El buen hiato mantiene la doble libertad: la de Dios al querer darse a conocer y la del ser humano que responde a ella, o no.
En esta columna quisiera intentar hablar de Dios. Soy teólogo y la teología intenta decir algo sobre esta realidad que funda todo, que da sentido, que es nuestro origen y nuestra meta. El cristianismo debe hablar de Dios, ese es su principal discurso: Dios, su acción y su gracia. Y, a la vez, en la inteligencia teológica y creyente debe ser un constante preguntarse por Dios. Uso pregunta e intentar como palabras hermanas: uno pregunta e intenta dar una respuesta; uno intenta construir una pregunta, muchas veces compleja, y busca (otra forma de intentar) decir algo sensato. La pregunta, el intento y el hablar de Dios están en la misma frecuencia: el lenguaje humano, provisional, torpe y balbuceante.
Con Dios establecemos una relación entre sujetos, dice Pedro Trigo (2013). Dios es una realidad personal que quiere entrar en relación con otra realidad personal (los seres humanos). Se da algo así como la figura S <-> S, sujeto en el vínculo dinámico con otro sujeto. Ambos sujetos establecen el vínculo, por ello la doble dirección de la flecha central. Este símbolo del <-> lo llamaremos hiato, distancia o entre. Este símbolo y sus conceptos asociados son aquello que marcan el sentido de la relación. Si no existiera <-> no habría vínculo y serían dos sujetos/realidades personales aisladas y sin comunicación. La fe cristiana afirma que Dios, de muchos modos y desde antiguo y en Jesucristo, de modo pleno, se quiso comunicar con los seres humanos (Heb 1,1-2; Jn 1,14; Jn 3,16). Él tomó la iniciativa e inauguró el espacio de encuentro. Él “nos amó primero” (1 Jn 4,19).
Ahora bien: el darse de Dios, aquello que Karl Rahner llamó su “autocomunicación” (Él mismo se dio a conocer), no supone que Dios se transforma en un objeto disponible a la mezquindad humana. Él, Dios, continúa siendo Misterio. Él es la “infinitud” que no se alcanza a medir, tal como escribió el mismo Rahner en unas oraciones cristianas tituladas Palabras al silencio (1991).
Él, Dios, continúa siendo Misterio.
Esta idea del Misterio como lo no sujeto al deseo mezquino del sujeto, lo escribe la psicoanalista Constanza Michelson (2022) de la siguiente manera: “Si el misterio se opone a la ansiedad es porque soporta una distancia decisiva hacia las cosas que no permite poseerlas ni quitarles su diferencia. El misterio implica un tipo de respeto que se asocia a la mirada atenta, cuya cualidad es la de velar el acceso inmediato a las cosas”. Lo que Michelson está diciendo es que el Misterio se sustrae de la pretendida dominación del ojo que quiere devorar todo. El Misterio es lo que no se alcanza a decir de manera total, es lo tremendo y fascinante, dirá la filosofía de la religión. Ante el Misterio de Dios la teología intenta decir una palabra organizada que ayude a entender su revelación. Y para entenderla es preciso tomar conciencia del buen hiato de la distancia.
Si entre Dios y nosotros hay una distancia, un espacio de preguntas y de búsquedas, eso hace que nuestra vinculación con Él se transforme en algo dinámico. El hiato en cuanto espacio de relación evita lo que Michelson (2022) escribe: El mal deseo de transformar a Dios en un fetiche, es decir, en un objeto de nuestro deseo egoísta, un Dios más a nuestra medida y a nuestros intereses.
En el Seminario 10, Jacques Lacan (2007) insiste en que el fetichista dice que su objeto-fetiche debe “estar ahí”, bajo su control en cuanto sujeto deseado. En el fetiche no hay distancia, hay una visión de acceso inmediato, no hay hiato, por tanto, no hay alteridad. El psiconalista italiano Massimo Recalti (2024), en un bello libro sobre la noche de Jesús en Getsemaní, dice que Cristo, con su agonía, su muerte y su resurrección, rompe el ídolo del fetiche porque muestra a Dios como aquello distinto. En sus palabras: “Jesús vacía el Templo de los objetos-ídolos que lo llenan, lo desaloja, vuelve a abrir un vacío central, de una experiencia de vaciamiento central… experiencia de vaciamiento, de una aniquilación de una experiencia fetichista del objeto”.
El fetiche, con ello, se opone al deseo del Eros porque el Eros es aquello que abre una distancia o un espacio, una “distancia originaria”, dirá Buber. En el fetiche hay un querer aprehender de manera inmediata. En el Eros hay un espacio, un vaciamiento, dirá Recalti, siendo dicho vacío o espacio de hiato la condición del Eros. El Eros, con ello, es una relación de libertad y por ello la relación con Dios también precisa un espacio de libertad. La fe es una respuesta libre: “Cuando Dios revela hay que prestarle ‘la obediencia de la fe’, por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando ‘a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad’, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él (Dei Verbum 5)”. El buen hiato mantiene la doble libertad: la de Dios al querer darse a conocer y la del ser humano que responde a ella, o no.
A Dios muchas veces se le quiere fetichizar. Es mejor tenerlo controlado porque así es menos problemático. Pero Dios, en cuanto tal, abre el espacio, inaugura la distancia, se vuelve erótico, mantiene el buen hiato porque no es posible de apresarlo. No es “un objeto junto a otros objetos”, escribió Rahner (2008) en La gracia como libertad. El Dios Misterio no es susceptible de ser apresado. Y por ello es problemático: porque se mueve libremente, amándonos, entregándose por entero, dándose como amigo, abriendo un vacío, una pregunta, una plegaria.
Hay que dejar a Dios ser Dios.
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