de Iglesia que debiera estar a la altura de las nuevas circunstancias.
La multiplicación de los focos de violencia y de guerras que estallan por doquier, también hace relevante tal pregunta. ¿Estamos ya, según el decir de Francisco, en la Tercera Guerra Mundial? No lo creo, pero no puedo excluir que llegue a tener lugar. Tal es la acumulación de armamento atómico que esta será, sin duda, la última de las guerras, grandes o chicas. En este último tiempo tenemos delante de los ojos a Rusia contra Ucrania, a Israel contra el pueblo Palestino, un abierto genocidio, y detrás de estos conflictos y de tantos otros, a EE.UU.
Estos y otros fenómenos escalofriantes, como puede serlo el desarrollo de una Inteligencia Artificial que se autonomice, han de ser emparentados al cataclismo inminente del sistema eco y socio ambiental. La especie humana y otras especies vivas se extinguen. La Tierra, puede estar experimentando la sexta extinción masiva. En el Pérmico-Triásico murieron el 96% de las especies marinas. La extinción de los dinosaurios tuvo lugar a fines del período Cretácico.
El escenario es el de un acabo mundi. ¿Qué hacer? La respuesta a esta pregunta es teórica en principio y, en definitiva, práctica. No debiera extrañar, por tanto, que la teología deba volver a ocuparse de la apocalíptica judeo-cristiana.
De entrada, debe considerarse que la palabra apocalipsis tiene mala prensa. Pero una mala compresión de la apocalíptica debe ser distinguida respecto de su concepto original. La mala apocalíptica alimenta temores paralizantes. Tal puede ser su impacto en la psiquis que hace que las personas bajen los brazos y se echen a morir. La versión religiosa mala de la apocalipsis ve en los tsunamis, ciclones, guerras, terremotos, inundaciones y plagas, un castigo divino por los pecados de la humanidad. El dios de las sectas apocalípticas suele entregar a un gurú el relato del fin del mundo y el dominio de las mentes de personas incapaces de pasar a otra acción que a la de distribuir panfletos alucinantes.
La buena apocalíptica, todo lo contrario, mueve a la acción con mayúscula. Su origen es bíblico. Surgió unos 150 años a.C. Se contiene en la literatura que quiso hacer justicia a los mártires macabeos que resistieron los intentos por helenizarlos. A las generaciones siguientes, los libros apocalípticos prometieron que un día, al fin del mundo, habría un juicio que rehabilitaría a las víctimas de la injusticia. El libro del Apocalipsis del Nuevo Testamento entronca con esta tradición. Este es un canto al Cristo que fallará en favor de los cristianos perseguidos y matados por el Emperador romano. Ellos, gracias a esta promesa, tuvieron esperanza y resistieron como si fuera razonable vivir en un mundo amenazante.
La buena apocalíptica, todo lo contrario, mueve a la acción con mayúscula. Su origen es bíblico.
En el mismo Jesús se reconocen rasgos claramente apocalípticos. Su propia espiritualidad israelita radica en la tradición de los jasidim, la de aquellos macabeos que esperaron un juicio final y una resurrección de los muertos. Jesús apareció en la Galilea de su época anunciando la llegada del Reino de Dios. El fin, comenzado con él, era inminente. En su caso, a diferencia del Bautista que anunciaba un castigo divino, su predicación se caracterizó por ser una buena noticia fragmentada en una variedad ilimitada de bienaventuranzas ofrecidas ampliamente a todos y, en primer lugar, a quienes la vida misma les era una mala noticia.
El contexto histórico actual justifica desempolvar el pensamiento apocalíptico. Si se trata de enderezar el curso de la historia, si queremos dar otro sentido a nuestra existencia colectiva, es preciso, sobre todo, recuperar la idea de tiempo propio de la apocalíptica para oponerla a la visión moderna del tiempo, pues la modernidad opera como si el futuro de la humanidad fuera a ser siempre mejor por el mero desarrollo de la ciencia y de la técnica. Esta óptica, aún viva, comienza a ser cuestionada. En lo inmediato, no se puede seguir creyendo que los costos sociales del progreso moderno justifiquen un éxito futuro para toda la humanidad. La misma pandemia, por ejemplo, ha dejado a la vista las enormes desigualdades que las modernizaciones han provocado. No hay futuro para los pobres si en la actualidad no se ejecutan acciones que modifiquen su suerte. Si en algún momento se acusó al cristianismo, con o sin razón, de constituir una fuga mundi a una trascendencia alienante, igualmente alienante debe considerarse en el presente la fuga mundi al futuro que todavía ofrece, como si no hubiera ya fracasado, la versión capitalista de la modernidad.
En otras palabras, en el siglo XXI, la recuperación de la apocalíptica bíblica debiera contribuir a sustituir el paradigma temporal de la modernidad. Lo hará si combate su idea de un tiempo lineal que favorece una visión ilusoria del futuro. Su futuro no tiene futuro. Es una promesa imposible de cumplir porque no incorpora en el presente las condiciones antropológicas y cosmológicas de su posibilidad. La buena apocalíptica, por el contrario, en vez de vociferar publicitar una ilusión, ofrece esperanza; promete a la humanidad un triunfo más allá de la historia a quienes, ahora, hagan algo por interrumpir el curso al desastre. Es así que la antigua idea de un juicio final recobra la validez. Si hay un juicio, hay un sentido. Si hay un sentido, corresponde practicarlo. El caso es que la historia puede tener un sentido distinto que el que le ha dado la cultura gestada por quienes se han ido apoderando de la tierra y extrayendo de ella, sin piedad, todo lo que puedan convertir en dinero.
Un nuevo sentido de la historia, sin embargo, demanda una modificación de la praxis cristiana que concrete una conversión del corazón a una irrupción de Dios en el presente. A saber, los cristianos tendrían que volver a vivir su vida sub specie aeternitatis, conjugando en el presente el tiempo increado con el tiempo creado, comprometiéndose en el salvataje del mundo. Frente a la fuga mundi terrorífica de la mala apocalíptica y la fuga mundi a un futuro ilusorio de la versión capitalista de la modernidad, los cristianos pueden extraer de su visión teológica, un amor mundi consistente en mirar la realidad como creación de un Dios que lo ama y que llama a recuperarlo cuanto antes. La praxis cristiana, en este sentido, tendría que enfrentar a ambas fuga mundi.
Al efecto, se dan dos tipos de praxis complementarias o, más bien, se da una sola praxis con dos aspectos. Uno es el aspecto interior, personal, que comienza con una conversión del corazón. En las actuales circunstancias se requiere un cambio de mentalidad. Esta, a la vez, exige experiencias nuevas que se dejen inspirar por las experiencias tenidas por otros. Si la figura actual de desarrollo de la humanidad se considera fracasado, debe saberse que ha habido otras figuras de las cuales todavía hay mucho que aprender, como las de los pueblos originarios.
El otro aspecto de esta praxis es el político. El desafío, en este caso, es ir más lejos de las derechas e izquierdas regidas por el paradigma del progreso moderno. El desafío político en la perspectiva de una correcta apocalíptica será, en primer lugar, ofrecer justicia a las víctimas social y mundialmente consideradas, a personas y pueblos crucificados, y por esta vía a toda la humanidad. Si de política se trata, quienes se enrolen en esta causa tendrán que estar dispuestas(os) a ser resistidos precisamente por ir contracorriente.
Todo lo anterior no es nada de fácil de realizar pues requiere de un paso ulterior. Para consistir en una praxis auténticamente cristiana, se necesita articular fe y razón, fe y cultura, fe y ciencia; sin estas articulaciones será imposible que ella relacione fe y justicia. Si las personas, las universidades católicas y la teología no intentan tales articulaciones, la separación de los planos de la temporalidad y la eternidad conducirá derecho a la mala apocalíptica y a la práctica de aquella fuga mundi que endilga a Dios la salvación de su creación, excusando a sus aterrados devotos de hacer algo para colaborar en su liberación.
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