Con su fallecimiento, ¿se terminó la teología sistemática del siglo XX? ¿Es el fin de la teología dogmática europea?
El pasado 3 de junio falleció el reconocido teólogo alemán protestante Jürgen Moltmann. Profesor emérito de la Universidad de Tubinga, fue uno de los eruditos más distinguidos de la dogmática cristiana contemporánea. Si buscamos dónde encuadrar su trabajo, es casi imposible hacerlo. Su obra versa desde los temas más densos de la teología sistemática, como la cristología o pneumatología, hasta los más coyunturales, que van desde la teología política hasta el tema medioambiental, la cuestión urbana, la educación, entre muchos otros. Durante los días posteriores a su fallecimiento, fue llamativo ver algunas reacciones que plantearon una misma inquietud expresada de distintas formas: con su partida, ¿se terminó la teología sistemática del siglo XX? ¿Es el fin de la teología dogmática europea?
Más allá de las posibles respuestas a esos interrogantes, lo que es innegable es que la figura de Jürgen Moltmann marcó de forma indeleble el debate teológico contemporáneo y su muerte forma parte del proceso de consumación de un estadio de la teología cristiana actual —al menos, como se concibe en la bisagra post—segunda mitad de siglo XX— ya en transcurso hace una década, con la pérdida de varios/as teólogos/as fundantes de una época. Además de lo ecléctica y extensa de su obra, Moltmann se caracterizó por su compromiso con el diálogo ecuménico (¡pero ecuménico de verdad!, con diversas voces, de distintos espectros) e interreligioso, así como una fluida conversación crítica con las teologías latinoamericanas, como lo demuestra aquel famoso intercambio epistolar con el teólogo argentino José Míguez Bonino en torno a las diferencias, tensiones y similitudes entre la teología de la liberación latinoamericana y las teologías políticas europeas(1), hecho de sumo valor para lo que fue el ejercicio de repensar la dimensión política de lo teológico desde los incontables desafíos que exigieron el contexto de los años sesenta en adelante a nivel global.
Moltmann se caracterizó por su compromiso con el diálogo ecuménico (¡pero ecuménico de verdad!, con diversas voces, de distintos espectros) e interreligioso, así como una fluida conversación crítica con las teologías latinoamericanas.
En vistas de ello, para hablar del legado de Moltmann, no podría acá más que ofrecer solo algunas tenues pinceladas de los elementos que considero más importantes y que han marcado mi peregrinaje teológico a partir de su obra. Concretamente, me gustaría hacer un juego libre a partir del entrelazamiento de cuatro aspectos que considero centrales en su propuesta: la experiencia histórica de la fe actúa como motor de la teología, a partir del reconocimiento de una identidad paradójica del cristianismo a la luz de la cruz, lo que nos lleva a una vivencia sociohistórica inspirada en la esperanza y a entender el quehacer teologal en la contemplación y la belleza del mundo, es decir, desde el juego con las sorpresas que aparecen en su camino a partir de la revelación divina.
En su libro Experiencias de Dios(2), Moltmann relata cómo su tiempo como prisionero de guerra por tres años en 1945, en el marco de la guerra de Alemania con las fuerzas inglesas, fue no solo un acontecimiento de conversión (a él no le gusta llamarlo de esa manera, ya que entiende la fe cristiana como un proceso, no como «afiliarse a un partido») sino además un suceso que marcó el propio contenido de su teología, hasta el final de sus días. Estando recluido con la edad de tan solo 18 años, al pasar los días y meses, fue consumiéndose de dolor al enterarse de las injusticias de la guerra y de la atrocidad del poder nazi, al conocer las horrorosas noticias sobre los campos de concentración que se iban extendiendo por Europa. Ese padecimiento profundo devino en el epicentro de su fe, resistiendo caer en el escepticismo, al dar cuenta de la presencia paradójica de Dios en ese momento, abriéndose a su actuar como horizonte de esperanza para continuar transitando y viviendo. Así lo resume teológicamente en su testimonio:
Pero, como fe, la fe cristiana va dirigida a la existencia presente de un futuro que no pasa históricamente como todo lo demás, que llega pero que no permanece. Como fe en Dios, va más allá de la historia e impulsa hacia aquella libertad sin fin de la culpa y de la muerte, que abarca y define la esperanza en símbolos del reino de Dios de la «resurrección de los muertos» y de la «nueva creación»(3).
La fe cristiana como apertura en la esperanza que nace de las vivencias contradictorias de la vida significa concebir una identidad creyente en proceso, abierta, escindida, paradójica, nunca fija ni absoluta. Es asumir un lugar de despojo y entrega a la realidad, al prójimo y a lo divino, así como Dios se despojó de sí mismo, de toda gloria, de todo poder absoluto, haciéndose débil para entregarse al mundo. Por eso, la esperanza como horizonte requiere de la paradoja de la cruz, como símbolo de pertenencia, pero a su vez de vaciamiento (Fil. 2). De aquí Moltmann habla de la dialéctica entre identidad y no identidad; es decir, de asumir un lugar como creyente, pero sin ensimismamiento ni pretensiones de poder, sino como compromiso con el otro. Dice: «… la identidad madura solo en el ámbito de la no identidad, del vaciamiento en el otro y de la solidaridad con otros. No se puede amarrar a sí misma, sino que se ha de manifestar en el otro. En el extranjero es donde se pregunta por la patria. En el extrañamiento se busca identidad»(4). Es una identidad desde la no—identidad en el sentido de no entenderse desde fronteras fijas de representación, sino abierta al prójimo, en solidaridad constante, transformada a la luz del encuentro. Por ello, es una identidad despojada de arrogancia, de exclusivismo, de poder absoluto, distinguida por el servicio, por la entrega, así como representa la misma cruz.
Esto imprime no solo una experiencia de fe, sino un lugar desde donde definir a Dios mismo. «Aplicado a la teología cristiana, quiere decir que Dios se manifiesta como “Dios” solo en sus contrarios, en la impiedad y el abandono por su parte. O dicho en concreto: Dios se revela en la cruz de Cristo abandonado de Dios»(5). La experiencia del Dios crucificado, lejos de simbolizar un discurso de pesimismo religioso, invoca la asunción radical de la vida en sus tensiones, sus incongruencias, sus contradicciones, con el propósito de vivirla desde la entrega al otro, así como Dios se entregó al mundo. Esa paradoja constitutiva es Dios mismo. Constituye, en otros términos, una práctica anti—idolátrica, tanto para la teología como para la iglesia y el creyente, quienes deben vivir en el descubrimiento de Dios a partir de la entrega al prójimo, sin concebirse poseedores de la verdad absoluta, sea en nombre propio o de «dios». Dice Moltmann: «La Iglesia del crucificado no se puede, por consiguiente, asimilar a lo otro, a lo extraño. No se puede encerrar en el gueto social ante lo extraño, sino que, por razón de su identidad en el Crucificado, tiene que revelarse y revelarlo en el otro y lo extraño precisamente en el seguimiento»(6).
En esta identidad que camina al encuentro con el otro y que da cuenta de la apertura de Dios mismo, es donde se abre el camino de la promesa, del futuro como algo lejano y a su vez presente e inscrito en nuestra experiencia histórica, la cual a su vez actúa como interpelación de compromiso. En otros términos, «… un Dios que sale a nuestro encuentro en sus promesas para el futuro y al que, por tal motivo, no lo podemos tampoco “tener”, sino sólo aguardar en una esperanza activa»(7). Esta esperanza activa, nuevamente, nos moviliza en nuestra práctica creyente, pero también reconfigura la forma de ver la realidad, haciendo de ella un espacio novedoso, nunca clausurado, de apertura y acogida a partir de los anticipos del reino presentes. «Los conceptos teológicos no fijan la realidad. Sino que son dilatados por la esperanza y anticipan el ser futuro»(8).
Experiencia, paradoja y esperanza nos llevan directamente a una resignificación del quehacer teológico. Una teología que dista de ser abstracción, para imprimirse en las fibras más íntimas de la vivencia histórica de la fe. Por ello, no hay teología sin cuerpo, sin vínculo, sin comunidad, sin dolor, sin angustia, sin alegría. Una sensibilidad que solo se puede vivir abrazando la existencia en su profundidad, con su belleza, su incertidumbre y sus contradicciones. Elementos que no son estáticos ni lejanos, sino que nos impulsan, nos llaman, nos movilizan a un compromiso. Ello significa ver el mundo a los ojos de la cruz y su proyección futura como promesa, como lo que puede ser en Dios, quien ya actúa en él.
Desde esta mirada, la teología tiene una condición intrínsecamente sociopolítica. Podríamos decir que lo político para Moltmann se define precisamente como esa esperanza activa, es decir, como un compromiso desde la fe con la historia, una fe que siempre tiene algo que decir frente a los males que acaecen y cuya identidad nace desde la entrega al otro en la vivencia compartida. Una fe que se hace política al no encerrarse en modelos, ideologías o prácticas únicas, sino en la invitación al encuentro, diálogo y articulación de las muchas opciones posibles, en el anhelo por un horizonte «más allá» que nos reclama caminar, ya que lo que conocemos puede siempre ser distinto. Es un andar juntos/as para ir construyendo mutuamente alternativas desde las promesas ya vividas a partir de la esperanza como llamado y anticipación.
Aquí, finalmente, otro de los elementos de la propuesta de este teólogo alemán: la dimensión estética de la teología; o, en sus palabras, doxológica. Dice: «En el primer aspecto la teología cristiana es, en efecto, la teoría de una praxis que transforma la miseria: teoría de la predicación de la comunidad de los servicios litúrgicos y de las ayudas. En el segundo, por el contrario, la teología cristiana es, al mismo tiempo, alegría desbordante en Dios y juego libre de pensamientos, palabras, imágenes y cantos con la gracias de Dios. Bajo el primer aspecto es una teoría de una praxis; bajo el segundo, pura teoría, es decir, contemplación, que transforma al contemplante en contemplado. Por tanto, doxología»(9).
Para Moltmann, el mundo representa el espacio donde lo divino se muestra a partir de movimientos lúdicos. Más aún, crea el mundo para que su belleza se manifieste como juego, es decir, como la sorpresa que nos evoca el sentir que algo más es posible. Dice: «La creación no es ni una simple decisión de la voluntad de Dios ni tampoco el resultado de su autorrealización, sino que es como un gran cántico o un espléndido poema o una maravillosa danza de la fantasía de Dios, con el fin de comunicar su plenitud divina. La risa del universo es el embeleso de Dios»10. Entender la teología doxológicamente, es decir, desde lo estético, lo bello, incluso lo lúdico, nos invita a profundizar aún más en esta dimensión integral e integradora del quehacer teologal, que nos convoca a descubrir el mundo en su posibilidad-de-ser, en su misterio abierto e inherente, desde un horizonte que solo proviene de la contemplación de la presencia divina en los entramados históricos entendidos como transformación, posibilidades y procesos que dan cuenta, precisamente, de la belleza impresa por Dios en ella. Vivencias que distan de limitarse a las formas fijas en que vivimos finitamente, sino que nacen de la hermosura que nos evoca —en la piel, el corazón, la mente, el contacto mutuo— el habitar el mundo como un camino abierto desde la promesa divina manifiesta como sorpresa.
Experiencia, paradoja, esperanza y juego son algunas de las pistas —¡porque, sin duda, existen muchísimas más!— que nos deja el legado de Jürgen Moltmann para entender el valor de la fe y la teología para la vida y el mundo. Lejos de entender el creer desde una arrogancia supra—natural o un romanticismo mesiánico, la invitación de Moltmann es entender la potencia esperanzadora y escatológica de la (con)vivencia junto al otro/a —que me define, me distancia, me desafía, me convoca— dentro de una historia paradójica en su belleza y su horror, ubicados/as en la experiencia de extrañeza y esperanza de la cruz como símbolo de muerte, de asesinato y, a su vez, de expectativa y resurrección.
Hoy este mensaje sigue más vigente que nunca, así como en aquellos tiempos de posguerra, donde los poderes del mundo crecen alimentándose en el fagocitar de las ilusiones. Hoy, como entonces, la esperanza en la entrega divina al mundo debe movilizarnos a construir colectivamente horizontes —otros, mundos—, así como nos invita el legado de Jürgen Moltmann.
Experiencia, paradoja, esperanza y juego son algunas de las pistas —¡porque, sin duda, existen muchísimas más!— que nos deja el legado de Jürgen Moltmann para entender el valor de la fe y la teología para la vida y el mundo.
* El autor de este artículo es director de «Otros Cruces» (www.otroscruces.org). Investigador posdoctoral de la Universidad Arturo Prat y profesor de la Comunidad Teológica Evangélica de Chile.
(1) Jürgen Moltmann, «Carta abierta a José Miguez Bonino [Open Letter to Jose Miguez Bonino]» https://repository.globethics.net/handle/20.500.12424/155993
(2) Jürgen Moltmann, Experiencias de Dios. Salamanca: Sígueme, 1983.
(3) Jürgen Moltmann, Experiencias de Dios, p. 14.
(4) Jürgen Moltmann, El Dios crucificado. Salamanca: Sígueme, 1977, p. 32.
(5) Jürgen Moltmann, El Dios crucificado, p. 47.
(6) Jürgen Moltmann, El Dios crucificado, p. 49.
(7) Jürgen Moltmann, Teología de la esperanza. Salamanca: Sígueme, 1999 [1968], 21.
(8) Jürgen Moltmann, Teología de la esperanza, p. 44.
(9) Jürgen Moltmann, Un nuevo estilo de vida. Salamanca: Sígueme, 1981, p. 138.
(10) Jürgen Moltmann, La venida de Dios. Escatología cristiana. Salamanca: Sígueme, 2004, p. 430.