Está muy bien aspirar a la solidaridad, pero antes hay que hacer justicia.
Una vez más, nos encontramos en agosto y en Chile se celebra el Mes de la Solidaridad en honor a san Alberto Hurtado. Como país, nos percibimos «solidarios», quizá a propósito de las múltiples campañas que surgen cuando parte del territorio nacional es asolado por alguna catástrofe natural. Pareciera que somos buenos para aportar en situaciones puntuales y, sin embargo, a la hora de una solidaridad más estructural y permanente, con frecuencia aparecen resistencias muy fuertes.
La solidaridad es un principio fundamental de la Doctrina Social de la Iglesia. De alguna manera, la solidaridad está a la base de la fe cristiana, toda vez que, en la encarnación de Jesucristo, el mismo Dios se ha hecho solidario con la humanidad, compartiendo sus alegrías y sus penas. Y, más específicamente, cuando Cristo se identifica con los más necesitados y carentes: «El pobre es Cristo», dirá Alberto Hurtado para expresar esta idea. A nivel personal, esto provoca sentimientos de profunda caridad. pero cuando se habla a nivel social aparecen todos los egoísmos. ¿Por qué la solidaridad es tan difícil de establecer estructuralmente? ¿En qué sentido la relación entre solidaridad y justicia podría iluminar el debate? ¿Cuáles son los ámbitos en que la solidaridad y la justicia se ven desafiadas en el presente del país?
El papa Juan Pablo II dio cuenta de que el término «solidaridad» no se ha ocupado en la vida de la Iglesia sino hasta hace pocos años. La Doctrina Social la ha llamado «amistad», «caridad social» o «civilización del amor». Ella se origina en la empatía con las necesidades o males que se perciben en la vida de otras personas, cercanas o lejanas. Esta empatía es un aspecto importante que en muchas ocasiones facilita y conduce hacia la solidaridad. Pero no hay que confundir esa sensibilidad, en el orden de los afectos, con la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, que se ubica más bien en el orden de la voluntad. Es la puesta en práctica de la responsabilidad que tenemos unos por el bien otros.
La solidaridad es consecuencia de constatar que estamos inevitablemente vinculados entre los seres humanos. La especialización y división del trabajo nos ha hecho más conscientes de esta interdependencia. Es más, a partir de la pandemia, se nos ha hecho más evidente aún que el vínculo implica depender de otros. Esta es una realidad originaria en el ser humano, desde la primitiva experiencia del clan, pero agudizada por la internacionalización del comercio, la globalización y, recientemente, por el estallido social y la crisis medioambiental. Si la solidaridad era una virtud moralmente deseable en un cristiano, enraizada en el amor al prójimo y el deseo de servir, actualmente se ha transformado en un imperativo social, una condición para la subsistencia.
Otra fuente de solidaridad viene de reconocer la deuda que tenemos con las sociedades a las que pertenecemos. Ellas generan las condiciones que facilitan nuestra existencia, puesto que recibimos, gratuitamente y sin haber hecho méritos para ello, bienes indispensables para la vida humana, tales como el conocimiento científico y tecnológico, el lenguaje, concepciones de mundo, bienes materiales e inmateriales, organización social, cultura, marco jurídico, etc., que han sido desarrollados generación tras generación.
La solidaridad es un criterio determinante en el ámbito social e intersubjetivo, y puede considerarse como un dato, un hecho de la causa, una condición humana. Pero, también, la solidaridad es un horizonte en el cual se puede crecer permanentemente y que nunca se realiza del todo.
En el ámbito de lo intersubjetivo y lo social, el valor fundamental es la justicia, que se ha formulado como la constante y firme voluntad de dar a cada quien —el prójimo y Dios— lo que le es debido. Se trata de dar lo debido, no de lo que es bueno dar ni de lo que habría que dar por amabilidad o cariño, aunque puedan coincidir. Lo justo está en el ámbito de lo que hay que dar al prójimo porque es su derecho y, por tanto, es deber de alguien darlo.
Para explicarlo de otro modo, si la solidaridad es a lo que se refería Pío XI como «caridad social», hace pleno sentido citar al Padre Hurtado: la caridad empieza donde termina la justicia. Es decir, ambas están en el ámbito de lo social: la primera como una aspiración en la que siempre se puede crecer y, la segunda, como un mínimo que se debe dar. La solidaridad es una propuesta que hace la Iglesia a toda persona de buena voluntad y, por lo mismo, es voluntaria. La justicia es aquello exigible por la sociedad que, encarnada en el Estado, puede coaccionar a los individuos para hacer aquello que voluntariamente no harían. La solidaridad sería la donación que hace una persona en favor de otras, pero supera aquello exigible por justicia.
Si el concepto de solidaridad se ha gastado, en nuestros días el concepto de justicia está casi prohibido. Hablamos, por ejemplo, de sueldo «ético» o trabajo «decente». ¿Por qué no abordar en esos aspectos de nuestra vida lo que es justo? Quizá sea por estrategia política, sin embargo, al trastocar los términos simplemente maquillamos, haciendo pasar por una concesión voluntaria algo que debiera ser una obligación.
¿Deben corregirse las desigualdades materiales o culturales entre los miembros de una sociedad? Para responder esta pregunta es necesario reconocer que los seres humanos adultos y libres tienen diferentes posiciones sociales gracias a muchas decisiones personales. Sin embargo, no se puede negar que una parte importante de esa diferencia responde a aspectos que no fueron elegidos ni merecidos, tales como la posición social de la familia de origen, o la genética, e incluso las mismas decisiones personales han tenido la influencia de otros que les han transmitido valores y perspectivas particulares. Por este motivo Friedrich von Hayek reconoce en Camino de servidumbre que una redistribución coercitiva del Estado para la satisfacción de necesidades básicas comunes es justificada, aun cuando interfiera en la libertad individual. También la tradición libertaria contempla un mecanismo de rectificación de las desigualdades sociales injustas. Si el modo de apropiación de bienes materiales y culturales es mediante el trabajo y las decisiones tomadas, es un hecho que las condiciones iniciales de su vida y lo recibido durante muchos años de parte de su familia y entorno social, no le corresponden, no son su derecho. Ante esos bienes la actitud correspondiente es la gratitud y no la apropiación. Aunque se las haya apropiado, no son propiamente suyos.
Si el concepto de solidaridad se ha gastado, en nuestros días el concepto de justicia está casi prohibido.
Sin embargo, ¿hasta qué punto sería obligatorio corregir las desigualdades indebidas, es decir, que no son responsabilidad de los sujetos? Juan Pablo II decía en el Discurso inaugural de la Conferencia de Puebla que sobre la propiedad privada pesa una hipoteca social. En el caso de la distribución de bienes, la pregunta de fondo es ¿hasta qué punto se debe pedir a los miembros de una sociedad que aporten de sus propios bienes para compensar las desigualdades? Hay bastante acuerdo en que podemos establecer estándares de dignidad humana. Un poco menos de apoyo tiene la hipótesis de que es importante equiparar las condiciones de partida y las oportunidades de acceder a bienes, de manera que las decisiones personales y el trabajo vayan configurando las trayectorias vitales. En este punto, no podemos dejar de abordar algunas situaciones de injusticia particularmente apremiantes.
Llevamos años —demasiados— discutiendo la nueva ley de pensiones. Hay consenso en que se debe aumentar el porcentaje de ahorro. La primera pregunta es ¿a quién se carga ese aumento de pensiones? La segunda, si debe —y cuánto debe— ir de ese incremento a un fondo que aumente las pensiones de los mayores, que actualmente se están jubilando. La tercera, si debe —y cuánto debe— ir de ese incremento a un fondo que compense las desigualdades dentro de la misma generación de cotizantes. Sin embargo, a las últimas dos preguntas se les ha llamado porcentajes de solidaridad intergeneracional y solidaridad intrageneracional. Esto expresa la dificultad conceptual en la que estamos. Si se trata de solidaridad, estamos en el ámbito de lo voluntario, negociable y, eventualmente, modificable en el futuro. Pero creemos que aquí estamos hablando de un asunto de justicia, que se hace obligatorio no porque ha sido decidido democráticamente, es decir, por los representantes del pueblo en un ejercicio de deliberación del bien común, lo que ya sería bastante, sino porque es de justicia y, por lo mismo, obligatorio. No es justo que personas que han trabajado y buscado trabajo durante décadas, se vean obligadas a vivir en condiciones miserables los últimos años de su vida. El monto ahorrado no corresponde a su trabajo. Es, simplemente, injusto que así sea.
Una segunda situación de injusticia tiene relación con la habitabilidad y el acceso a la ciudad. Actualmente, las condiciones de hacinamiento en muchos hogares es lo que está empujando a vivir en campamentos. Esta situación de pobreza traspasa la pobreza a la siguiente generación, dado que las condiciones de vida y estudio de niños y jóvenes que viven en esa situación termina limitando su desarrollo futuro. El acceso a instituciones del Estado, a buenos colegios, a áreas verdes, a centros de salud, están espacialmente mal distribuidos. Es de justicia con las generaciones siguientes mejorar esa situación y ampliar sus oportunidades.
Otro ámbito de justicia es el mundo del trabajo que en la actualidad se ve amenazado por el reemplazo de las personas por procesos automáticos o por el advenimiento de la inteligencia artificial. Para ninguno de los trabajadores que serán reemplazados se trata de una opción: alguien decidirá por ellos su cesantía.
Finalmente, un ámbito de justicia que reclama imperiosamente atención es la justicia socioambiental. Las decisiones y acciones de nuestra generación están menoscabando la calidad ambiental de personas que no han nacido. Nuestra libertad está limitando fuertemente las opciones de desarrollo de las generaciones venideras. No lo merecen, es injusto que así sea y es necesario revertir esta tendencia.
Está muy bien aspirar a la solidaridad, pero antes hay que hacer justicia.