Deshumanización y violencia: Reflexiones sobre el aumento de la criminalidad en Chile

La lucha contra la violencia es una lucha por la dignidad humana.

El aumento de la criminalidad y la percepción de inseguridad en Chile post pandemia, como lo indican algunas publicaciones recientes (Índice Paz Ciudadana, Fundación Paz Ciudadana, 2023; Evolución del delito en Chile, periodo 2019-2023, Fernández, Guillermo, 2024; Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana (ENUSC), Instituto Nacional de Estadísticas y Subsecretaría de Prevención del Delito, 2023), ha generado una preocupación profunda y notoriedad pública en nuestra sociedad, produciendo la sensación de inseguridad que coloniza rápidamente todos los niveles de la vida cotidiana. El crimen ya no se percibe como una anomalía o una excepción dentro del orden social, sino como un síntoma de descomposición social más amplio, que al parecer se ha instalado en el núcleo mismo de la convivencia humana.

Vivimos en un tiempo donde la violencia no solo ha aumentado en frecuencia, sino que ha mutado en formas cada vez más crueles y despiadadas, algo solo comparable con las peores muestras de violencia en plena dictadura militar. Este fenómeno no puede analizarse únicamente desde una perspectiva de criminalidad ordinaria, donde la violencia es un medio para un fin —robar, extorsionar o dominar—, sino como una manifestación de un vacío existencial y moral que se va extendiendo en nuestra sociedad que deslinda las fronteras habituales del equilibrio del binomio orden/desorden social.

Byung-Chul Han argumenta que el mundo moderno ha perdido su capacidad para la conmiseración, para sentir con el otro, y esto ha tenido efectos devastadores. En una sociedad donde el individualismo es exaltado y la empatía se debilita, la violencia se convierte en una opción no solo válida, sino atractiva para aquellos que, por aburrimiento o desesperación, no encuentran otra forma de afirmarse en un mundo que los ha dejado sin sentido. El individualismo exacerbado lleva a los sujetos a establecer prioridades donde importa poco y nada el “otro”, se despersonaliza la relación con los demás y se pueden transgredir todos los espacios de convivencia para el logro de mis propios fines.

Esta deshumanización de la violencia tiene consecuencias que van más allá de los actos criminales que llenan las noticias (de todos los medios chilenos). Cuando la violencia se convierte en una herramienta de uso frente a las frustraciones personales y sociales, en medio de la desigualdad, entretenimiento o una salida a la frustración, la vida humana se devalúa en extremo. Nos enfrentamos a una especie de banalización del mal, donde la brutalidad se normaliza y la muerte se trivializa.

¿Cómo hemos llegado a este punto? La respuesta no es simple, pero parte de ella radica en el fracaso de nuestras instituciones y valores para ofrecer una narrativa que dé sentido a la vida en comunidad. En un contexto donde la religión, la familia y las estructuras comunitarias pierden su capacidad de cohesionar y dar sentido, el vacío resultante es llenado por ideologías de la violencia que se propagan a través de las redes sociales, la cultura popular y, en algunos casos, hasta el discurso político cargado de mensajes contra el “otro”, lo desconocido, lo distinto.

¿Cómo hemos llegado a este punto? La respuesta no es simple, pero parte de ella radica en el fracaso de nuestras instituciones y valores para ofrecer una narrativa que dé sentido a la vida en comunidad.

En Chile, este fenómeno se ve exacerbado por la desigualdad estructural, que alimenta un resentimiento profundo en aquellos que sienten que no tienen nada que perder y que lo que es posible ganar se puede hacer a cualquier costo. La frustración se convierte en rabia, y la rabia en violencia. Sin embargo, reducir el problema a una cuestión de desigualdad económica sería simplista. La descomposición social que estamos presenciando tiene raíces más profundas, en la pérdida de un sentido compartido de humanidad y en la erosión de los lazos que nos conectan como comunidad, la desconfianza llenó de rejas las casas, la desconfianza nos hizo perder los espacios sociales compartidos, la desconfianza niega la posibilidad de encuentro y diálogo.

Enfrentar esta crisis requiere algo más que políticas de seguridad más estrictas o un aumento de la presencia policial, e incluso militar. Se necesita una transformación cultural que revalorice la vida humana y restablezca la capacidad de la sociedad para sentir con el otro. Esto implica un cambio en la manera en que educamos a nuestros niños, niñas y jóvenes, en cómo construimos nuestras comunidades y en cómo concebimos la vida en común. Tejer esa red invisible que nos relaciona con otros para volver a mirar más allá de lo propio, esto en medio de la escasa participación social y política en general, el desinterés en lo público y lo común, panorama que fue creado con las prohibiciones de la dictadura y con el creciente descrédito de la política y lo común, para ello solo es suficiente con observar el decurso de las discusiones sobre el sistema de pensiones, donde lo solidario pareciera ser un punto complejo más que una obligación social transgeneracional.

La tarea no es fácil, y las soluciones no son rápidas ni inmediatas. Requiere un esfuerzo concertado de todos los sectores de la sociedad —gobierno, instituciones educativas, comunidades religiosas, medios de comunicación y ciudadanos en general— para reconstruir los tejidos rotos de nuestra convivencia. Necesitamos crear espacios donde las personas puedan encontrar sentido y propósito, donde se sientan valoradas y donde la empatía sea cultivada desde la más temprana edad y en los espacios de socialización temprana como la familia y el sistema escolar. Esto nos debe llevar a revisar críticamente el papel de la cultura mediática en la normalización de la violencia. La glorificación de la brutalidad en los medios de comunicación masiva e incluso en los videojuegos contribuye a desensibilizarnos frente al sufrimiento ajeno y a trivializar la vida humana.

La política, por su parte, debe alejarse de los discursos punitivos y populistas que solo agravan la sensación de inseguridad y alimentan el miedo. En lugar de eso, debe promover políticas que aborden las raíces de la violencia, como la falta de oportunidades, la desigualdad y la desintegración social. Esto no significa ser complaciente con el crimen, sino entender que la represión sin un acompañamiento de medidas sociales solo perpetúa el ciclo de violencia y profundiza el desencuentro y la falta de oportunidades para crear espacios sociales de convivencia pacífica y de respeto.

Finalmente, no podemos perder de vista la dimensión ética de esta crisis. En última instancia, la lucha contra la violencia es una lucha por la dignidad humana. Debemos recuperar la capacidad de ver al otro como un ser humano digno de respeto y compasión, y esto solo es posible si reconocemos nuestra propia vulnerabilidad y nuestra interdependencia como seres humanos.


Imagen: Pexels.

logo

Suscríbete a Revista Mensaje y accede a todos nuestros contenidos

Shopping cart0
Aún no agregaste productos.
Seguir viendo
0