Las fundaciones y demás organizaciones del tercer sector son una buena noticia. Son necesarias para la dignidad y desarrollo humanos. Por lo mismo, necesitamos preservarlas de la corrupción y apoyarlas en su crecimiento.
En la vida del país hay muchas instituciones privadas que prestan un enorme servicio. Nos referimos, sobre todo, a aquellas fundaciones sin fines de lucro que se ocupan de los más necesitados, de los ancianos, de los enfermos, de los niños y niñas abandonados, de la educación, de la ayuda a los sin techo.
Durante las últimas semanas, se ha desatado un escándalo importante a partir de la asignación a una fundación de dineros del Estado. El tema debe ser tratado a fondo para que se corrija todo abuso sin dañar a aquellas instituciones que han cumplido con su deber. Hay que evitar toda generalización injusta.
Uno de los problemas han sido los vínculos de amistad o parentesco entre quienes llevan una fundación y quienes asignan los dineros, lo que ha llevado a sospechar que no han sido objetivos la distribución de esos fondos. Las denuncias comenzaron en Antofagasta, pero han puesto en cuestión los vínculos entre el Estado y organizaciones sin fines de lucro a lo largo del país. Actualmente, diferentes fundaciones están intentando dar “pruebas de blancura” y desde organismos del Estado se han activado múltiples alertas ante posibles actos de corrupción.
Un primer problema evidente es que el Estado asigne fondos para la ejecución de un trabajo y este no se realice. Otro, de carácter más sutil, ocurre cuando el resultado no alcanza el estándar contratado. A veces, sucede por circunstancias externas y muchas veces no previsibles. Sin embargo, en otras ocasiones, puede que se haya contratado una institución que derechamente no tenga las competencias para llevar adelante un proyecto. Esto provoca inevitablemente la sospecha de corrupción.
Una cuestión adicional dice relación con la utilidad que obtiene la organización a partir de un contrato con el Estado. Aquí, el monto recibido por la institución es mayor a los costos del proyecto, incluidos los administrativos. ¿Es esto legítimo? ¿Qué debe hacerse con esa ganancia? Algunas organizaciones la ocuparán para los fines para los que se constituyeron, pero, si se repartiera entre sus miembros, ¿sería esto lícito?
Finalmente, una dificultad que está a la base de estas relaciones tiene que ver con los criterios utilizados para asignar los contratos. Si ellos estuviesen teñidos por vínculos de amistad o parentesco o afinidad política. ¿Cómo se establece prioridad de un proveedor por sobre otro? ¿Predominarán criterios técnicos que buscan el mejor uso de los recursos del Estado para el bien común? ¿O, más bien, se busca favorecer a un grupo de cercanos afectiva o políticamente?
Para avanzar en la reflexión, es necesario profundizar en el análisis de las organizaciones. Consideramos que todas las organizaciones, desde una perspectiva sistémica, generan resultados, producen externalidades, en principio, positivas para alguien. Aquí, entonces, una primera distinción es relativa a la finalidad que persigue la institución. Las organizaciones con fines públicos buscan principalmente producir un beneficio a grupos externos a ellas: un bien social. Las organizaciones con fines privados buscan más bien el beneficio interno de quienes componen la organización, sobre todo de sus dueños o accionistas. Cuando hablamos más en específico del beneficio económico, podemos hacer la distinción entre organizaciones con o sin fines de lucro.
Otra distinción posible tiene relación con el gobierno de la organización. La diferencia gruesa está en aquellas que son gobernadas por el Estado y aquellas que son autogobernadas.
En economía clásica se distinguía entre dos grandes actores económicos. Por una parte, el Estado, con finalidades públicas y gobierno desde el Poder Ejecutivo de un país. Por otra, las empresas, con finalidades privadas y autogobierno. Sin embargo, desde fines de los años 1970 se comienza a reflexionar sobre el llamado “tercer sector” que, históricamente, siempre estuvo presente, incluso como una antesala a la conformación de los Estados, compuesto por organizaciones con finalidades públicas, pero autogobernadas. A partir de esto, se hace evidente que “lo público” no es necesariamente “lo estatal”. Las fundaciones son un caso particular de organizaciones de este tercer sector.
Como ejemplo de esto, en la historia reciente de Chile podemos recordar cómo se organizaba la sociedad ante terremotos e inundaciones. Durante décadas, esto descansó, en buena parte, en la sociedad civil, bajo organizaciones del tercer sector. Hoy el Estado es más fuerte y tiende a asumir más aspectos bajo su responsabilidad.
El discurso económico ha oscilado, al menos desde le Guerra Fría, entre dos polos llamados de maneras diversas: Estado-empresas; público-privado; regulación-mercado. En esa dicotomía se ha desconocido la presencia de estas múltiples organizaciones con finalidades públicas, pero autogobernadas. Ha habido poquísima reflexión en torno a la relación que podría o debería existir entre este tercer sector y las empresas, o entre este tercer sector y el Estado. Las relaciones virtuosas, en ambos casos, son muchas. Sin embargo, son también muchas las críticas que han surgido cuando entre el tercer sector y el Estado se establece una relación de competencia y no de colaboración. Cuando estos actores entran en conflicto, se suele apelar a calificativos que no son más que expresión de ideología. Se califica al Estado de solidario e igualitario, pero también de burocrático e ineficiente. De las empresas, se dice que son ágiles, de calidad, pero explotadoras y egoístas. Al tercer sector se le califica de generoso, voluntario y transparente, pero “amateur”.
Las posibles perversiones básicas de este tercer sector son principalmente dos. La primera es el extravío de su finalidad pública, para privilegiar finalidades privadas. Ocurre cuando las utilidades dejan de reinvertirse en la misión de la organización y pasan a enriquecer a sus fundadores. Ahí la fundación se transforma en empresa. Los dineros aportados por el Estado son públicos tanto por su origen como por su finalidad, por lo cual no nos parece lícito que aumenten el capital privado. Y, la segunda, es cuando el autogobierno se empieza a diluir ante un excesivo control o dirección del Estado. Ahí la fundación para a ser un brazo del Estado.
La pregunta que surge inevitablemente es: ¿debiera cubrir el Estado todas las finalidades públicas y asumirlas cada una en su totalidad? ¿Es esto socialmente deseable?
La Doctrina Social de la Iglesia ha impulsado las organizaciones intermedias como un modo de promover la dignidad de la persona. Son esas asociaciones donde son posibles los vínculos humanos de afecto y creatividad. Este beneficio social sugiere que de parte del Estado exista una actitud positiva de ayuda económica o institucional a los cuerpos sociales más pequeños. En sentido restrictivo, implica que el Estado se abstenga de reemplazarlos en su iniciativa, libertad y responsabilidad.
La razón de esto es que las organizaciones intermedias puedan tener espacio para desplegar su originalidad y aportar al bien común; que se puedan desplegar iniciativas novedosas con libertad. Sin embargo, es necesario que el Estado actúe a partir de otras instituciones políticas o sociales, por ejemplo, aquellas que promueven la economía o las que colaboran con el restablecimiento de la justicia social; o sostener circunstancialmente ciertos sectores productivos, tales como las energías renovables o la construcción, como recientemente se ha hecho. Al mismo tiempo, tiene el deber de regular las actividades públicas cuando son otras instituciones las que las llevarán a cabo y así garantizar que se lleven de buena manera.
Evidentemente, la raíz de todo esto es que al presente el Estado no es el único ejecutor de acciones de necesidad pública. Son muchísimas las organizaciones que prestan un servicio público y no son dirigidas por el Estado. Y, por lo mismo, el Estado apoya a esas organizaciones aportando económicamente para que lleven adelante su misión.
Nos parece que es importante rescatar el principio de subsidiariedad al modo como lo entiende la Doctrina Social de la Iglesia, dado que es garantía de fortalecimiento de las organizaciones intermedias que permiten la dignidad del ser humano en relación con otros. Se trata de espacios fundamentalmente familiares, donde es posible reconocerse y vincularse. Son espacios donde es posible la comunidad humana. Y, de paso, dejar de asociar este concepto con “privatización”, o “desregulación”, o “Estado mínimo”, ideas que están ideológicamente muy manoseadas.
Es de suma importancia investigar todo acto de corrupción que pudiera haber entre organismos del Estado y organizaciones del tercer sector. Los fondos públicos deben tener como finalidad el mayor bien común posible.
La ciudadanía debería cuidarse de sospechar de todas las organizaciones del tercer sector simplemente porque alguna haya cometido un ilícito. Esas generalizaciones carecen de toda lógica y son altamente dañinas para la sociedad en su conjunto. Pero, al mismo tiempo, estos cuerpos intermedios deben dar muestra permanente de probidad.
La ciudadanía debería cuidarse de sospechar de todas las organizaciones del tercer sector simplemente porque alguna haya cometido un ilícito.
Es importante que el Estado continúe apoyando el desarrollo de estas organizaciones, de manera que puedan fomentarse formas locales, pertinentes y creativas de beneficio público. Las organizaciones del tercer sector suelen surgir cuando detectan necesidades en la población. En este sentido, suelen anticiparse al trabajo del Estado y, al mismo tiempo, son expresión de la diversidad de intereses que hay en la ciudadanía.
Las fundaciones y demás organizaciones del tercer sector son una buena noticia. Son necesarias para la dignidad y desarrollo humanos. Por lo mismo, necesitamos preservarlas de la corrupción y apoyarlas en su crecimiento.