Mientras la temperatura del planeta ya superó este año el rango de 1,5 grados Celsius establecido como meta hace unos años, la última reunión mundial pareciera haber fracasado bajo la presión de los intereses de los países productores de hidrocarburos (también disponible en audio).
Ya es una tradición. Los miles de participantes en el encuentro anual climático de Naciones Unidas, conocido como las COP (Conferencia de las Partes), debieron esperar hasta el último minuto y, en rigor, extender los debates para labrar un acuerdo que, como suele ocurrir, dejó a muchos insatisfechos. Esta COP 29 realizada en Bakú, la capital de Azerbaiyán, un gran productor de petróleo, dejó un sabor agridulce para la mayoría; en especial, entre los representantes de la sociedad civil.
El tema central de debate giró en torno a los aportes para los países más pobres —el grueso del conjunto—, para enfrentar los trastornos causados por el cambio climático. También, respecto de cómo garantizar inversiones que permitan reducir las emisiones de dióxido de carbono, CO2, que constituyen el principal causante del efecto de invernadero, una de las causas del calentamiento global que impacta en la vida en todo el planeta. Ello, a tal grado que muchos científicos advierten que la vida en la tierra está muy próxima a un punto de inflexión. Es decir, de un cambio sin retorno.
Los trastornos climáticos tienen costos exorbitantes. En la última década se estima que las pérdidas por eventos que van desde sequías a inundaciones, pasando por huracanes, derretimiento de hielos y acidificación de los mares, entre una infinidad de alteraciones, representaron costos del orden de dos trillones de dólares.
Tan solo en los últimos dos años se observaron unos cuatro mil eventos climáticos categorizados como «extremos». El costo de estos episodios es estimado en 451 mil millones de dólares.
La COP es el principal foro en el que convergen gobiernos, empresas y una multitud de organizaciones de la sociedad civil. El centro de los esfuerzos apunta a disminuir las emisiones de los gases de efecto invernadero (GEI). Cada país debe proponer en qué medida y cómo logrará bajar sus emisiones de GEI causantes del calentamiento global.
En forma creciente, sin embargo, los debates se han orientado a quién tiene mayor responsabilidad en los violentos desajustes climáticos. Y, en consecuencia, quién debe realizar los aportes financieros más sustantivos para mitigar el impacto de los cada vez más frecuentes episodios de hambrunas ocasionadas por sequías o por inundaciones descomunales.
La tendencia marca una constante: el costo del desbarajuste aumenta en forma gradual y sustantiva. Entre 2014 y 2023, Estados Unidos fue el país que sufrió las mayores pérdidas a causa de los desbarajustes climáticos. En el curso de la década, registró daños en 953 mil millones de dólares. Le siguió China con 268 mil millones. India, en tercer lugar, registra daños evaluados en 112 mil millones. En la liga de los diez países más afectados siguen Alemania, Australia, Francia y Brasil. La lista fue confeccionada por los montos totales de las pérdidas y, como es natural, afectó a los Estados más ricos y con mayor infraestructura dañada. El valor monetario de los desastres climáticos en países como Sudán es menor, aunque su impacto sobre la población es devastador.
António Guterres, secretario general de Naciones Unidas, resumió en una frase el impacto del cambio climático: «Es una clase magistral de destrucción humana».
Los esfuerzos concertados, a nivel mundial, por contener las emisiones de los GEI tuvieron su punto de partida en 1992, con la Cumbre de la Tierra realizada en Río de Janeiro, con la Convención Marco sobre el Cambio Climático. Fue el puntapié inicial para las COP anuales que debutaron en Berlín en 1995. Una de las reuniones más trascendentes fue la tercera (COP 3), en 1997 en Japón, donde se estableció el Protocolo de Kioto en el cual se asumen varios compromisos para lograr la descarbonización y limitar los daños por el cambio climático.
Otra COP que sobresale es la realizada en París en 2015. Fue la COP 21, que buscó trazar una línea roja que no debía ser cruzada: un aumento de las temperaturas de 1,5 grados Celsius por encima de las registradas a nivel planetario en 1850; es decir, en los albores de la Revolución Industrial.
La manzana de la discordia ha sido y son los combustibles fósiles: el carbón, el petróleo y el gas. Los productores de estos combustibles han defendido su derecho a explotar, especialmente, el petróleo. Esta COP 29 fue inaugurada por el presidente azerbaiyano Ilham Aliyev, quien en su discurso de bienvenida dejó clara su postura desafiante al proclamar que el petróleo y el gas «son regalos de Dios». Y los Estados no deben ser culpados por despacharlo a los mercados. Tales palabras son coherentes con un alto funcionario azerbaiyano que aprovechó su cargo en la COP para agendar encuentros para discutir ventas de los cuestionados combustibles.
Esta postura contrasta con la del venezolano Juan Pablo Pérez Alonzo, uno de los fundadores de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, OPEP, quien motejó en 1976 al petróleo como «el excremento del diablo» por el daño que generaba una dependencia absoluta de la explotación del crudo.
A grandes rasgos, las COP habían establecido un consenso, aunque vago, sobre la necesidad de reducir el consumo de los hidrocarburos, los principales causantes de los GEI. Pero la tendencia sufrió un revés en la COP 28 celebrada en Dubái, Emiratos Árabes Unidos. Allí se desató la polémica cuando su presidente, Sultán Ahmed Al Jaber, declaró que no había pruebas de que los combustibles fósiles afectaran al clima. Como era esperable, en sus conclusiones la reunión rehuyó impugnar el empleo masivo de los hidrocarburos. En cambio, optó por una postura más tímida que llamaba a «eliminar gradualmente» los combustibles fósiles. El documento final fue tentativo y ambiguo: «Alejarnos de los combustibles fósiles en los sistemas energéticos, de manera justa, ordenada y equitativa, acelerando la acción en esta década crítica, para lograr el cero neto para 2050 de acuerdo con la ciencia».
Con todo, en un tema en que en las declaraciones se debate sobre cada adjetivo y cada coma, constituyó un avance. Se reconoció la necesidad «de iniciar una transición» que prescindiese de los hidrocarburos. Fue la primera vez que, tras tres décadas, se apuntaba con claridad en una COP a la causa basal del calentamiento global. Pese a que ello era evidente para el mundo científico, por muchos años los grupos de presión petrolero y carboníferos habían conseguido negar lo que estaba a la vista de todos.
Naciones Unidas ha definido la sustentabilidad como: «Satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de generaciones venideras para satisfacer las suyas». Es una meta que aparece cada vez más distante, si se considera que el aumento de temperatura del planeta es una constante: los diez últimos años constituyen la década de mayores temperaturas jamás registradas.
António Guterres, secretario general de Naciones Unidas, resumió en una frase el impacto del cambio climático: «Es una clase magistral de destrucción humana».
La experiencia mexicana y centroamericana es paradigmática de las consecuencias sociales y políticas del cambio climático. Una prolongada sequía ha empujado a centenares de miles de campesinos desposeídos a emigrar hacia Estados Unidos. En esta primavera, cuando se inicia la temporada de cultivo del maíz —el insumo básico, como es el trigo en otros países—, tres cuartas partes de México sufrían los efectos de una sequía. Finalmente, cuando arribaron las precipitaciones, la productividad ya no sería la misma. Se sumaba además al efecto acumulativo de años de escasas lluvias. Hay una correlación entre los períodos de sequía y los intentos de centroamericanos y mexicanos de emigrar a Estados Unidos.
El deterioro de las condiciones climáticas para la agricultura es un poderoso resorte que empuja a grandes masas hacia el cruce del Río Grande. Muchas familias viven al límite. Incluso pequeños cambios en los regímenes de lluvias marcan la línea que separan la sustentabilidad de la ruina. Los altibajos de la imprevisibilidad tornan irresistible el magneto de la bonanza que esperan encontrar en Estados Unidos. Paradojalmente, lo que para unos es fuente de esperanza, para otros es motivo de exasperación. El arribo de millones de latinos, estimado en 21 millones, de los cuales alrededor de un tercio no cuenta con una residencia legal, es una fuente de viva fricción en Estados Unidos. En total se estima que los inmigrantes en condición de ilegalidad suman once millones, de los cuales unos 7,5 millones son de origen latinoamericano o «hispanics», como se les denomina. En lo que toca a los inmigrantes ilegales provenientes de México, la cifra cayó de una de casi siete millones a cuatro millones en 2022.
Donald Trump realizó su reciente y exitosa campaña electoral con la promesa de deportar a millones de inmigrantes a sus países de origen. En reuniones y conferencias de prensa reivindicó la terminación del muro que recorre buena parte de la frontera meridional del país. Para ejecutar las mega deportaciones declaró que incluso movilizará al ejército para que colabore en la captura y remoción de los residentes ilegales. Pero la protección de las fronteras y las expulsiones masivas, en el mejor de los casos, mermarán el flujo, pero no detendrán la marea humana. Ello, en gran medida, por las sequías y desastres climáticos que empujan a sectores de la población a buscar alternativas de subsistencia.
Trump y su gabinete están en la primera línea de los escépticos climáticos. De hecho, en su primer gobierno (2016-20) retiró a Estados Unidos de las COP y, pese a ser uno de los países con mayor incidencia en el fenómeno —como causante y víctima—, ya ha abierto la puerta para un nuevo retiro. Aún más, Trump describe los estudios científicos sobre el cambio climático como un «big hoax», un gran engaño. De allí que aliente nuevas explotaciones petroleras y gasíferas. El resultado previsible «es como aumentar la temperatura a una olla hirviente y sellar la tapa», señala Ama Francis, directora de International Refugee Assistance Project.
Este año la temperatura del planeta superó el aumento de 1,5 grados Celsius señalado como referencia en la COP 21. Todo indica que la tendencia continuará y ya se habla de una retirada a una nueva línea roja de 2 grados Celsius, meta que incluso ya a estas alturas muchos investigadores consideran poco realista y apuntan a un aumento de 3 grados. Ello implica alcanzar el punto de inflexión climático, el umbral que, una vez cruzado, no tiene vuelta a la situación previa. Entre los muchos impactos destacan deshielos de los polos con el consiguiente aumento de los niveles de los océanos, derretimiento de glaciares, emisiones masivas de CO2 desde las vastas regiones —como Siberia— cubiertas por el permafrost, la muerte masiva de arrecifes de coral, sequías e inundaciones, incluyendo episodios como el ocurrido en Valencia, en noviembre, que costó la vida a más de 200 personas y dejó pérdidas superiores a los diez mil millones de dólares. Es un cuadro en que diversos tipos de catástrofes se combinan para hacer inhabitables vastas regiones. Ello provocará migraciones de cientos de millones de personas. En su abrumadora mayoría provenientes de los países más pobres.
Uno de los objetivos centrales en Bakú era lograr que los países descarbonizaran sus matrices energéticas para reducir sus emisiones de GEI, además de preparar sus infraestructuras para tolerar de la mejor manera posible los efectos de los trastornos climáticos. Ya se sabe que es mejor prevenir que curar. Pero es una tarea que tiene altos costos. Una vez más, los países quedaron entrampados en el debate sobre de dónde saldrán los fondos para acometer las obras requeridas. Los países más vulnerables señalaron que requerían 1,3 trillones de dólares por año para detener el calentamiento global en el nivel actual. En definitiva, solo se consiguieron promesas por 300 mil millones de dólares anuales que provendrán de préstamos, amarrados casi siempre, de los países más ricos y la banca multilateral. El pasado muestra que a menudo estos compromisos solo se materializan parcialmente.
Un negociador del bloque de países menos desarrollados declaró: «Estamos indignados y tristes por el resultado de la COP 29. Una vez más los países con la mayor responsabilidad por la crisis climática nos han fallado. No solo es un fallo. Es una traición».
Nada nuevo bajo el sol. Una vez más, los millares de delegados vuelven a sus países y comienzan los preparativos para la COP 30 que tendrá lugar en Belem, Brasil, en la amenazada región de la Amazonia. Una excelente sede en una de las zonas más gravitantes sobre el clima planetario. Ello, bajo el gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, quien ya en su administración anterior (2003-2011) mostró su compromiso con la defensa de la selva amazónica.