Quizá el mayor aporte doctrinal de Dignitas Infinita sea volver a poner el foco en la dignidad humana, como núcleo de la moralidad personal y social. Ya el hecho de presentar argumentos en actitud de diálogo es una buena noticia.
El Dicasterio para la Doctrina de la Fe ha publicado a principios de abril la declaración Dignitas Infinita sobre la dignidad humana. Es muy relevante el rescate de este concepto por parte de la Iglesia, toda vez que durante el estallido social de 2019 la gran demanda que aunaba un mosaico de necesidades de la población era el reclamo por la dignidad.
La pertinencia del documento radica, primero, en que la dignidad humana es un concepto polisémico que ha dado lugar a que, con fundamento en una mala comprensión de la dignidad, se atropelle la misma dignidad humana. Aclarar, entonces, el sentido del concepto es fundamental. Una segunda razón es que la dignidad humana se ve desafiada también de muchos modos en la sociedad contemporánea y la declaración aborda varias situaciones actuales que atentan contra la dignidad del ser humano.
La Iglesia ofrece este esfuerzo como una propuesta para fundamentar la moral. El espíritu, conforme con Gaudium et Spes, ha de ser facilitar un diálogo sincero en la sociedad (GS 40, 43), con respeto por los adversarios (GS 28) y la humildad de quien reconoce que es un mensajero deficiente del Evangelio (GS 43). Más aún cuando la misma Iglesia ha ido madurando, a partir de su diálogo con el mundo, su propia comprensión de las cosas a lo largo del tiempo (GS 44).
La Iglesia defiende la dignidad ontológica de todo ser humano, es decir, por el simple hecho de pertenecer a la especie humana. De este modo, la dignidad es intrínseca desde la existencia de cada uno, a priori, previa a todo reconocimiento y no se puede perder. Es, por lo mismo, el fundamento de la igualdad entre las personas y del respeto que nos debemos unos a otros.
Desde otra perspectiva, calificamos las actuaciones humanas como más dignas o menos dignas. Entendemos que la libertad personal puede expresar la nobleza humana o, por el contrario, opacarla con comportamientos indignos del ser humano. Por otra parte, también calificamos las condiciones materiales de vida de las personas o sus situaciones de salud, como más o menos dignas, según el grado en que limitan o facilitan la expresión de la humanidad personal. Sin pretender ser exhaustivos, la dignidad humana se expresa en la salud, el conocimiento, la espiritualidad, el perdón y la comunidad —con sus manifestaciones celebrativas, de compartir, de acogida y cuidado—.
Podemos considerar, entonces, la dignidad en dos acepciones: una dignidad ontológica, a priori, y otra «progresiva» que, de hecho, admite grados de desarrollo o de expresión de esa dignidad primera. En la dignidad ontológica se fundan actitudes humanas como el respeto y el cuidado de todo ser humano. Y en la dignidad progresiva podemos fundar la búsqueda de mejores condiciones de vida.
Es muy relevante establecer que la dignidad humana en sentido ontológico sea un a priori, que no requiera ser declarada por otros. ¿Cuáles serían los atributos necesarios para ser reconocido alguno como digno? ¿Quién determina el grado suficiente de posesión de dichos atributos? Cuando la dignidad humana está sujeta a la certificación de alguien, en definitiva, entra en juego el poder u otros criterios que históricamente han mostrado estar equivocados. Así —y la Iglesia comulgó con ello— se validó la esclavitud de humanos de una raza particular, o la guerra santa contra humanos que tenían otras creencias religiosas.
Es pertinente que la declaración vuelva a traer el trabajo como fuente de dignificación de la humanidad. El trabajo permite autonomía, «ganarse el pan», por eso ya el hecho de contar con un empleo es fuente de dignidad. Pero no basta contar con trabajo, su calidad también es relevante para dignificar a la persona. El trabajo digno no solo ofrece un salario para la subsistencia, sino que permite sumarse a una empresa mayor, en colaboración con otros, con sentido de comunidad, de respeto mutuo, donde se pueda expresar el talento de cada uno como oferta a la sociedad.
En el documento es notable también la mención a los abusos sexuales, ya que implica una crítica hacia dentro de la misma Iglesia. Igualmente, la actualidad de relevar la violencia digital como una nueva forma de atentar contra la dignidad de otros, afectando la fama o cancelando a las personas.
Cuando se asume la dignidad ontológica, se releva la perversidad de la guerra: sea cual sea el bando, esas muertes son un fracaso humano terrible. Es triste ver que en este momento de la historia el valor de la vida parece difuminarse: los asesinatos tienen motivaciones cada vez más triviales y frívolas. Con tristeza vemos una juventud que tiene menos aprecio por la vida, tanto la ajena como la propia.
Siendo críticos, el abordaje de la violencia contra las mujeres se queda en aspectos demasiado gruesos, como la igualdad laboral o el feminicidio. Todavía más, la Iglesia misma debe dar pasos para «reflejar con claridad que las mujeres tienen la misma dignidad e idénticos derechos que los varones». Es evidente que varones y mujeres tienen características distintivas, pero la igual dignidad reclama mejores formas de expresión al interior de la Iglesia, en formas de participación, espacios de decisión y ámbitos de responsabilidad. En el documento ha faltado hacer esta crítica interna.
Si bien las argumentaciones contra el aborto, la maternidad subrogada y la eutanasia quedan muy claras, en contraste resulta poco nítido el razonamiento contra la teoría de género y el cambio de sexo. En estos puntos, en nuestra opinión, falta todavía un diálogo más abierto con personas de buena fe que, incluso, ven en estas posturas un camino evangélico. Ya está en el espíritu del Evangelio atender con espíritu abierto, incluso a quienes se manifiesten contra la doctrina. El libro de los Hechos es un testimonio del progreso doctrinal a partir de la disidencia escuchada con atención y cuyas posturas fueron discernidas en comunidad.
La propuesta que hace la declaración invita a la coherencia en las argumentaciones morales. Al plantear la inviolabilidad de la dignidad como un límite a la acción humana, la Iglesia pone un fundamento sólido para la reflexión y el acuerdo moral.
Al postular que la dignidad del ser humano está dada por el simple hecho de pertenecer a dicha especie, la Iglesia hace ver que la expresión de esa dignidad puede estar menoscabada o enaltecida por circunstancias históricas que en algunos casos las sociedades u otras personas provocamos. La Iglesia invita en esta declaración a luchar contra las faltas de reconocimiento de la dignidad de todo ser humano y, a la vez a quitar las trabas al despliegue de esa dignidad.
En ciertos discursos filosóficos la dignidad del ser humano se ha fundado en aquellos elementos distintivos de la especie al compararla con el resto de los seres. Es así como el advenimiento de la razón y la voluntad son los elementos clave para constatar la dignidad humana. El problema radica en que son elementos que pueden estar muy disminuidos, o ser inexistentes en un ser humano particular. ¿Significa eso que carece de dignidad? ¿Quién determina si posee los atributos necesarios en grado suficiente? Es un problema, porque el riesgo de arbitrariedad es muy grande.
Para la Iglesia, por ejemplo, en la parábola del buen samaritano es el encuentro con esa (in)dignidad de otro ser humano lo que hace aflorar la mayor dignidad en quien empatiza con la humanidad débil y degradada. Lo mejor de lo humano aparece en la protección y el cuidado del otro cuya dignidad se reconoce en su indignidad. El modo de atender a un hermano expresa de modo eximio la dignidad de quien lo atiende, aun cuando la humanidad del hermano sea irreconocible, y sean cuales sean las circunstancias. En la gratuidad de la donación, quien da crece en humanidad, y quien recibe enriquece al donante, aun cuando aparentemente no tenga nada que ofrecer. Esto puede tener manifestaciones hermosas, como la atención al desvalido, al enfermo o al solitario. Pero también implica —y exige— actitudes difíciles como el respeto al delincuente, sea cual sea su delito. Si la dignidad es intrínseca, implica respetar a la persona, valorarla y cuidarla, más allá de su dolor o del daño cometido. Quizá este sea el punto más difícil del cristianismo, pero no podemos obviar la visita a los presos como una forma expresa de la caridad. Ello implica que el delito, sea cual sea, no debe suprimir la dignidad en nadie.
Este documento tiene que hacer el camino de encontrarse con la diversidad de las historias humanas. Si bien hace un valioso esfuerzo por aterrizar la reflexión sobre la dignidad a situaciones concretas, todavía le falta encontrarse con el mosaico de historias diversas que cuestionarán los principios más abstractos. Hay que seguir andando en el diálogo sincero.
Esta declaración abre multiplicidad de temas para la discusión: el peligro o valor de la teoría de género, las circunstancias de un cambio de sexo legítimo, las nuevas formas de violencia digital, etc. Es un aporte al diálogo al presentar posturas y plantear sus fundamentos. No debe entenderse como un cierre a la discusión. Pero quizá el mayor aporte doctrinal sea volver a poner el foco en la dignidad humana, como núcleo de la moralidad personal y social. Ya el hecho de presentar argumentos en actitud de diálogo es una buena noticia.
Es un aporte al diálogo al presentar posturas y plantear sus fundamentos. No debe entenderse como un cierre a la discusión.