Decir «creo» es decir amo, y sueño, y sufro, y me comprometo con aquello en lo que creo.
Decir «creo» es decir arriesgo, confío, elijo, busco. Es decir, también, dudo, y espero, y salto al vacío. Es decir que mucho de lo que veo alrededor cobra más sentido si acepto que hay Dios. Decir creo es decir acojo, recibo y acepto. Y callar a menudo por todo lo que no comprendo. Es aceptar que el Universo, el tiempo, el espacio, en su finitud, me invita a pensar en lo Infinito que lo envuelve, y que es Dios. Es vislumbrar que ese Dios no es infinita distancia, sino radical cercanía, que es presencia, y es amor, y es principio y fin.
Pero decir «creo» no es solo creer en Dios, sino también en el ser humano. Creer en nuestra capacidad de crear, de avanzar, de amar, de encontrarnos, de ser genios, de ser frágiles y poderosos. Es apostar por la capacidad última para plantar cara al mal con destellos de un bien profundo (en el que también creo). Decir «creo» es elegir el arduo camino de intentar comprender —aunque nunca lleguemos demasiado lejos en esa búsqueda—. Y es no conformarme con afirmaciones sin alma, con concreciones gastadas o con miradas a la realidad que convierten la fe en una chata ideología para destrozarse. Decir «creo» es decir amo, y sueño, y sufro, y me comprometo con aquello en lo que creo —porque si no, ¿qué fe sería esa?—.
Decir «creo» es decir que no soy el centro del mundo, ni siquiera de mi mundo.
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Fuente: https://pastoralsj.org