La ganadora del Premio Nobel de Literatura 2024, aunque caracterizada por un estilo no frontal, ha logrado gran originalidad en sus aproximaciones al dolor, a la pérdida y a los rastros que deja la violencia en los cuerpos y las mentes humanas en conflictos de nuestro tiempo.
Todos los años se dan especulaciones acerca de «las políticas de los premios Nobel», y más de alguna ha surgido ahora cuando el de Literatura del 2024 es el primero que se otorga a un escritor de lengua coreana y el primero para una mujer de un país asiático. Lo que sí podemos afirmar, de todos modos, es que el consejo de la Academia Real Sueca, por lo menos en su composición actual, tiene preferencias estéticas que se dejan entrever desde hace ya varios años. Allá no gusta mucho la exacerbación barroca, sino que, al contrario, se aprecia la elegancia austera y la expresión minimalista y depurada. Esa preferencia se notó en la selección de Louise Glück en 2020, de Annie Ernaux en 2022, de Jon Fosse en 2023 y también ahora. Asimismo, a sus integrantes les gusta dar la sorpresa, porque Han Kang —aunque no siendo una desconocida total en el ámbito literario— no figuraba entre los favoritos para el premio.
Nació en 1970 en la ciudad de Gwangjou, en el sur de la península coreana, pero se crio desde los diez años en la capital, Seúl, adonde su padre, el profesor y escritor muy reconocido a nivel nacional, Han Seung-won, había migrado con su familia para poder dedicarse de pleno a la escritura. Sus dos hermanos también son novelistas y la futura escritora desde pequeña vivió rodeada de libros, palabras y escritura. No sorprende entonces que haya empezado a publicar poesía y prosa siendo estudiante, en los años noventa, aunque la verdadera fama le llegó ya en el siglo XXI, a partir de la novela La vegetariana, publicada en coreano en 2007, en castellano en 2012 (por la editorial argentina Bajo la Luna) y en inglés en 2015. Y si bien esta última traducción le valió un Premio Booker Internacional en 2016, fue —como comenta al periódico argentino La Nación su traductora al castellano Sunme Yoon— precisamente la versión en este idioma (y la invitación a la Feria del Libro de Buenos Aires en 2013) la que significó para Han Kang su primer reconocimiento importante fuera de Corea. Su última novela, Imposible decir adiós, publicada en 2021 en coreano, ya está disponible en francés, estando sus publicaciones en inglés y castellano planificadas para el año que viene.
No sorprende entonces que haya empezado a publicar poesía y prosa siendo estudiante, en los años noventa, aunque la verdadera fama le llegó ya en el siglo XXI, a partir de la novela La vegetariana.
La vegetariana, novela que no habla del vegetarianismo y que trajo a su autora su primer éxito internacional notable, es también un buen ejemplo de la obra de Han Kang y sus peculiaridades. Cuenta la historia de Yeong-hye, una mujer que, después de un sueño terrible, deja de comer carne, para sucesivamente dejar de usar cualquier objeto de origen animal y luego dejar de comer del todo, convirtiéndose en el proceso en una especie de híbrido entre una planta y un ser humano, que se nutre de luz y agua, y por cuyo cuerpo parece discurrir una savia verdosa. Nos enteramos de su historia en tres partes y desde tres perspectivas: el inicio desde el punto de vista de su marido, quien llega a despreciarla por su cambio repentino; luego, el de su cuñado, quien desarrolla una obsesión con el cuerpo de la mujer (o, más bien, con una marca en él), y luego el de su hermana, que si bien no entiende por completo los motivos de Yeong-hye, se esfuerza sinceramente por ayudarle. La perspectiva de la propia Yeong-hye solo aparece en fragmentos oníricos, incapaces de formar una narrativa.
Esta multitud de voces permite al lector descubrir los sutiles mecanismos de la violencia que permean la vida cotidiana: el marido, quien se casó con ella «porque no es nadie especial y a su lado él no se tiene que sentir inferior o mediocre», sus colegas o incluso sus familiares, que convierten una cena en una experiencia traumática, los rasgos generales de una sociedad rígida, incapaz e indispuesta a aceptar cualquier desviación del comportamiento normalizado. Es a esta violencia no siempre explícita pero siempre presente a la que Yeong-hui intenta renunciar con su retiro radical de las convenciones sociales, un acto que para su entorno resulta en una especie de deshumanización incomprensible e inmanejable.
Esta inusual —para no decir perturbadora— imagen de la mujer que se convierte en planta, aparece varias veces en la obra de Han Kang y tiene, como ella misma dice, su origen en la poesía del poeta modernista coreano Yi Sang, quien vivía en la época cuando Corea era una colonia de Japón. «Creo que los humanos debieran ser plantas» —así suena el verso que inspira a la autora— remite a la impotencia del sujeto colonizado ante la violencia colonial, donde el único modo de resistencia es el negarse, el evadir. Permanecer inmóvil, como una planta. En las manos de Han Kang, esta imagen se extiende a la resistencia a la escondida violencia generalizada que permea nuestras vidas.
También en otras novelas la escritora coreana explora temas, como la pérdida o el dolor, con métodos muy poco convencionales. Así, Blanco, más que una novela, es una especie de antología de breves textos, a veces prosa, a veces versos, reunidos por las referencias a todo lo que es blanco, desde cubos de azúcar o la leche materna hasta los huesos o la mortaja (el blanco sigue siendo el color del duelo en Corea, pero también tenía esta función en la Europa medieval), o la nieve que puede ser tanto hermosos cristales como una tormenta mortífera. En este vaivén de emociones e impresiones se teje la historia de su hermana mayor, una niña nacida prematuramente mientras su mamá, una mujer entonces muy joven, estaba sola en casa. Son los ecos de esta muerte —de la vida que nunca fue, pero pudo haber sido—, del dolor de sus papás y la importancia que tuvieron para ellos los hijos nacidos posteriormente, las revelaciones que se van desplegando frente al lector en este libro delgadito de ensayos y poemas de color de la inocencia y de la desolación.
En La clase de griego, dos personajes, una escritora que perdió el habla por una serie de experiencias traumáticas y un profesor a punto de perder la vista a causa de una enfermedad, reencuentran el contacto humano en las clases de esta lengua muerta y enigmática, descubriendo para sí la conexión entre lo humano, las palabras y la memoria, para reestablecer este —como dice uno de los personajes— «terriblemente débil lazo entre el lenguaje y el mundo».
Su novela más personal hasta la fecha es, sin embargo, probablemente Actos humanos (2014 en coreano, 2018 en castellano). Apenas unas pocas semanas después de que su familia se mudara de Gwangju a Seúl, en mayo de 1980, en la ciudad sureña irrumpieron unas protestas estudiantiles que rápidamente se convirtieron en protestas prodemocráticas generalizadas, las cuales fueron reprimidas brutalmente por el gobierno militar de la época. Este episodio, conocido como Mayo-18 en Corea, con un número de víctimas no esclarecido (aunque se trató probablemente de miles de muertos y heridos) es uno de los eventos más traumáticos en la historia reciente del país. La novela reconstruye los eventos en la ciudad y las últimas horas de Dong-ho, el hijo de la familia que compró la casa de sus padres. En cinco relatos que abarcan el periodo entre 1980 y 2013, y de nuevo desde distintas perspectivas, se reconstruyen los últimos días en la vida del muchacho, de sus familiares y amigos, todos de alguna manera (aunque sea por residir en la ciudad de Gwangju) involucrados en las protestas. Y, en el caso de los sobrevivientes, de los interminables años de silencio y dolor que siguieron a las protestas, de tener que convivir con la memoria en una sociedad que ha decidido olvidar y suprimir cualquier rastro de lo sucedido.
La narrativa gira alrededor de la imposibilidad (para las víctimas y también para sus parientes) de expresar su dolor, sus vivencias, de compartirlos y explicarlos. Pero también habla de la necesidad de recuperar plenamente a los seres queridos, si ya no de manera física, de al menos mantenerlos en la memoria, de devolverles la dignidad y el amor rescatándolos del olvido. De hecho, en coreano, la novela se titula El muchacho se acerca.
Más que otras novelas de Han Kang, Actos humanos describe el sufrimiento, las heridas, las muertes de sus personajes con una honestidad y brutalidad que pueden incluso resultar dolorosos o difíciles para el lector, pero en el fondo busca indagar en las mismas preguntas que sus otras novelas: a saber, comprender cómo el ser humano es capaz tanto de los hechos más nobles como de los más horrorosos. Cómo expresar lo vivido con la ayuda del lenguaje, esta herramienta a veces tan imprecisa y torpe, y, sin embargo, la única que tenemos.
Sus novelas están escritas en una delicada prosa que se desliza una y otra vez hacia la poesía —en cuanto esto se pueda juzgar desde una traducción, por supuesto—. Este rasgo es obvio en Blanco, pero permea todas sus obras, por difícil o triste el contenido. Como tal, el lenguaje poético es una herramienta más para buscar este lazo entre el lenguaje y el mundo, para acercarse a lo indecible y lo inexpresable, descubrir lo no-dicho.
Por ello, sus textos pocas veces atacan de frente; más bien, iluminan desde distintas perspectivas, que se solapan a veces, se contradicen en otras, permitiendo al lector ir formando una imagen de a poco, desde distintos retazos de imágenes y testimonios. Así descubrimos, tanto en los secretos como en la violencia cotidiana (en La vegetariana) o en el trauma callado (en Actos humanos), como también en las contradicciones escondidas, que incluso en el fondo del pozo siempre hay un pequeño rayo de esperanza, destellos de esta resistencia muda, como la de una planta que busca permanecer en pie y no quebrarse.
Este interés persistente en los lados oscuros de la sociedad en la que vive (su última novela, que se publicará en castellano en 2025, habla del levantamiento en la isla de Jeju en 1948-49, brutalmente reprimido) Han Kang lo tiene en común con otros ganadores de los últimos años. Entre ellos, Svetlana Alexievich de 2015, quien documentó las vivencias femeninas e infantiles durante la Segunda Guerra Mundial; Abdulrazak Gurnak de 2021, el incansable estudiante de los exilios; también con figuras como Olga Tokarczuk (2018) y Peter Handke (2019), ambos, por sus posturas intelectuales y políticas, enfants terribles de sus respectivas sociedades, que actúan como un grano de arena en el tejido social que no permite olvidarse de los problemas de fondo del país. Y, si quisiéramos, podríamos encontrar más ejemplos relevantes desde los primeros años del premio.
El comité Nobel entonces interpreta «la dirección idealista», indicada por Alfred Nobel como condición principal para el premio, como una relevancia social de la obra, que va más allá de lo puramente estético. Por lo tanto, no puede ser casualidad que justamente en un año tan plagado de conflictos violentos, donde no ha hecho sino aumentar el peligro de otros posiblemente peores conflictos, la academia haya decidido galardonar a alguien que se ha dedicado a trazar los rastros que deja la violencia en los cuerpos y las mentes humanas, y a mantener viva la memoria de las víctimas y de los débiles. Aunque sea con una herramienta imperfecta, el habla.
El comité Nobel interpreta «la dirección idealista», indicada por Alfred Nobel como condición principal para el premio, como una relevancia social de la obra, que va más allá de lo puramente estético.