Imaginemos que tenemos los ojos vendados, y sentimos que no vemos. En los tiempos de Jesús ser ciego era pertenecer al mundo de los despreciados. Según la mentalidad religiosa de la época, la ceguera era consecuencia de alguna culpa: bien personal, bien heredada de los padres u otros antepasados. Ser ciego era como haber recibido un castigo para toda la vida.
Nosotros a veces tampoco valoramos el don de la visión. Cuando despertamos cada día, entre los muchos regalos que Dios nos hace, también nos encontramos con el milagro de poder ver. El sentido de la vista es uno de los sentidos más valiosos de la vida humana, y a su vez uno de los más útiles para observar y experimentar. Hoy vivimos en el mundo de la imagen, lo que entra por la visión parece que tiene mucha fuerza: por ejemplo, en los anuncios publicitarios nos bombardean constantemente con imágenes espectaculares. Estamos tan por los estímulos visuales que a veces vivimos obnubilados, confundidos; no sabemos discernir qué y para qué lo queremos hacer, y terminamos siendo esclavos de tales imágenes.
El sentido de la vista es uno de los sentidos más valiosos de la vida humana, y a su vez uno de los más útiles para observar y experimentar.
Sin embargo, la cultura de la imagen también tiene sus ventajas, pues dicen que una imagen vale más que mil palabras. Si logramos ordenar ese caos frenético social, gracias a la visión podemos representarnos el mundo exterior en nuestro interior, grabar imágenes en nuestra memoria e imaginar nuevas posibilidades, así como ofrecer una mirada limpia y bondadosa a los demás. En esta Cuaresma, toca preguntarnos por el sentido de lo que vemos con la vista física y, sobre todo, con nuestra vista espiritual: los “ojos del alma”.
La Cuaresma es un tiempo oportuno para decir adiós a nuestra ceguera espiritual. Por su palabra, Dios nos ofrece iluminación abundante: Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero (Sal 119). Sin embargo, dejar la ceguera a un lado también nos compromete: el ciego, cuando finalmente ve, ya no es el mismo, sino una nueva criatura. Habitar en la luz es dejarse guiar por la gracia de Dios: ese don que nos permite participar en la luz de Cristo y ofrecer esa misma luz a los demás: Vosotros sois la luz del mundo (Mt 5, 17). Todos estamos llamados a dejar la ceguera y habitar en la luz divina.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.