La Semana Santa es memorial. Pero también puede ser una clave para leer el presente. ¿Puede, en este sentido, ser un hecho paradigmático, que otorgue claridad al presente? [También disponible en audio]
Como cada año, los cristianos volvemos a celebrar la Semana Santa. Podemos vivirla desde la perspectiva de una rutina que ha perdido su significado existencial y su sentido vital. No es raro que se reciba simplemente como el regalo de contar con unos días de descanso. Pero también puede vivirse desde una perspectiva religiosa, como un memorial que, con la suavidad de los rituales, nos va introduciendo paulatinamente en el misterio de la Salvación.
La Semana Santa es memorial, el recuerdo de un hecho pasado. Pero también puede ser una clave para leer el presente. ¿Puede la Semana Santa, en este sentido, ser un hecho paradigmático, que otorgue claridad al presente?
A lo largo de la historia, la religión y la política han ido de la mano. Hoy es muy evidente la raíz religiosa de muchos conflictos bélicos, culturales y políticos en el mundo. Vemos conflictos entre religiones, cuando en un territorio se busca imponer prácticas de unos y suprimir las de otros. Es el caso de las tensiones entre diversos grupos del Islam en Oriente medio, o de los enfrentamientos entre hindúes y musulmanes en el sur de Asia. Pero, también, observamos conflictos entre religiones y Estados, cuando las políticas de los gobiernos entran en conflicto con las creencias de un grupo religioso. El conflicto se complejiza más cuando el aspecto religioso se mezcla con elementos étnicos, políticos o económicos, que suelen acompañarlos.
El cristianismo no ha estado exento de ello. Algunas veces el cristianismo se impuso por la fuerza. Las cruzadas pueden ser un ejemplo evidente de cristianos contra el Islam. Otras, el papado y sus redes impusieron sus visiones mediante la política, con motivos aparentemente piadosos. Pero también entre cristianos nos hemos hecho sufrir, como en las guerras de religión en Francia o la Guerra de los Treinta Años en Europa central, en parte consecuencia de la Dieta de Augsburgo de 1555 que, para lograr la paz entre católicos y protestantes, determinó que cada región debía tener la religión de su príncipe, pero paulatinamente acrecentó el odio entre cristianos. Más recientemente, los cristianos hemos sido parte de conflictos altamente divisivos, como en el caso del IRA en Irlanda. Finalmente, hoy en día hay minorías cristianas que sufren represión y muerte en Sudán, Libia, Somalía, Yemen, Nigeria, Burkina Faso, Líbano, Siria, Irak, Kazajistán, Pakistán y Corea del Norte, por mencionar los principales países.
El cristianismo ha ido avanzando hacia la búsqueda de paz. Al pasar de los siglos ha ido comprendiendo la propuesta de Jesús como un mínimo común humanitario que tiene como punto de partida diluir la diferencia entre judíos y gentiles. Jesús apela a la humanidad básica, a la común dignidad de toda persona. Pero propone, como horizonte o punto de llegada, la fraternidad universal. Trágicamente, este mensaje le termina costando la vida.
Hacia el final de la vida de Jesús, sus discípulos aún pensaban que la venida del Reino tendría una concreción política inminente. Los evangelios muestran que no estaban exentos de búsquedas de poder dentro del grupo. A ellos, el pueblo sometido por Roma, ahora le tocaría el turno de someter a los demás. Esta actitud es característica de miembros de muchas religiones, porque estas, al ofrecer una utopía final, provocan la ansiedad de que la utopía se realice de inmediato. Dicha ansiedad recurre a medios violentos e irrespetuosos. El triunfo, para ellos, significaba la derrota del resto, la imposición. Pero para Jesús el triunfo no es imponerse, sino que más bien lo es la incorporación libre y generosa del amor como estilo de vida. Las herramientas que propone son el camino lento de la humildad y el servicio. Esto es absolutamente contracultural. Lo fue hace dos milenios y lo sigue siendo hoy.
Otras veces, las religiones mal entienden la fidelidad a la «verdad» que hay en ellas, que se extrema y traduce en intolerancia o condena a quienes tienen una perspectiva distinta. Los fanatismos religiosos suelen apoyarse en este tipo de aproximaciones a la verdad. Ante esto vale la pena rescatar la actitud de Santo Tomás de Aquino, para quien en las enseñanzas humanas hay fragmentos de verdad, incluso cuando sean imperfectas o erróneas en muchos aspectos, que pueden ser válidos y útiles para comprender mejor la realidad en su totalidad. O, bien, traer la actitud propuesta por san Ignacio de Loyola, para quien «todo buen cristiano ha de estar más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla».
Entonces, aunque no ha sido su modo de proceder siempre, el cristianismo ha evolucionado, releyendo sus orígenes, apelando al entendimiento y al corazón, como fundamentos de la justicia y la paz. Actualmente, los cristianos vamos comprendiendo que la coacción y el dominio son caminos de cortísimo plazo que no tienen buen futuro. La pretensión de que la utopía sea ahora va generando exclusión y violencia por parte de religiones que tienen vocación de paz.
Decíamos más arriba que un segundo tipo de conflicto religioso es el que ocurre entre las religiones y los Estados. El dato fundamental en Occidente es su larga tradición cristiana, que durante siglos se confundió y mezcló con el poder político. Esta tradición se quebró durante los últimos dos siglos y medio, principalmente tras el enciclopedismo y la Revolución francesa. La Iglesia ha ido perdiendo presencia social y, más recientemente, ha retomado su vínculo con la política conservadora ante el avance de la migración musulmana en Europa.
Los Estados pueden asumirse derechamente religiosos, plenamente identificados con una religión. Pero, también, pueden plantearse como antirreligiosos, inspirados por ideologías ateas, agnósticas o seculares. Nos parece que ambas situaciones son muy dañinas: la primera, porque la alianza entre religión y política termina pervirtiendo la religión al mundanizarla y transformarla en vehículo de opresión; la segunda, porque suprime en el ser humano su dimensión religiosa y trascendente, y el Estado termina reprimiendo o persiguiendo a quienes practican su fe.
Pero los Estados también pueden reconocer la diversidad religiosa en un mundo plural, donde se respeta la diversidad de culto. En sociedades plurales se valora la contribución cívica de aquellos ciudadanos que profesan un credo sin promover la confesionalidad del Estado. Además, muchos creyentes entienden que un Estado no confesional —distinto del Estado laicista— es una buena defensa de la libertad religiosa.
Creemos que Jesús planteó su mensaje siempre como una propuesta que sus interlocutores podían acoger o rechazar. Los cristianos debemos asumir que nuestra propuesta puede resultar incómoda en la sociedad contemporánea, sobre todo últimamente en temas de moral de la vida o moral sexual, y quizá deberíamos ser un poco más incómodos en temas de moral económica. En una sociedad plural, el modo de avanzar es mediante la propuesta y el diálogo. La Iglesia tiene algo que decir en el ágora pública, sin imposición, sino como una inspiración razonablemente argumentada, y con respeto. De los Estados se esperaría el mismo respeto, como punto de partida, pero también la capacidad de escuchar e intentar comprender, más allá de los fundamentos trascendentes, los argumentos de razón que las religiones pueden ofrecer.
Las últimas semanas se ha dado una tensión porque los grandes centros comerciales han decidido abrir sus tiendas en Viernes Santo. El conflicto aquí está puesto entre la religión y el mercado. El arzobispo Fernando Chomali ha hecho ver que esto hiere a muchos cristianos. El retail ya conquistó el domingo cristiano, el sábado judío y el viernes musulmán. La Iglesia tiene derecho de manifestar públicamente su perspectiva. ¿Se le puede pedir al retail un respeto por la tradición religiosa? ¿Estarán los dueños de las multitiendas siendo víctimas de sus propios ídolos y haciendo pagar los costos a sus trabajadores? Cuando el trabajo es fundamental para la vida humana digna y la religión es un don esencial para el sentido vital de tantos, se pone a los trabajadores en un dilema muy complejo. ¿Es necesario forzar esta disyuntiva?
Jesús terminó siendo asesinado por una alianza circunstancial entre un grupo judío de tintes fundamentalistas y un poder político romano que aprovechó para hacer una ganancia de cortísimo plazo. Un agravante de la situación de Jesús fue encontrarse con líderes políticos tremendamente narcisistas que, por sobre todo, buscaban sostenerse ellos mismos en el poder. Frente a eso, él mismo se presenta absolutamente despojado, humillado, frágil y silencioso, en solidaridad con los perdedores de la historia. Los expertos en política dirán que eso no funciona. Sin embargo, el misterio pascual nos viene a recordar que no todo es poder, no todo es negocio ni medición de fuerzas, que hay reinos «que no son de este mundo», pero quizá sean más importantes. En los tiempos que corren, esto puede ser de lo más contracultural del cristianismo.
El misterio pascual nos viene a recordar que no todo es poder, no todo es negocio ni medición de fuerzas.