A cinco años del estallido: En búsqueda de lecciones

Observar el estallido social en perspectiva, considerar las demandas sociales no respondidas y evaluar «aprendizajes» tras este lapso de cinco años: temáticas para la reflexión de tres analistas invitados por revista Mensaje (diálogo disponible en audio y video).

Se cumplen cinco años desde que el 18 de octubre de 2019 —luego de días de protestas por el alza de las tarifas del transporte público— comenzaran masivas manifestaciones ciudadanas y también actos vandálicos que durante semanas remecieron al país.

Solo cesaron en marzo del año siguiente, debido a las restricciones derivadas de la pandemia de coronavirus, aunque el proceso social y político continuó con una Convención Constitucional (julio 2021-septiembre 2022) y un Consejo Constitucional (junio 2023-octubre 2023) cuyas propuestas de reemplazo de la Constitución fueron rechazadas, respectivamente, en los plebiscitos de septiembre 2022 y diciembre 2023.

Sobre esta materia presentamos a continuación un diálogo con tres destacados analistas.


 

Aunque numerosos libros y estudios académicos publicados desde el inicio del estallido social han propuesto explicaciones de sus orígenes y también relatos de sus consecuencias, a cinco años de octubre de 2019 ese ejercicio de reflexión mantiene pleno vigor. Por tratarse de un tema que ha tenido presencia permanente en las páginas de revista Mensaje, optamos por darle espacio nuevamente, enfrentando a tres analistas a tres preguntas básicas sobre ese momento y los meses que le siguieron. ¿Qué interpretación tienen hoy de lo ocurrido? ¿Cómo actuar para abordar las demandas expresadas en ese tiempo y que hoy están pendientes? ¿Qué aprendizajes es posible obtener de este periodo?

Josefina Araos es licenciada y magíster en Historia, e investigadora del Instituto de Estudios de la Sociedad. Actualmente, realiza un doctorado en Filosofía en la Universidad de Los Andes. El año 2021 publicó El pueblo olvidado1, libro en el que alude al fenómeno del populismo.

Alfredo Joignant es sociólogo y profesor de Ciencia Política en la Universidad Diego Portales, y cuenta con un doctorado en esa área en la Universidad de París i. Es investigador en el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, COES.

Ignacio Walker es abogado, cientista político y académico universitario. Fue presidente de la Democracia Cristiana (2010-2015) y ha sido diputado, senador y ministro de Relaciones Exteriores.

Juan Cristóbal Beytía (J.C.B.): A cinco años, ¿cuál es hoy su interpretación de lo ocurrido? ¿Qué lectura pueden hacer?

Josefina Araos (J.A.): Es una pregunta difícil y no voy a decir que tengo más respuesta hoy que ayer. A todos nos pilló por sorpresa. Recuerdo un coloquio en el Instituto de Estudios de la Sociedad en el que Kathya Araujo nos dijo que la pregunta que ella se hacía era «por qué el estallido no fue antes». Y esa pregunta evidencia que el estallido mismo fue una sorpresa. Unos podrán haber dicho que iba a venir antes o que no iba a venir nada de eso, o bien que iba a venir después, pero nadie sabía que iba a venir así. Y el «así» es relevante, no solo por el 18 de octubre o por las protestas de los estudiantes, etc., sino porque es parte del nudo dramático del conflicto de ese momento, que estuvo marcado por el caos, básicamente, y luego marcado por la violencia progresiva que culmina con la quema de las estaciones del metro. Y ese «por qué fue así» involucra también la pregunta de por qué las personas no salieron a pedir ellas mismas la reacción fuerte de aseguramiento del orden por parte del Gobierno.

Discrepo de interpretaciones románticas que se han hecho o de las teorías que dicen que todo estuvo articulado. Es cierto que el enojo ciudadano ya existía. Si usamos el término del PNUD, el «malestar» estaba antes, pero no se había despertado la misma reacción. Recuerdo las entrevistas fuera del metro, con la ciudad paralizada y la gente caminando en masa diciendo: «¡Ya basta, ha sido demasiado!». Algo había que las personas prefirieron salir a decir «ya basta» y no salir a pedir el restablecimiento del orden porque eso era el caos. Y es que era el caos, aunque el diputado Gonzalo Winter haya dicho (como lo escuché ayer) que ese fue un día «hermoso». Me llama la atención que haya dicho eso. Entiendo que puedan decir eso de la marcha o de las marchas que vinieron después, pero ese día no fue precisamente hermoso. Puede haber sido impactante o potente, pero no bello. Era, sobre todo, un día paralizante.

Considero que la pregunta de por qué la gente salió así es una pregunta que permanece abierta. Y esa conducta dejó a la política en la encrucijada, porque la gente le estaba diciendo a la política que fue necesario esto para que ustedes, los que conducen la política, actúen.

Desde entonces, lidiamos no solo con manifestaciones violentas, sino con el problema de la legitimación de la violencia en el ámbito de la política. Y esto no pasa solo por la existencia de sectores de la política en relación ambigua con la violencia, sino también porque la violencia se hizo un lugar y porque se estableció la idea de que si no hubiera sido por la violencia, la política no reaccionaba. Eso es una tragedia para nuestra política.

Cierro solo para decir una obviedad, pero creo que es bueno recordarla tanto para los románticos como para los tentados de ver un puro «estallido delictual», como le han puesto. Hubo violencia y saqueo, a la vez que había también un descontento justo y legítimo de la ciudadanía, ante un conjunto de demandas que están ahí a la espera, y esa es parte también de nuestra tragedia.

¿QUÉ FUE EL ESTALLIDO?

Alfredo Joignant (A.J.): No escuché a Gonzalo Winter, pero puedo imaginarme lo que dijo y puedo incluso entenderlo. Aquí hay que ser súper honesto. Yo también experimenté emoción al inicio del estallido. Y eso es porque este tipo de acontecimientos reactiva un inconsciente revolucionario que está incorporado en la cultura. Ahora bien, distinto es quedarse en la emoción y no razonar. Eso sería una anomalía.

Respecto de la pregunta «¿qué fue el estallido social?». Creo que es una pregunta profundamente enigmática. Esta expresión de acción colectiva mucho se parecía al inicio a lo que se conoce como riots, pero los riots no duran y esto duró mucho: por lo tanto, no fue un riot. Tampoco fue un movimiento social en constante actividad. Para responde a esa pregunta, hay que descomponerla: la voy a responder con cinco interrogantes.

¿Cómo nombrar al «estallido social»? El término que se impuso es «estallido» y me parece que es el mejor término. Esa connotación volcánica hace justicia a lo que efectivamente ocurrió. Pero hay otros términos también, que han aparecido en los ensayos sobre ese momento —sobre todo, en Estados Unidos—, como social outbreak, social outbrasing, social outburst, etc. En Chile, «asonada», «revuelta», «levantamiento popular» y, evidentemente, «estallido social» con todos los adjetivos: «estallido delictual» —lo que dice Lucy Oporto—, en fin. En esta primera pregunta está la cuestión de por qué y cómo se impuso este término. Algún día alguien tendrá que hacer la historia social del término. Porque si las cosas se nombran con tanto éxito es porque hay razones para que eso ocurra.

Segunda pregunta: ¿cuándo comenzó el estallido? Josefina dice que el 18 de octubre. Yo discrepo, pero discrepo en un sentido…

J.A.: Es antes…

A.J.: Exacto. Acabo de sacar un libro en Estados Unidos con Nicolás Somma2, que es pura medición, cuyo capítulo 2 es sobre el estallido social. Medimos eventos contenciosos y tenemos veinte años de datos con el observatorio que tenemos con el centro COES (Centro de Estudio de Conflicto y Cohesión Social), y con noventa variables, trabajamos con cinco diarios nacionales, pero, sobre todo, con trece diarios regionales. Puedo decirles que es impactante la cantidad de hechos de regiones que nosotros no alcanzamos a ver. Hay registros diarios de los eventos contenciosos. Pues bien, tres días antes del 18 de octubre estos ya habían aumentado en número y el actor predominante no eran los estudiantes, sino los vecinos, en todo Chile. Es decir, el origen del estallido es descentralizado.

Tercera pregunta: ¿cuándo termina el estallido? Tampoco es evidente. Todo el mundo lo asocia al 15 de noviembre con el «Acuerdo por la paz social y la nueva constitución». Efectivamente, esa solución institucional encauzó el proceso. Sin embargo, aunque ese hecho participa de la solución, siguió habiendo expresiones de descontento social, incluso en enero. Y en marzo volvió a partir. Incluso en la primera semana de la pandemia hubo expresiones de descontento.

¿QUÉ ENTENDEMOS POR «ESPONTÁNEO»?

A.J.: Cuarta pregunta: este estallido social, ¿fue espontáneo, premeditado u organizado? A la luz de los datos que acabo de mencionar —origen descentralizado y participación de los vecinos—, fue espontáneo en el sentido de que no hubo una programación del acontecimiento. Digámoslo así: no hay una conspiración. Sin embargo, no es espontáneo desde el punto de vista de la sociología de la acción colectiva. No lo es, porque en el origen de cualquier fenómeno de acción colectiva hay siempre una infraestructura social operando. El vecindario es una infraestructura social. Es un elemento que da organicidad —un armazón—, como pueden serlo también la sala de clases o un grupo de amigos. Está ahí la teoría de la movilización de recursos, que hay que tomar en cuenta. Por lo tanto, a la pregunta de si el estallido fue espontáneo o no, debe responderse primero qué es lo que entendemos por espontáneo. Sin embargo, esto de que espontáneamente millones de personas salieron a protestar y algunas de ellas a expresar rabia a través de la violencia me parece de un completo irrealismo. Así no ocurren estas cosas.

Última pregunta: ¿qué quedó del estallido? Es una pregunta abierta. Estamos presenciando luchas por definir y redefinir el acontecimiento. Lo relato con dos ejemplos. Acaba de salir el documental La revolución rechazada, que conecta el estallido con la Convención y sostiene la tesis de que sí hubo premeditación. Yo estoy completamente seguro de que eso es un delirio, pero eso participa de la definición de lo que ocurrió. Ese documental rivaliza con el documental Oasis —que se estrena el 7 de noviembre—, del Colectivo Mafi, que conecta el estallido con la Convención Constitucional [julio 2021-julio 2022] y que ofrece una interpretación en clave medioambientalista: comienza con niños bañándose en un mar contaminado y luego alude varias veces a la crisis climática. Y, a mi parecer, el elemento más revelador en esta producción está en sus momentos finales, cuando la Convención se autodisuelve y la imagen queda en la Sala de Sesiones del Congreso. Ingresan cuatro mujeres jóvenes a hacer el aseo. Se escucha que hablan entre ellas y sus palabras representan un juicio a lo que ocurrió en el estallido y en la Convención. Una dice: «Uf, dejaron todo sucio». Otra le responde: «Sí, poh. Y ni las gracias nos dieron». Muy elocuente. Feroz.

PRETORIANISMO DE MASAS

Ignacio Walker (I.W.): A cinco años del estallido, ya contamos con una cierta reflexión y podemos tener una perspectiva. Existe una indagación sobre el tema y yo voy a aventurar una hipótesis, que está en mi libro Réquiem por el Chile del estallido social3. Lo que sabemos es que el alza de la tarifa del metro en 30 pesos gatilló un proceso que llamamos «estallido social» y a los pocos días eso se transformó en una consigna —las consignas callejeras son muy importantes para entender estos fenómenos— que decía no son 30 pesos, son 30 años. De trasfondo hubo un cuestionamiento radical al proceso político de la transición democrática de los gobiernos de la Concertación y de los últimos treinta años. Así es como se desata. ¿Cómo interpretarlo? Simplificando, podríamos decir que desde la derecha el estallido social fue un tema de orden público. Y ahí está la presión que recibió el presidente Sebastián Piñera en noviembre, antes del acuerdo del día 15, de sacar los militares a la calle y declarar el estado de sitio, considerando que lo importante era la mano firme del Estado. En tanto, por el lado de la izquierda, la interpretación es que detrás del estallido social hay una razón estructural, que es el tema de la desigualdad y las desigualdades. Pues bien, tengo una tercera interpretación, distinta y crítica de ambas anteriores.

Creo que hay un primer nivel —en la superficie, pero importante— en que el estallido social es una reacción de rabia y de cuestionamiento a los abusos y privilegios de las élites dirigentes políticas y empresariales, agravado esto por las dos o tres frases de ministros del presidente Piñera en los días anteriores, que eran realmente otra forma de incendiar la pradera. Sin embargo, debajo de la superficie —y aquí voy a mi hipótesis— está la explicación más profunda del estallido social: este es una manifestación extrema del acelerado proceso de crecimiento, modernización y desarrollo de los últimos treinta años en Chile, que por definición —y esto está en la sociología política desde los años sesenta— genera tremendas tensiones, contradicciones y desigualdades. La tesis de Samuel Huntington en 1968 en su estupendo libro El orden político en las sociedades en cambio, dice que la modernización es en sí misma disruptiva y, en el extremo, puede producir lo que llama «un pretorianismo de masas» cuando las instituciones no son capaces de canalizar las demandas asociadas a un proceso de modernización.

Creo que el 18 de octubre de 2019 estuvimos enfrentados a la posibilidad de una situación prerevolucionaria de izquierda o preautoritaria de tipo fascistoide. La sensación de vacío de poder, de anomia, de anarquía, de violencia puede conducir en una u otra dirección… Por eso la genialidad de la llamada —y mal llamada y vilipendiada— clase política chilena de haber logrado el viernes 15 de noviembre de 2019 a las 3:00 de la mañana un Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución. Estuvieron allí Gobierno y oposición, salvo el Partido Comunista, salvo Convergencia Social, pero sí el presidente Boric y de ahí viene su liderazgo… El sociólogo catalán Manuel Castells vino a Chile un mes después del estallido y ahora se lo puede escuchar en una charla en el Centro de Estudios Públicos4. En ese momento nos dijo que lo que vivíamos en Chile no era un fenómeno chileno y citó una docena de casos. Cuando las situaciones sociales de demandas, aspiraciones, frustraciones y expectativas no se manejan, conducen ni procesan a tiempo por vía institucional, hay un desborde institucional. Eso es el «pretorianismo de masas». Eso es lo que creo que hubo en el estallido social.

J.A.: Estoy de acuerdo con todo lo dicho, pero aún así no está resuelto qué fue la parte violenta más articulada de la quema del metro. A raíz de lo enigmático que subrayó Alfredo, eso es algo que no está referido solo a lo de la manifestación ciudadana, sino también a la violencia. Uno trata de hacer la separación en el análisis, pero resulta que estuvo todo bien mezclado en la realidad, y por eso algunos se quedan más con una y otra se quedan más con otra. Los enigmas están también en esos lados, o sea, no se sabe qué pasó ese día. Efectivamente la derecha presionaba por orden público y estaba mal que presionara solo por orden público y creyera que ese era el único problema, aunque este haya sido un problema efectivo. Han aparecido crónicas que señalan cómo la Moneda estuvo muy cerca de ser asediada. El Estado estuvo a punto de ser desbordado y eso es parte de las deudas que tiene hoy; es decir, tiene deuda en su tarea de lograr orden público, como también las tiene respecto de las otras demandas sociales.

CÓMO SE PROCESAN LAS DEMANDAS

J.C.B.: El estallido social expuso demandas importantes pendientes. Al mismo tiempo, hizo ver un quiebre en la relación entre la ciudadanía y las instituciones, relación que creo que en Chile es un capital todavía importante. Pero se visibilizaron también movimientos sociales, como intérpretes de las demandas. Ahora, el PNUD muestra en su último informe discrepancias entre la ciudadanía, los movimientos sociales y las élites a la hora de priorizar esas necesidades. ¿Cómo podemos procesar hoy esas demandas sociales?

J.A.: Esto es parte de la tragedia que tenemos. Lo es, porque además fracasamos dos veces en el proceso constituyente. Ayer estuve conversando con Matías Bargsted sobre el último Estudio Longitudinal Social de Chile (ELSOC), quien dice que ha habido una revalorización del voto y que la ciudadanía está tomando conciencia del valor de su voto; dice que ha habido resultados con mayoría, en los que las personas sienten que su voto es incidente, y que por lo tanto hay ahí una ganancia. Sin embargo, obviamente la política fracasó en su oferta de hacer un camino constitucional. Y los fracasos son más. Porque también se fracasó en el diagnóstico. El Gobierno de Piñera era el que estaba en el poder cuando llega el estallido. Y de hecho es interesante la pregunta de si acaso sin un gobierno de derecha se habría dado el estallido o no. Pero el diagnóstico de ellos, de quienes estaban en el gobierno, era errado. Se quedaron paralizados. Se quedaron sin nada que ofrecer. En parte, porque por algo estaban hablando del «oasis»: había un punto ciego que revelaba que no tenían una adecuada lectura del Chile de ese momento.

Sin embargo, la izquierda, sobre todo aquella que se identificó románticamente con el estallido, también fracasó, y rotundamente. Entonces, hoy no existe un diagnóstico a nivel de la política. Sí los hay en otras instancias, como en el informe del PNUD y otros que son informes muy ricos y ayudan a armar una idea o un mapa de la sociedad chilena de hoy. Pero la política ha fracasado en sus diagnósticos y por eso parece estar a la deriva, como también lo están los movimientos sociales, que no parecieran estar mejor articulados con la ciudadanía; no lo están, al menos, los que tuvieron capacidad de incidencia y llegaron a la Convención.

Esto también lo mostró un estudio del COES que me tocó presentar a inicios del 2022, en el que aparecía el nivel de actividad política de las personas, es decir, cuán activas eran políticamente. Kathya Araujo, que también fue una de las presentadoras, advirtió que hay un grupito chico que está muy activo y con capacidad de incidencia, pero que la gran mayoría no está activa y solo participa votando, y no tiene capacidad de incidencia. Atención, entonces, porque generalmente asumimos que el movimiento social está más cerca de las bases, pero eso no garantiza su representatividad ni su transversalidad. Eso de alguna manera se demostró con el resultado de la Convención, cuando el 4 de septiembre de 2022 se manifestó la ciudadanía y se observó una masa de votantes nueva, ciudadanos que no estaban votando antes. Y esas personas pareciera que no están en ningún lado. ¿Dónde están, en rigor, esas mayorías? No están en los partidos. No están necesariamente vinculadas a los movimientos sociales. No están en los sindicatos. ¿Dónde están? ¿Dónde las está observando la política para poder interpretarlas? Es importante que la política esté leyendo no solo al PNUD, al COES, a la encuesta Bicentenario de la U. Católica o a la del CEP, porque por sí misma no tiene cómo conocer a una masa de votantes que llegó a ser determinante de aquí en adelante —bueno, si es que no arruinan el voto obligatorio— y que va a cambiar el panorama y generar más incertidumbre debido a lo impredecible del comportamiento político de la ciudadanía. Quienes dirigen la política no conocen a esta población. Por eso se produce esta dinámica patológica tan clientelar, tan instrumental, tan transaccional, en la que la política piensa que tiene que enganchar como sea con la población: por eso se aceptan los retiros de las AFP y se adoptan otras malas decisiones. Aunque sea nocivo, se acepta; al fin y al cabo, lo que importa es lograr adhesión, aunque sea por un tiempo breve, y de esa manera se producen esas dinámicas patológicas en las que la política va dando palos de ciego. Es muy difícil hoy mediar entre las demandas ciudadanas y la política.

INGOBERNABILIDAD Y POLICRISIS

A.J.: Concuerdo con Josefina en cuanto a que la quema del metro es un verdadero enigma científico y policial. Fueron acciones simultáneas y me asombra que no sepamos responder la pregunta sobre su origen… Respecto del tema del voto, hay también un enigma. Recordemos que para la elección de los consejeros constitucionales [mayo de 2023] hubo más de dos millones de votos nulos. No pasemos eso por alto. ¿Cómo interpretar esa cuestión? Pienso que ese Consejo Constitucional [junio 2023-noviembre 2023] fue también sobreinterpretado. Lo fue del mismo modo que la Convención.

Tenemos que pensar en términos globales, pues este no es un problema chileno. Yo vengo un par de veces al año Francia y observo que este país está ingobernable, y no solo por razones electorales, sino porque los franceses están muy enojados… Y también lo están los alemanes, y en Inglaterra, en Birmingham, hubo riots importantes… En todo esto hay algo que identificar y eso es lo que hace la literatura sobre el populismo, que tal vez está un poco rutinizada y tiende a aburrir, y es algo que estudia y confirma algo que teníamos en COES, pues también hicimos una encuesta a las cuatro élites. Hay acá un problema definitivamente irreparable y es con las élites. Creo que es irreparable y creo en Chile está alcanzando niveles extremadamente preocupantes con el caso Hermosilla porque está tocando una herida abierta, a la cual no solamente no se le está sanando, sino que se le está echando sal. Esta cuestión de las élites es un fenómeno global.

Tomé plena conciencia de este problema con el Brexit. Había mucho reportaje periodístico en el que a las personas comunes y corrientes se les decía que todos los expertos afirmaban que esa separación de la Unión Europea por parte de Gran Bretaña era algo malo, irracional e ineficiente. Y las personas respondían: Me da lo mismo lo que digan los expertos, yo no quiero estar en la Unión Europea… Pareciera que hay un antintelectualismo, una postura anticientífica y, en el fondo, antiélite que no admite razones. La pregunta es, entonces: en esas condiciones, ¿cómo se gobierna? Es evidente la respuesta: se gobierna de manera muy difícil y se gobierna mal. Es así, porque las élites gobernantes parten dañadas y no pueden recuperarse. Son muy pocos los gobernantes en el mundo que tienen 50% de popularidad —en cualquier momento de su mandato— y que un primer ministro o presidente que termine su mandato con 45% de popularidad es ya excepcional.

Lo último: Chile está experimentando, junto a su crisis de las élites, un fenómeno que no es tan nuevo, pero que llegó a niveles muy inquietantes, que en la literatura se conoce como «policrisis». Los Estados están enfrentando varias crisis simultáneas, que se suman a las crisis locales: la crisis climática, la crisis energética, la crisis inflacionaria, la crisis de seguridad, etc. Estoy leyendo el último libro del escocés Michael J. Albert —vinculado a una literatura relativamente nueva que podemos llamar estudios del futuro— que se titula Navegando en la policrisis5, en el que nos dice que la navegación es a ciegas.

Durante mucho tiempo, fui muy nostálgico de los esfuerzos por lograr miradas a largo plazo y que creo que es lo que falta en todos los países. Pues bien, no estoy seguro de que sea posible esto de analizar un país a veinte años plazo. ¿Cómo va a ser Chile en un par de décadas? No tengo idea. Vamos a estar viviendo en policrisis. Y vivir en policrisis es gobernar en policrisis. Es muy difícil, si lo sumamos a una crisis social.

LA DESCONEXIÓN DE LAS ÉLITES

I.W.: En relación con el tema de la violencia, uno de los capítulos de mi libro Réquiem por el Chile del estallido social tiene como título «Una falla geológica del Estado». Más que un tema de régimen político, democracia o instituciones, este es un tema del Estado: desde hace unos quince o veinte años, al Estado en Chile se le han disputado territorios, lo que significa que el Estado va perdiendo el monopolio de la fuerza —en la vieja expresión de Max Weber— en favor de la privatización de la violencia, que está en la delincuencia común, en el micro y narcotráfico, el crimen organizado transnacional o la violencia en la Araucanía. La expresión de violencia del estallido social es parte de esta realidad. Es decir, la razón de ser del Estado moderno, desde Thomas Hobbes en el siglo XVII en adelante, cual es proveer de seguridad a las personas y tiene por tanto el monopolio en el uso legítimo de la fuerza. El respeto a esa idea se rompió en el estallido.

En relación con la desconexión entre las élites y la gente, puedo decir que esto es más viejo que el hilo negro. Los teóricos de la democracia elitista de hace un siglo ya lo dijeron. A comienzos del siglo XX ya describieron lo que ellos asociaban a la democracia representativa como la ley de hierro de las oligarquías. La democracia representativa siempre va a tener un problema de representación. El 2006, el libro La crisis de la representación democrática en los países andinos6 ilustra muy bien sobre esto. La democracia representativa siempre va a tener una tendencia elitista y, por lo tanto, hay que tratar de complementarla con formas crecientes de participación, para lo cual hay muchas fórmulas que se pueden explorar. Hay que observar que en los últimos cinco años el protagonismo ha sido de la gente. En las decisiones sobre la Convención Constitucional y sobre el Consejo Constitucional fue la gente la que decidió en el marco del voto obligatorio —esto hay que aplaudirlo de pie—, hubo una ciudadanía de alta intensidad. En 1968 Huntington decía que para evitar el desborde institucional y para evitar el pretorianismo de masas —insisto en que él decía que la modernización es disruptiva y produce movilización social e inestabilidad— tenía que haber instituciones que permitan canalizar y procesar estas demandas: instituciones que él describía como autónomas, complejas, racionales y coherentes. Por eso Chile echó mano el 15 de noviembre a lo que es su historia, a los recursos históricos, políticos e institucionales que surgen de nuestra cultura política, y logró canalizar esta demanda por la vía institucional y politizar a la sociedad chilena. Hay muchas cosas que son lamentables de la Convención Constitucional, pero tuvo como efecto una gran politización de la sociedad chilena. Eso se anota en la columna del haber y no en la columna del debe. Hubo un momento de politización que nos significó preguntarnos no solo por el tipo de Constitución que queremos, sino por el tipo de sociedad, y ese momento fue positivo. Y la gente es sabia y optó por la Constitución actual. Radical e impresionante. Se intentó una fórmula partisana y refundacional de la izquierda dura —pc, Frente Amplio y Lista del Pueblo— que fracasó. Se intentó luego una involución conservadora del Partido Republicano en el Consejo Constituyente y fracasó. Y la Constitución decía que la alternativa a aquello no es la Constitución de 1980, sino que la Constitución actual. Por lo tanto, se la dotó de legitimidad. Esta ha sido reformada setenta veces en los últimos 35 años. Hay un estudio de Gonzalo García que indica que el 80% del texto de esta Constitución ha sido dictada después de 1989. Ese tema, para mí, está resuelto. ¿Qué significa eso? Que el camino de la democracia es la Reforma, no la Revolución, como estuvo en ciernes después del estallido social. No la refundación, como estuvo explícito en la Convención Constitucional. No la involución, como fue el proyecto conservador del Partido Republicano.

APRENDIZAJES: EL VALOR DE LO GRADUAL

J.C.B.: En opinión de ustedes, ¿qué aprendizajes podemos obtener de estos cinco años, pasando por dos procesos constituyentes y los resultados electorales?

J.A.: Respecto de las lecciones, no sé si estas presentarlas como aciertos o errores. Pero yo me he vuelto una fan del voto obligatorio. Creo que esa ha sido una ganancia muy importante, aunque algunos puedan considerarla accesoria al haber sido parte de los acuerdos que se establecieron para los plebiscitos. Eso abrió un escenario inédito del que creo que la política tiene que hacerse cargo porque esa ciudadanía que se le escapa aparece ahí, en ese voto obligatorio. Esa ha sido una ganancia de todo este ciclo.

Otra ganancia que hay que observar con realismo es el valor de lo gradual. De alguna manera lo muestra ahora el PNUD en su último informe, o también en distintos informes, como «Tenemos que hablar de Chile», que es interesante, más que el reformismo en sí mismo, el valor de la gradualidad porque la gradualidad da certidumbre. Es valiosa no porque represente poca decisión o porque signifique aprobar e ir lento porque sí. Se trata de no pasar a llevar cosas valiosas. Lo dijo, en una muy buena afirmación, el propio presidente Boric en la presentación del informe del PNUD cuando dijo que la gente sabe que los cambios toman tiempo y que es bueno que se lo tomen para que las cosas se hagan bien. La incertidumbre y la inestabilidad afectan sobre todo a las personas que están en situaciones más precarias. Ha habido valoración de la gradualidad, aunque eso también es un dilema y no sé cómo puede resolverlo la política en relación con los consensos que se le pide que alcance, pues aparece constantemente en los estudios que la gente quiere acuerdos, aunque estos impliquen ceder.

Vinculado con ese punto está también el rechazo a la «refundación». Y lo está también la consideración de qué es una lectura adecuada a la historia de nuestro país. La tesis del «oasis» estuvo equivocada, pero la tesis del «despojo», también. Esta idea de no eran 30 pesos son 30 años, que estuvo como premisa para lecturas refundacionales y que estaban desde antes —recordamos a Jaime Bassa, escribiendo sobre una reconstitución de la sociedad a partir de un nuevo texto constitucional—, fue refutada por la gente y esta es una lección potentísima. La gente no cree que su historia de las últimas tres décadas sea una farsa. Las demandas de la ciudadanía han correspondido, más bien, a un reclamo por los abusos de parte de los poderosos o por la falta de apoyo para resguardar o dar continuidad generacional a lo que se ha logrado con esfuerzo. Esa es una lección contundente, aunque no sé si toda la izquierda la ha asimilado.

Otro aspecto interesante que brota del acuerdo del 15 de noviembre es la opción de considerar que podrían tener mayor centralidad acuerdos sociales y no solamente constitucionales. La capacidad de la política para que todos sean considerados y así dar paso a algo que bajara la presión debiera ser una aspiración. Me refiero a que la política hoy debiera revisar qué fue ese acuerdo, cómo es posible encontrar ahí una guía a futuro de cómo pensar acuerdos en pro del bien común. O si acaso es posible llegar desde proyectos políticos diferentes al bien común.

Espero que las derrotas sucesivas hayan sido lecciones de humildad. Esta última es una virtud en política, sobre todo en tiempos enigmáticos como los que vivimos, tiempos de policrisis o de procesos que no sabemos desentrañar bien, tiempos en los que la política está desorientada y no sabe cómo responder a las demandas de la ciudadanía.

«Espero que las derrotas sucesivas hayan sido lecciones de humildad. Esta última es una virtud en política, sobre todo en tiempos enigmáticos como los que vivimos» —Josefina Araos.

SOBRE HUMILDAD E IDENTIDADES

A.J.: Sobre los aprendizajes a los que se refiere Josefina: lamentablemente, yo no veo a élites humildes. Veo lo que ocurre con cómo se están destrozando por las acusaciones constitucionales y es una vergüenza el comportamiento de la élite parlamentaria. Lo que hace es todo con afán de protagonismo y no tiene nada de serio. Esto último es consistente con la encuesta del PNUD como con lo que muestra la encuesta del COES sobre las élites hace dos años, en donde la brecha entre las élites y la ciudadanía es enorme. Hay un efecto de posición por el solo hecho de formar parte de una élite. Se genera un microclima, como le pasó a la Convención y al Consejo.

En lo que sí creo es en que hay una revalorización del gradualismo, pero que es condicional a que los gobernantes gradualistas estén permanentemente protegiendo a la población más vulnerable. Si esta no se siente protegida, el enojo que está presente no va a amainar. Soy un convencido de que la desigualdad es un problema, pero en el debate público chileno ya se está diciendo abiertamente que la desigualdad no es un problema, sino que los problemas centrales son la pobreza o el crecimiento económico, y que no lo es la desigualdad en sí misma. Asimismo, conspira en contra del gradualismo la ideologización de las élites. Me refiero a todas las élites, pero especialmente las políticas son las que le empiezan a hablar constantemente a nichos de personas y no a todo un pueblo; no lo hacen porque, estando ideologizadas, creen que su público está ideologizado y que este es como una vanguardia de una población que va camino a ser ideologizada también.

«Soy un convencido de que la desigualdad es un problema, pero en el debate público chileno ya se está diciendo abiertamente que la desigualdad no es un problema, sino que los problemas centrales son la pobreza o el crecimiento económico» —Alfredo Joignant.

En relación con el acuerdo del 15 de noviembre, tengo admiración, pero también reparos. Hubo un problema de diseño de reformas institucionales, como, por ejemplo, que se haya partido el proceso constituyente con voto voluntario y se lo haya terminado con voto obligatorio. Es incoherente.

Igualmente, esto de haber permitido independientes en lista es una cuestión poco explicable. Es decir, sé que estaban todos desesperados en el parlamento, pero haber llegado a ese extremo no tiene justificación.

Lo último a tener a la vista es una lección parcialmente aprendida, que tiene que ver con lo identitario. El identitarismo efectivamente se debilitó, pero se reforzó por otro lado, en cuanto al gran afán del mundo político de hacer de las identidades un motor de chauvinismo político y partidario: la izquierda necesita ser de izquierda y hablarle a la izquierda; la derecha tiene que ser genuinamente de derecha y no arrodillarse ante la izquierda —que es el discurso republicano—, todo lo cual es un nuevo identitarismo, en otro sentido. Eso sigue presente y enreda el debate.

DEMOCRACIA Y CONSENSOS BÁSICOS

I.W.: Me alegro mucho de que el gran consenso de nosotros tres desde el punto de vista de las lecciones y aprendizajes de los últimos cinco años, pero con trasfondo de los treinta años, sea afirmar con mucha claridad de que el gradualismo es un atributo muy importante de la democracia. La democracia representativa, constitucional o deliberativa —como queramos llamarla— supone un método, que es la reforma, que yo llamo el reformismo, pero un reformismo gradualista. En términos de Albert Hirschman, uno de los grandes cientistas sociales de la segunda mitad del siglo XX, un reformismo gradualista posibilista. Era muy conocedor de América Latina, por lo demás. Su aprendizaje después de cincuenta años en América Latina es que el cambio en democracia, para que sea efectivo, perdurable y eficaz, supone un reformismo que es más lento, pero que supone que no hay atajos en el camino al desarrollo. Es un camino en el que hay que perseverar.

También rescato el concepto de Edgardo Boeninger de la «democracia en los consensos básicos», de la democracia consensual. Recuerdo haberlo defendido en un panel hace veinte años, donde estaba Alfredo Joignant y él decía que «ese consenso no existe». Bueno, yo sí creo que existe. Es un término que acuñó Boeninger en los años noventa, que tiene mucho que ver con Arendt Lijphart.

A.J.: La democracia consociativa…

I.W.: Bajo la experiencia de conflictos religiosos o étnicos, se observa que no basta con una simple mayoría para hacer los cambios y para gobernar. Entonces, democracia consociativa, democracia en los consensos básicos, reformismo posibilista y gradualista: para mí, son todos sinónimos. Ahora bien, esto tiene que posibilitar los cambios, no frenarlos.

El talón de Aquiles del proceso político chileno hoy es nuestro subdesarrollo político, que se expresa en el sistema político, el sistema de partidos y el sistema electoral. Aníbal Pinto, en su gran libro de 1959, Chile: un caso de desarrollo frustrado, decía que Chile era «un caso de desarrollo político» porque había logrado mucha sofisticación en el desarrollo del parlamento o de los partidos políticos, pero había un subdesarrollo económico. Hoy nos sucede al revés. Hay alguna perspectiva de desarrollo económico, pero hay un subdesarrollo político.

Yo quisiera cambiar el sistema político, pero estamos a años luz de eso. Por ejemplo, un presidente de la república que sea jefe de Estado y un primer ministro que sea jefe de gobierno. Eso permitiría articular las mayorías y dar flexibilidad al sistema, de manera que cada crisis política no sea una crisis del sistema… El único consenso que existió en la Convención Constitucional —desde Marcos Barraza a Marcela Cubillos— fue que el presidencialismo no se toca: no se toca porque es un mito fundacional, que está ahí como la cordillera de los Andes… Por tanto, no me hago ninguna expectativa… Lograr gobernabilidad es imposible hoy para cualquier gobierno en las actuales condiciones institucionales.

«Democracia consociativa, democracia en los consensos básicos, reformismo posibilista y gradualista: para mí, son todos sinónimos. Ahora bien, esto tiene que posibilitar los cambios, no frenarlos» —Ignacio Walker.

1  El pueblo olvidado. Una crítica a la comprensión del populismo, Instituto de Estudios de la Sociedad (2021).
2  Joignant, A., & Somma, N. (Eds.). (2024). Social protest and conflict in radical neoliberalism: Chile, 2008-2020. Palgrave Macmillan.
3  Réquiem por el Chile del estallido social, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2024.
4 En YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=h97emCUyMf0
5  Navigating the policrisis. Mapping the futures of capitalism and the earth. The mit Press, 2024.
6 La crisis de la representación democrática en los países andinos, Scott Maiwaring, Ana María Bejarano, Eduardo Pizarro (eds.), Grupo Editorial Norma, 2006.

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