Cada año en Iquique se celebra la Semana del Salitre, cuyos orígenes se remontan a la década de los años ochenta. De vez en cuando, la prensa local informa sobre la reactivivación de la industria salitrera. En Humberstone se realizan recordatorios y para ellos las mujeres se visten como la elite de la época, sombrero, trajes largos y abanico. En otras ocasiones se desplazan a sus oficinas salitreras abandonadas a recordar sus calles y plazas. Los pampinos, hombres y mujeres, elevan como plegaria el grito «¡Que la pampa nunca muera!». Domesticar el desierto más árido del mundo y construir cientos de oficinas salitreras es una épica difícil de igualar en nuestro país. El cierre de estas oficinas significó un exilio interno. Las ciudades puerto fueron el destino de estos pampinos, que se llevaron en sus maletas de maderas lo poco o nada que tenían. Pero portaban además una organización heredada de Luis Emilio Recabarren, sus clubes deportivos y sus bailes religiosos marianos.
La extensa obra de Hernán Rivera Letelier (1950) hay que inscribirla en el contexto de esa nostalgia generalizada. La voz de este pampino, aunque nacido en Talca, tal vez «enganchado», ha sabido leer e interpretar este mundo del salitre que desde fines del siglo XIX viene produciendo un relato tal como el largo poema de Clodomiro Castro, Las pampas salitreras (1896). En el año 1903, se edita y se pierde misteriosamente la novela Tarapacá de Osvaldo López. Fue reeditada el año 2006, por la fundación Crear.
La cultura obrera organizada lucha por tener sus imprentas, sus medios de comunicación como El Despertar de los Trabajadores que dirige, entre otros, Luis Emilio Recabarren. Desarrollan el teatro obrero, escriben poesía en la prensa de la época. Se reúnen en Ateneos Obreros, donde se forman y discuten. Anarquistas y comunistas se disputan la hegemonía del movimiento obrero, cuya expresión más trágica fue la matanza en la Escuela Santa María, el 21 de mayo de 1907; luego, en el año 1925, la de La Coruña, por nombrar a las más conocidas.
En 1959 se edita la gran novela Norte Grande de Andrés Sabella, quien, junto a Mario Bahamonde, serán, entre otros, los pilares de esta literatura o relato salitrero según la expresión de Yerko Moretic.
La voz de este pampino, aunque nacido en Talca, tal vez «enganchado», ha sabido leer e interpretar este mundo del salitre que desde fines del siglo XIX viene produciendo un relato de toda una época.
LA REINA ISABEL CANTABA RANCHERAS
Antes de la novela premiada el año 1994, Rivera incursionó en la poesía. Una de ellas: «Plegaria al paso/ Señor/ hazme invisible/como un buen árbitro de box». Va y viene por las ciudades del Norte Grande, participando en tertulias, conversatorio, se dice ahora. En sus ratos de ocio lee cuanto se le cruza por el camino.
Con la Reina…, Rivera Letelier continúa y rompe a la vez con la novela pampina. Cuando se pensaba que este género desarrollado en el Norte Grande había desaparecido, al igual que cientos de oficinas salitreras, Rivera irrumpe con un relato que le otorga nuevos aires a la tradición empezada por Castro, López y continuada por Sabella y Bahamonde, entre otros.
La narrativa de Rivera Letelier implica un quiebre con la tradición novelada del salitre. En el antiguo relato el obrero era un hombre serio dispuesto a todo por entregar su vida. El personaje principal de la ya citada novela Tarapacá, Juan Pérez, un patriarca, un apóstol, un elegido. Nunca ríe y se parece más a la figura de un Mesías. Denuncia los excesos de la élite salitrera, es anticlerical y levanta su voz ante el uso político de la peste bubónica. Tiene una vida recta, no se divierte, no hace deporte. En fin, es un héroe que espera la hora de su sacrificio, que no es más que el de la clase obrera. Es un compendio de la moral y de la lucha como motivo de vida. El fin de esa novela es una larga peregrinación por la pampa, quemando las oficinas salitreras. Los obreros se dirigen rumbo a Bolivia.
Rivera Letelier pone en escena un prostíbulo y, no exento de humor, recrea su vida con personajes que carecen de nombres, pero sí tienen sobrenombre, lo que es más importante. En la cultura popular que él también conoce, porque viene de ahí, le sirve para dar vida a esa dura vida en el desierto más árido del mundo. El impacto de la Reina Isabel fue inmenso. Una voz desconocida para la tradición centralista traía la voz de esa parte de Chile, tan explotada y a la vez tan olvidada. La Reina fue llevada al teatro por dos compañías, una en Antofagasta y la otra de Santiago. Ha sido objeto, además, de innumerables tesis académicas. Sus personajes del bajo fondo de la cultura popular pampina nos muestran un mundo divertido y trágico a la vez. Los anuncios del cierre de la oficina salitrera se expresan en forma simbólica.
Fatamorgana de amor con banda de música, otra gran novela, fue también llevada a las tablas, al igual que el Bailarín. El fantasista fue una obra cinematográfica realizada por brasileños y se espera que Fatamorgana y La contadora de películas, tengan igual destino.
TAMBIÉN LA RELIGIOSIDAD POPULAR
Vendrían otras novelas en las que sus personajes tienen el mismo tenor. Músicos, futbolistas, bailarines, contadoras de películas. Y su segunda obra tal vez se desmarca de su producción pampina. Se trata del Himno de un ángel parado en una pata. Es una novela ambientada en Antofagasta en que, con notable pluma y sentido del humor, reconstruye el imaginario pentecostal que él conoció y vivió. La novela El arte de la resurrección, está dedicada a su padre: «A mi Padre, predicador a los cuatro vientos». Es la primera novela que se escribe en Chile sobre ese complejo, desconocido y estigmatizado mundo, que muchas de las veces, habla a través del silencio. Una variante de nuestra rica y compleja realidad de la religiosidad popular, toda vez que recrea el imaginario popular de la ciudad de Antofagasta del sector norte y popular como la población Lautaro. En estos lugares, es donde este tipo de iglesias florece, y en esto caso Rivera se refiere a la más conservadora de las muchas, existentes en Chile, la Evangélica Pentecostal.
En El Arte de la Resurrección, el Cristo de Elqui recorre las salitreras con su discurso moralizante y no exento de contradicciones. Rivera Letelier, nos describe el paisaje, los espejismos y la lucha de un hombre bueno, como Domingo Zárate Vega. La novela salitrera de la primera mitad del siglo XX ignorará a estos sujetos y los adjetivará como dementes. No están hechos para liberar al proletariado. Rescata el autor una vieja tradición del Norte Grande, la siesta. Toda vez que la virgen del Carmen aparece con el nombre que los nortinos le han bautizado: la chinita.
En otra de sus novelas, Los trenes van al purgatorio, Rivera Letelier despliega su talento para imprentar lo que en la tradición oral de los nortinos es tema de conversación: el largo viaje de Iquique a Calera para luego hacer el trasbordo a Santiago. Tres largos días y dos frías noches, avanzando en forma paralela a la cordillera de los Andes y la de la Costa. Al interior de los vagones la vida cotidiana continúa, se cocina, se juega y algunos conocen a la que luego sería su pareja. El Longino, así se le decía al Longitudinal, parece una bestia negra vomitando humo en pleno desierto. A pesar de ser invento de los ingleses, jamás llegó a la hora.
DE MUERTES Y DE JOTES
En el paisaje del Norte Grande, tanto en la costa como en el desierto, el jote es una figura omnipresente. Aparece en el relato salitrero cuando el hombre perdido en el desierto, empampado, está a punto de morir.
En su novela Santa María de las flores negras, que relata la matanza obrera del 21 de diciembre de 1907, empieza y termina con la presencia de este carroñero. Es el relator que anuncia el ciclo de la muerte en este fatídico día. «Sobre el techo de la casa, recortados contra la luz del amanecer, los jotes semejan un par de viejitos acurrucados, vestidos de frac y con las manos en los bolsillos. Así empieza la novela. Y termina: «Arriba, tiznando la luz del cielo, los jotes lo siguen planeando en lentos círculos sobre la cabeza». Logró escapar de la matanza Olegario Santana, pero su destino parece marcado por la presencia de ese quiltro de los aires. Este plumífero que no goza de prestigio y belleza alguna, pero de existencia cabal, se convierte en el Norte Grande, en una parte tal vez no deseada del paisaje.
Gran parte de la novela salitrera clásica es anticlerical. Es parte del espíritu de la época. Pero, además, mira con cierta desconfianza a la religiosidad popular que se expresa en la fiesta de La Tirana. No se le dedica mucha atención. Luis González Zenteno y Nicomedes Guzmán le dedican un par de líneas, pero desde una visión ilustrada. En resumen, es la ignorancia de los obreros que los hace cantar y bailar.
Rivera Letelier rompe este prejuicio. Para él no hay contradicción entre creer en la Virgen y luchar por la clase obrera. «La niña sentada en el suelo, con la corona caída hacia atrás y su capita de Virgen manchada por la sangre de sus padres… y una expresión de horror inconmensurablemente macerado en su rostro moreno». Se resume las muertes en esta expresión: «-La muerte que más me ha dolido en esta casa fue la de Pastoriza del Carmen, la niñita vestida de Virgen- dice Idilio Montaño con su expresión ensombrecida.
La escritura de esta novela le significó un arduo trabajo de documentación. Tuvo la suerte de encontrarse con uno de los que más saben sobre estos hechos, Pedro Bravo Elizondo. Olegario Santana se encuentra con un hombre y lo insta a contar esta historia, de la que todo el mundo se debe enterar. El hombre con quien habla es José Santos Elizondo, abuelo de Pedro Bravo Elizondo, quien se ha dedicado a estudiar y a divulgar esa matanza.
LA VIDA DE LA PAMPA
La narrativa de Rivera Letelier continúa con la vieja tradición de la literatura del salitre, pero, además, rompe con algunos de sus lugares comunes. La vida de la pampa a través de sus burdeles, de sus personajes que ofician de matasapos o patizorros, de contadoras de películas, de predicadores, de circos miserables, de bailarines, de deportistas y de mujeres como la Reina Isabel, narrado con humor y con dolor, es una de sus principales características. Sus guiños a la novela Tarapacá, a Luis Emilio Recabarren y al Tani Loayza lo conecta a la historia profunda y popular del Norte Grande.
Hay, eso sí, una profunda continuidad entre la vieja novela y la de Rivera Letelier: la implacable presencia del paisaje. El sol del mediodía, la noche que cala los huesos, y la fatal belleza del espejismo, y sobre todo el miedo a naufragar en ese desierto, «el más carajo del mundo», que no es más que empamparse, para alegría de los jotes. Con el premio a Hernán Rivera Letelier se paga un poco la deuda que Chile tiene con Andrés Sabella y Mario Bahamonde.
OFICINAS SALITRERAS, DESIERTO Y ESFUERZO
Hernán Rivera Letelier nació en Talca el 11 de julio de 1950, pero vivió hasta los 11 años de redad en las oficinas salitreras Algorta, María Elena y Pedro de Valdivia. Tras el cierre de Humberstone, su familia —eran cinco hermanos— se trasladó a Antofagasta. Allí murió su madre y entonces el grupo familiar vuelve a las salitreras, pero Hernán optó por quedarse en la viviendo en una carpa en el patio de una iglesia evangélica. Se ganó la vida en diversos quehaceres y él suele contar que gastaba buena parte de su tiempo libre en los cines, lo que despertó su vocación por las historias. Luego, durante un tiempo, recorre Sudamérica, episodio en el que decide ser escritor.
Regresa a Chile en 1973 y trabaja en una salitrera, fue mensajero y se desempeñó en un taller eléctrico, terminando la enseñanza básica en una escuela nocturna. Tras algunas publicaciones, en 1994 lanza La Reina Isabel cantaba rancheras, que lo catapultó a la fama y le granjeó sus primeros premios importantes (antes, escribiendo poesía, había ganado 26 galardones en concursos menores): el del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, más una mención en el Municipal de Santiago. Su siguiente novela, Himno del ángel parado en una pata (1996), volvió a recibir el premio del citado Consejo, consolidándolo como escritor. La lista de galardones y distinciones ha ido creciendo a medida que ha ido editando sus nuevos libros. Ha escrito veinte novelas, algunas de las cuales han sido adaptadas al teatro y traducidas a varios idiomas, particularmente al alemán, francés e inglés.