Grandes quiebres, cambios profundos y prolongados períodos de construcción para superarlos, caracteriza el último medio siglo de la política exterior de Chile (PECH), casi la cuarta parte de la vida independiente de la República
Grandes quiebres, cambios profundos y prolongados períodos de construcción para superarlos, caracteriza el último medio siglo de la política exterior de Chile (PECH), casi la cuarta parte de la vida independiente de la República.
Carlos Portales Cifuentes
Embajador, cientista político.
Toda política exterior debe llevar al plano internacional los proyectos de un Estado para vincularse con otros países y actores internacionales, desde sus intereses y valores. Esa política se enmarca en un contexto internacional que la condiciona. Actualmente, el proceso de globalización de intercambios, comunicacionales y tecnológicos ha interpenetrado a las sociedades y hace más compleja la participación de actores en la resolución de problemas, lo que es un desafío adicional para la política exterior de cualquier Estado.
La PECH en el siglo XX se había afincado en una democracia que se expandió desde los años 1930 hasta comienzos de los años setenta con una organización estable, aunque con crecientes problemas sociales y con una economía relativamente cerrada que comenzaba a buscar su apertura. La PECH se afirmaba en el principio del respeto de los tratados y del derecho internacional, en la cooperación internacional y en el multilateralismo (Naciones Unidas y OEA), así como en la promoción de la paz y en una activa y realista participación en la integración regional.
La pugna interna de los sesenta y comienzos de los setenta se dio en el contexto de la Guerra Fría y los acontecimientos que sucedieron aparecen muy ligados a las visiones y decisiones que prevalecieron en el gobierno de EE.UU. a instancias del consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger. En Chile, el golpe militar del 11 de septiembre de 1973 puso fin al gobierno democrático, imponiendo un régimen de excepción por diecisiete años, que llevó a cabo una profunda transformación económica y social, centrando en el mercado los procesos productivos y de intercambio, desarticulando organizaciones políticas y sociales y reduciendo drásticamente el papel del Estado en salud, seguridad social y educación.
El nuevo régimen dictatorial tuvo un importante efecto en la percepción internacional, que se manifestó en numerosas resoluciones condenatorias de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en Chile y que culminó en la creación de la Primera Relatoría sobre países en la Comisión de Derechos Humanos (NN.UU.). Lo anterior marcó la conducta defensiva de la PECH especialmente en los setenta: deterioro sensible con los países de Europa Occidental, Canadá, Australia y Nueva Zelandia; ruptura con México y deterioro con otros países latinoamericanos, aminorados por las relaciones con gobiernos militares de la zona; ruptura con los países del mundo socialista (menos, China y Rumania). Con Estados Unidos, ya al renunciar el presidente Nixon, empiezan a cobrar fuerza las voces críticas en el Congreso y con la llegada de Carter a la Casa Blanca las relaciones se tensan por la política de derechos humanos del gobernante demócrata, la que —salvo durante la primera Administración Reagan— solo se hace cada vez más ríspida.
En el plano multilateral —que había sido propicio para la PECH previa a 1973— la situación fue de aislamiento y en el plano regional, defensiva en la OEA y excluida de la construcción de alternativas políticas latinoamericanas (Contadora, Grupo de Apoyo y Grupo de Río), que se agregó a la autoexclusión de la integración andina. Aunque se continuó con algunos temas ya incorporados al bagaje de la acción exterior, como el derecho del mar y la protección de la pesca, la acción diplomática no se veía favorecida por la imagen del país.
En ese contexto, el gobierno militar debió lidiar con la creciente amenaza del gobierno militar peruano de la época —que indujo a la reapertura de relaciones diplomáticas y la finalmente fallida negociación de Charaña con Bolivia— hasta llegar al rechazo del gobierno militar argentino del fallo británico sobre el Beagle y la agudización de la confrontación con Argentina. Con todo, la diplomacia de un país aislado internacionalmente y con severas restricciones a sus suministros militares consiguió sortear las más severas amenazas a la seguridad del Estado en un siglo. El Tratado de Paz y Amistad con Argentina de 1986, luego de la mediación del Papa, ha sido un sólido legado para la paz vecinal y continental.
En el plano doméstico, las profundas y duras reformas económicas impuestas abrieron al mercado internacional la economía chilena. Sin embargo, esas reformas no fueron suficientes para producir una plena incorporación del país a los mercados globales, ni para atraer fuertemente la inversión extranjera. Si se examinan las cifras de inversión extranjera en Chile, estas llegan a ser significativas cuando se ha consolidado la transición a la democracia. Otras políticas promovidas ya desde comienzos de los ochenta por el sector privado y la Cancillería —como la apertura al Pacífico— solo se concretó en los noventa con el ingreso al PECC y al APEC, y se afianzó después en los años dos mil con los TLC bilaterales. Con todo, esa orientación hacia la economía externa, ya incorporada en muchas de las instituciones económicas vigentes en esa época, fue un piso desde el cual se basa la incorporación a la globalización.
La reinserción internacional fue el planteo del gobierno de la Concertación, retomando los valores permanentes de la PECH como respeto a los tratados y al derecho internacional, solución pacífica de las controversias, multilateralismo y cooperación internacional, reafirmando el valor de la democracia recuperada y el valor universal de los derechos humanos, que durante la transición habían sido incorporados consensualmente en una reforma a la Carta Fundamental en 1988. Todo lo anterior se reimpulsaría en un nuevo contexto: fin de la Guerra Fría, la desaparición de la Unión Soviética y el predominio unipolar de EE.UU. por dos décadas.
Las relaciones vecinales y la solución pacífica de las controversias existentes pasaron a ocupar un lugar prioritario: con Argentina se concretó la solución por acuerdos directos y un arbitraje de casi todos los temas limítrofes pendientes bajo el presidente Aylwin y se logró un acuerdo no completamente perfeccionado después con el presidente Frei, quien también zanjó con Perú el tema del malecón de atraque para servicio de ese país en Arica. Con Bolivia, se retomaron los diálogos entre los gobiernos y se llegó a avanzar en proyectos que se entramparon con Evo Morales, quien llevó los temas de la salida al mar y del río Silala a la Corte de La Haya, que decidió a favor de Chile. Con Perú, también se siguió la vía de la Corte Internacional de Justicia en el diferendo de la delimitación marítima. La nueva perspectiva ha permitido un largo camino de creación de más sólidos lazos con Argentina, Perú y también —en menor medida— con Bolivia, vía relaciones político-diplomáticas, acuerdos comerciales y otros que han permitido construir vínculos vecinales más resilientes.
Chile inmediatamente después de 1990 volvió a la diplomacia regional y subregional. Su papel en el Grupo de Río —incluida su proyección externa— fue muy importante y después continuó con presencia constructiva, destacando las gestiones en la crisis de Argentina de 2002 y de Bolivia en el 2008. La noción de democracia fue promovida a nivel regional en la OEA con la resolución N° 1.080 aprobada en la Asamblea General de Santiago en 1991 y que culminó con la Carta Democrática Interamericana de 2001. Chile ha sido muy activo también en temas como medidas de confianza mutua en la región y en la revisión de concepto de seguridad. El excanciller José Miguel Insulza fue secretario general de la OEA (2005-2015).
Chile inmediatamente después de 1990 volvió a la diplomacia regional y subregional. Su papel en el Grupo de Río —incluida su proyección externa— fue muy importante y después continuó con presencia constructiva, destacando las gestiones en la crisis de Argentina de 2002 y de Bolivia en el 2008.
A nivel global, la presencia en Naciones Unidas ha sido muy activa en derechos humanos, tanto a través de su diplomacia como de notables expertos (en la Conferencia de Viena y en la Comisión, el Consejo, sus órganos y los órganos de tratados de derechos humanos), impulsando el desarrollo progresivo del derecho internacional de derechos humanos; en temas sociales, como impulsores de la Cumbre de Desarrollo Social y en el inicio del proceso de los ODS y ODM, junto a la incorporación el concepto de trabajo decente; y dos veces como miembros del Consejo de Seguridad, proyectando una sólida imagen de apego al derecho internacional. El embajador Juan Somavía fue director general de la OIT (1999-2012) y la expresidenta Michelle Bachelet, alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (2018-2022).
Esa acción ha ido acompañada de una sólida participación en la arquitectura económica internacional. Activa en la transición del GATT a la OMC y con una estrategia de negociaciones económicas bilaterales y después plurilaterales para lograr acuerdos de libre comercio que consiguieran no solo el ingreso a nuevos mercados, sino garantías de mantención de esos beneficios. Más allá de lo que algunas apreciaciones superficiales señalaron, no se trató de meros acuerdos comerciales. Son normas que establecen vínculos entre países, empresas y sociedades que aprovechan mutuamente de los beneficios. Las redes establecidas han sido soporte de las posibilidades de desarrollo del país, incluyendo la creación de numerosos puestos de trabajo.
Esta red empezó con acuerdos con países latinoamericanos, fundamentalmente en los noventa. Su límite ha estado en los grados de apertura y de compromisos que cada socio ha estado dispuesto a asumir.
La construcción de los acuerdos con Europa ha sido compleja y pasó por la tarea de colaborar primero en la asociación entre América Latina y Europa (hoy, ALCUE) y después por lograr el reconocimiento de la mayor apertura chilena para facilitar la negociación de nuestros Acuerdos de Asociación con la UE, cuya tercera versión está llegando a la etapa de firma este año.
Con Estados Unidos el proceso fue largo: comenzó con el interés del presidente Aylwin, siguió con Frei y solo culminó con el presidente Lagos en el acuerdo cuyo 20º aniversario acabamos de celebrar. Con Canadá tuvimos un proceso más rápido.
Con los países del Asia, el camino también tuvo vericuetos. El acceso a APEC conseguido en 1993 y materializado en 1994 permitió fortalecer y desarrollar lazos bilaterales con Singapur, Japón, China, y también con Australia, Nueva Zelandia, Malasia, Tailandia, Indonesia y Vietnam, que se han materializado en los dos mil en sendos TLC bilaterales. Otro tanto se hizo con Corea. El primer TLC plurilateral transpacífico, el p4 (Chile, Singapur, Nueva Zelandia y Brunéi), fue la base del TTP promovido por EE.UU. que culminó en el CPTTP en 2017. La reciente ratificación chilena es entonces la culminación de un largo proceso, una política exterior de Estado, que abre puertas para seguir avanzando en las complejas relaciones económicas internacionales contemporáneas.
El sistema internacional presenta hoy profundas transformaciones: desde 2014 se acelera un cambio en la estructura de poder mundial y el ascenso de China lleva a una cada vez más compleja confrontación con EE.UU. a la que se van uniendo sus aliados, cuyas consecuencias debemos dimensionar a la luz de principios e intereses.
La invasión rusa a Ucrania rompe las reglas de juego, generando nuevas tensiones y alineamientos. La imposición de sanciones tiene un efecto más allá de los beligerantes. Surgen visiones que privilegian nuevos alineamientos como los BRICS1 —cuya distancia de una de las partes no es siempre apreciable— y se complejiza el tema de cómo manejar los cambios internacionales.
Lo anterior también incide en las normas económicas internacionales. Se acusa a China de no cumplirlas y EE.UU. abandona su participación en el sistema de solución de controversias de la OMC.
Chile se ha centrado en lograr acuerdos para una nueva Carta Fundamental. Se trata de un proceso inconcluso, pero del proyecto presentado a la Convención Constitucional y de las primeras reacciones que ha suscitado, pueden deducirse ciertas líneas que deberían redundar en orientaciones de aceptación generalizada y márgenes de acción internacional amplios que tendrán los nuevos poderes.
Primero, se trataría de una constitución «no programática», lo que debe dar latitud para políticas exteriores que resguarden los principios fundamentales. Entre esos, vislumbramos —directa o indirectamente— los principios tradicionales de la PECH: soberanía, respeto a los tratados y al derecho internacional, multilateralismo y cooperación internacional y política exterior de paz. Se presenta una estructura democrática que debe ser congruente con nuestro actuar exterior y se establece el valor universal de los derechos humanos, lo que debe entrar en la pauta internacional. Se trata de principios, no de programas rígidos. En esa categoría debería incluirse también la participación en la economía internacional, dentro de un rango de ajustes que se deben definir.
Así, por ejemplo, la clara afirmación de la no intervención, la condena a la agresión, el no uso de la fuerza y el respeto a los tratados internacionales, que el presidente Boric ha sostenido en relación con la invasión rusa a Ucrania, están dentro de esos lineamientos. Otro tanto ocurre con las reiteradas condenas a las violaciones de derechos humanos que él ha realizado en el caso de las situaciones en diversos países.
Esa orientación, que emana de la tradición constitucional, permite reafirmar la independencia posible de la PECH en su actuación para el cumplimento del derecho internacional y para su modificación dentro de los cauces internacionales aceptados. De ahí la adhesión al multilateralismo, a la carta de las Naciones Unidas, al sistema regional al que estamos obligados y el interés de Chile en un sistema económico internacional reglado. Se trata de avanzar en nuevas reformas que debemos promover y no de rediseños arbitrarios en los que no participamos.
Para Chile, un orden internacional reglado y un sistema económico internacional respetado que garantice el libre comercio es clave para relanzar nuestro progreso en el mundo. La OMC y sus normas, que hay que adecuar a los nuevos desafíos, son del interés de un país conectado al mundo. La participación en el CPTTP —que es un sistema plurilateral avanzado— nos da potencialidades de mayor influencia. Nuestra pertenencia al Acuerdo de Economía Digital (con Nueva Zelandia y Singapur) ya es de gran interés entre los formuladores internacionales de reglas económicas.
La incorporación de nuevas ideas en comercio y economía verde serán clave para potenciar nuestros recursos energéticos verdes, el litio y otras actividades mineras, de manera de favorecer el desarrollo sustentable y ecológicamente equilibrado, así como de promover la protección del medio ambiente oceánico y los recursos marinos y antárticos, dándoles mayor centralidad en la PECH. Junto a los derechos de la mujer y a la protección laboral, pueden desarrollarse en procesos que efectivamente incidan en cambios de reglas generales con amplia aceptación.
Las innovadoras ideas que impulsara nuestra diplomacia económica desde los noventa deberán renovarse para ocupar nuevos espacios de negociación e implementación. Cambios en los procedimientos de arbitraje empresa-Estado deben seguir los cauces de modificación acordados. Se requiere abordar los crecientes desafíos en temas cada vez más complejos que deben regularse dentro de un horizonte de agotamiento de perspectivas tradicionales.
Las innovadoras ideas que impulsara nuestra diplomacia económica desde los noventa deberán renovarse para ocupar nuevos espacios de negociación e implementación.
La política regional también deberá enfrentar nuevos desafíos. A nivel de la OEA, tal vez el primer paso sea suprimir la diferencia entre los gobiernos reales y los «acreditados», y fortalecer órganos clave, como la Corte y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, comenzando por una fuerte inyección presupuestaria.
Los cortos ciclos de los proyectos de integración en América Latina y sus subregiones tienden a agotarse. Ha habido incapacidad de los organismos encargados de implementarlos y lograr resultados, antes de que cambios en uno o varios de sus miembros los debiliten. Ciertamente no se da la mantención y profundización de parámetros políticos comunes de la integración europea (que, si bien hoy empieza a tener dificultades, ha mantenido los estándares) y no se consiguen las confluencias de las políticas económicas necesarias para avanzar en cada proceso (frente a lo cual, muchas veces se plantean objetivos aún más audaces, como la moneda única, sin siquiera cumplirse los jurídicamente vigentes).
En esta situación, parece más razonable un énfasis más pragmático: empezar por reconstruir al «actor», reactivar un foro periódico de Presidentes, y posiblemente de Cancilleres, para recuperar una visión más ajustada de los «otros» y de las posibilidades de acción común; utilizar las organizaciones técnicas existentes para preparar planes acotados de acción común entre algunos o todos los países miembros; buscar acuerdos para fusionar organismos y facilitar mejor diálogo con las contrapartes nacionales. Estas y otras medidas pragmáticas, como el aumento del comercio y la inversión intrarregional, implementar planes existentes de infraestructura y logística, de facilitación de comercio y utilización y ampliación de los tratados de libre comercio en el marco de ALADI con la meta de una efectiva área de libre comercio sudamericana, fueron aprobadas recientemente en Brasilia. Si orientan el esfuerzo de cada país, probablemente serían más eficaces que abocarse a un nuevo rediseño de la arquitectura regional.
Será la implementación de esos principios tradicionales, con las modificaciones realizadas por los cambios internos y las realidades del entorno internacional, las que deben enmarcar las definiciones de PECH que harán el presidente y las autoridades que establezca la Constitución en los próximos cincuenta años.