Los tres vértigos de Kafka

La obra de Kafka es la parábola del hombre que emerge del abismo con el alma petrificada porque está enredado en una situación trágicamente inextricable, en un mundo incomprensible donde el razonamiento solo multiplica las pruebas de su impotencia*.

Nacido en Praga en 1883 en el seno de una familia judía, murió de tisis en un sanatorio cerca de Viena en 1924. Tras licenciarse en Derecho por la Universidad Alemana de Praga, trabajó en una compañía de seguros para ganarse la vida. Algunos breves viajes al extranjero (Italia y Francia), noviazgos infructuosos, la publicación de cuatro pequeños volúmenes de novelas —salvadas laboriosamente por sus amigos de su afán destructor—, una breve y apacible estancia en Berlín, la muerte a los 41 años: no hay nada más en su vida. A su muerte, Max Brod, su más fiel amigo, recopiló piadosamente el copioso material que quedaba: diarios, fragmentos, noticias, novelas, bocetos, haciendo todo lo posible por presentar fielmente los diversos textos. Desgraciadamente, la bibliografía sobre Kafka está aún en ciernes y, a veces, es peligrosamente fluida, por lo que escribir sobre Kafka no es una empresa del todo fácil.

«Soy un final o un principio», decía Franz Kafka de sí mismo. Un final: en el sentido de que en él los mitos del pensamiento y del sentimiento encuentran la muerte; un principio, porque, habiendo purificado el espíritu de la mentira, podía volver a vivir en la verdad, aunque fuera horrible. De hecho, su obra, gris y resignada, está en las antípodas de la embriaguez idealista y nietzscheana, del titanismo irrealista del expresionismo alemán de principios del siglo XX, e incluso del cristianismo de Kierkegaard. Kafka es un hombre que se mueve por el abismo de la existencia en compañía de su sombra aterrorizada: humildemente, sin pensar siquiera en la posibilidad de rebelarse. ¿Qué sentido tiene gritar cuando uno está en el desierto, y rebelarse cuando uno lleva en sí mismo la sentencia de su condena?

Extraño destino el suyo. En vida vagó por Europa, unas veces como intruso; otras, como extraño, siempre solitario y encerrado en sí mismo. Después de la muerte se convirtió en el padre espiritual de nuestro tiempo, acogido en todas partes como deidad tutelar, genio inspirador, guía de marcha. Los expresionistas ven en el autor de El proceso a su precursor, aunque a su manera; para Sartre y Camus, Kafka es el padre del nihilismo y de la filosofía del absurdo; para Max Brod, su confidente y el artífice de su gloria póstuma, y para Jean Carrive, un espíritu profundamente religioso; y para muchos judíos, por último, ¿qué pensaba Kafka de sí mismo? Pensaba que era un pobre diablo que había caído en este planeta sin saber cómo ni por qué. Un vago y un vagabundo, prisionero de una situación absurda, errante en un mundo en el que la noche y la angustia se han convertido en la sustancia de todo.

La obra de Kafka es la parábola del hombre que emerge del abismo con el alma petrificada porque está enredado en una situación trágicamente inextricable, en un mundo incomprensible donde el razonamiento solo multiplica las pruebas de su impotencia. Un mundo muerto, este de Kafka, en el que todo es relativo, donde lo real y lo imaginario intercambian irónicamente rostro y propiedad, donde nadie sabe nada de nada, donde uno acaba dudando incluso de sí mismo, como K. en El castillo y Joseph K. en El proceso. El problema es que nos empeñamos en lanzar nuestras preguntas al vacío y creer que nuestras conversaciones pueden desarrollarse sobre un fondo de realidad. O vamos alardeando de alguna pizca de verdad, impacientes por tener que admitir el fracaso.

Kafka no se deja seducir por engañosos «adornos filosóficos o religiosos», porque cree que ninguna filosofía o religión podrá romper el sombrío diafragma de la existencia ni dar una justificación al malestar que uno siente al encontrarse, día tras día, en las arenas movedizas de la existencia, chocado, mortificado, sacudido en el vacío, en el abandono total.

EL PADRE

Su existencia estaba dominada, como una pesadilla, por la figura de su padre. La Carta al padre, cuarenta y cinco folios mecanografiados, en la que Franz analiza la relación con su padre, componiendo casi una autobiografía, es uno de los documentos psicológicos más tremendos de nuestro siglo. En él, Kafka intenta dar respuesta a la pregunta más insistente que le formuló su padre: «¿Por qué me tienes miedo?

«…Intento responderte por escrito, incluso esta respuesta será incompleta, pues incluso mientras escribo me siento impedido por el miedo y las consecuencias…».

«…toda Tu vida trabajaste duro, sacrificaste todo por Tus hijos y especialmente por mí, para que yo viviera como un señor, libre para estudiar lo que quisiera, sin preocupaciones materiales… a cambio no pediste gratitud. — Tú sabes de la “gratitud de los hijos” — pero al menos alguna consideración, alguna señal de comprensión, en cambio yo siempre Te he eludido, escondiéndome en mi habitación, entre libros, entre amigos exaltados, entre ideas insensatas; nunca Te he hablado con el corazón abierto… además, no tengo sentido de familia, no me he ocupado de la empresa ni de Tus otros asuntos».

Franz, ante su padre, sano y robusto, fuerte y seguro, sentía un espantoso complejo de inferioridad. «Me aplastaba la mera existencia de tu cuerpo»: él, «una criatura débil, dubitativa, temerosa, inquieta». Estaba convencido de que era un parásito, una cucaracha inmunda, como solía apostrofarlo su padre, un intruso, también por su lasitud, debilidad e inestabilidad; y de que su padre tenía razón, incluso en su incomprensión e injusticia. Podía gritar, insultar, pegar: siempre tenía razón.

Aplastado, pues, por la personalidad de su padre, que se le aparece como una especie de Yahvé del Antiguo Testamento, Franz nunca podrá dar respuesta a las preguntas de su padre: ¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Adónde vas? Su existencia empezará a parecerle carente de justificación, no solo ante su padre, sino ante el mundo. En ese ambiente germina el sentimiento de culpa, que constituye el trasfondo y la explicación de toda la obra de Kafka.

¿Culpa de qué? De no ser capaz vivir. Era cierto. Pero ¿cómo podía afirmarse en la vida, si su padre le aniquilaba con su fuerza y su juicio condenatorio? Aunque lo hubiera intentado, cualquier esfuerzo que hubiera hecho habría sido absorbido y disipado en la nada.

«Estás incapacitado para la vida: y para darte un acomodo favorable, sin agravio y sin remordimiento, demuestras que te he quitado toda capacidad para la vida y me la he metido en el bolsillo»: estas palabras de la Carta, puestas en boca de su padre, manifiestan drásticamente el drama que se desarrollaba en el alma de Kafka, muy parecido a un círculo vicioso. Por un lado, el sentimiento de culpa por no ser capaz de afirmarse en la vida, pues todo en él está medido y determinado por su padre; por otro, el juicio y la condena del padre por este estado de impotencia y por su actitud de parásito en la familia y en la sociedad.

Su situación, como vemos, es absurda de entrada: para no ser culpable, tendría que rebelarse, ya que es la única manera de vivir, y por tanto acabaría siendo culpable. O tendría que recurrir a un tribunal. ¿Pero a cuál? El único tribunal sigue siendo el del padre, que ya ha emitido una condena irrevocable. Por tanto, nos encontramos como estáticos en la culpa, paralizados bajo el peso de un pecado de naturaleza, condenados a golpearnos la cabeza contra un muro sin encontrar nunca una salida.

Su existencia estaba dominada, como una pesadilla, por la figura de su padre.

LA VIDA MISMA ES CULPA

La experiencia personal de este sentimiento adquiere un significado universal. La vida misma es culpa. «Pecaminosa es la condición en que nos encontramos», escribe en el Diario. En realidad, sobre sus personajes, como sobre los de las tragedias griegas, se cierne un sentimiento de culpa misterioso, más persistente que una mala conciencia; una culpa que arraiga en lo más profundo de nuestro ser, envenenándolo y determinándolo. Fue, éste, su primer vértigo.

Fijando sus frías pupilas en la vida, no vio más que una multitud de desgraciados obligados a arrastrar una existencia condenada para siempre al fracaso por una tremenda maldición ancestral.

El proceso es la obra más significativa en este sentido. Joseph K. un buen día se ve acusado. ¿De qué culpa? No se sabe, ni se sabrá nunca. ¿Ante qué tribunal debe comparecer? Misterio. Una turba de policías, de abogados, de jueces de instrucción, dicen al acusado que no son más que subalternos. Nadie ha visto nunca al Juez Supremo: inaccesible y misterioso. Además, el acusado se oye repetir que bien puede considerarse víctima de intrigas malintencionadas y de bromas de agentes. Al presentarse un domingo en la sala del tribunal para ser interrogado, la encuentra vacía. Pero la idea de su desconocida culpabilidad se apodera tanto de él que ya no puede abandonar la sala. ¿Alucinación o realidad de su culpabilidad? En vano Joseph K. suplica una sentencia que ponga fin a una situación insoportable y atroz. Perdido en el laberinto de escaleras y pasillos en busca del Juez Supremo, solo se atormenta en vano y suplica una palabra que nunca será pronunciada, mientras la misteriosa acusación se cernirá sobre su vida como una fatalidad incontenible, acompañándole a una muerte atroz.

Estamos sometidos a un poder misterioso cuyas leyes solo podemos conocer transgrediéndolas y sufriendo su castigo. Cuando, tras un sufrimiento atroz e inútil, logramos percibir su existencia y con toda nuestra buena voluntad nos esforzamos por ponernos en orden, ya es demasiado tarde: nos volvemos atrás y vemos la mueca de la muerte. La falta que cometemos, sin saberlo ni quererlo, es haber nacido.

EL ARTE Y EL MATRIMONIO

Muchos pasajes de su obra sugieren que Kafka pensaba en el arte como una vía de salvación. Escribir significa dar sentido a su vida «monótona, vacía y equivocada»; significa emprender el «único camino que puede conducirle al progreso». Un vasto mundo se arremolina en su mente: «Prefiero romperlo mil veces que hacerlo retroceder y enterrarlo en mí; pues no tengo la menor duda de que para eso estoy en la tierra». También piensa que el arte puede proporcionarle una especie de invulnerabilidad, ya que cuando escribe se siente «intrépido, desnudo, poderoso, sorprendente». Para él, «escribir es una forma de oración», una ocupación sagrada, una investidura, «mi único deseo, mi única vocación». El arte es la posibilidad que se nos ofrece de mirar y retratar nuestro ser aplastado y escarnecido por un destino burlón e incomprensible. Malraux utiliza el arte para desafiar al destino y superar el universo absurdo; Kafka, en cambio, para mostrar su derrota, expresándose a sí mismo, en su situación histórica.

¿Significa todo esto una salvación? El hecho de que Kafka ordenara a su amigo Max Brod quemar sus escritos nos autoriza a pensar que él mismo comprendía la vanidad de la literatura. Rimbaud y Mallarmé también tenían el mismo pensamiento: destruirlo todo. El arte no puede redimirnos. Solo puede darnos la posibilidad de retratar, con distanciamiento artístico, nuestra angustia.

Habría una segunda vía de salvación: el matrimonio. «La felicidad de estar en compañía de seres humanos». Kafka, sin embargo, siempre se negó a casarse: el matrimonio, de hecho, era el «dominio del padre» por excelencia, y entonces «todo lo que se le daría a la mujer sería robado a la literatura»; la unión carnal también le horrorizaba. Después de todo, ¿con qué valor atarse a otra existencia, él tan inseguro, tan colgado sobre el vacío? Quien se siente como una cucaracha no puede aspirar sino a amores impuros…

Una vez fracasada también esta segunda vía de salvación, Kafka ve abrirse ante él la más sombría soledad. La Metamorfosis es el relato en el que la soledad se transcribe en términos aterradores y en toda su amplitud metafísica.

«Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos»1.

Con estas líneas, aparentemente tan ingenuas y naturales, comienza el relato más alucinante y espléndido salido de la imaginación de Kafka. Gregor Samsa, metamorfoseado en cucaracha, conserva su inteligencia humana, pero le es imposible comunicarse con los suyos: sus pensamientos, muy lúcidos en él, quedan fatalmente aprisionados en sonidos inarticulados, propios de las bestias. Un extraño, un monstruoso ser anormal, la vergüenza de la familia: eso es lo que es ahora. Su hermana, en los primeros tiempos, se ocupa del «niño desgraciado», luego, poco a poco, el olvido y la repulsión se espesan a su alrededor. ¿Cómo se puede vivir, en casa, con semejante bestia? Cuando finalmente muere, es arrastrado, con una sensación de liberación, al vertedero. Entonces «decidieron dedicar el día a descansar y pasear; se merecían bien este respiro; de hecho, lo necesitaban con urgencia».

Escribir significa dar sentido a su vida «monótona, vacía y equivocada»; significa emprender el «único camino que puede conducirle al progreso».

UN CASTILLO IMPENETRABLE

A la imposibilidad de vivir en la casa y en sociedad (La Metamorfosis) corresponde la imposibilidad de entrar en el castillo. Se diría que el pobre Kafka, incapaz de resignarse al tormento de verse excluido de la casa, quiso buscar un refugio más alto, más seguro, más completo. El mito del castillo expresa el drama del hombre en busca de una nueva entrada en la vida.

K., el protagonista, seguro de haber sido convocado por las autoridades como agrimensor, cuando llega al pueblo, extendido bajo el misterioso castillo, pide pasar allí la noche, con la esperanza de poder comunicarse con las autoridades al día siguiente. Inmediatamente empiezan a surgir dificultades: para pernoctar en el pueblo se necesita el permiso del conde. Las llamadas telefónicas al peaje preguntando si es cierto que K. ha sido contratado como topógrafo reciben una respuesta negativa. A partir de este momento, K. no hará otra cosa que demostrar que realmente ha sido llamado por sus autoridades. Una multitud de obstáculos absolutamente imprevistos y casi absurdos se lo impiden. Lo único que hace es perder tiempo y energía, y degradarse cada vez más. Cuando por fin llega el permiso para quedarse en el pueblo, K. está muerto. La salvación llegó demasiado tarde para el hombre que se había cansado de esperar y esperar.

El castillo permaneció impenetrable y distante, envuelto en su misterio. Es el símbolo de un mundo ideal —quizá el mundo de la fe— al que se tiende irresistiblemente, como un espejismo de salvación, y del que se queda uno excluido, después de haber pasado toda una vida llamando a su puerta, desesperadamente. Así, el hombre, se vuelva hacia donde se vuelva, no ve más que soledad y fracaso. Pero nótese bien: no la soledad de Kierkegaard, que es vocación salvífica, sino la soledad desesperada, que es maldición y muerte, condenación y pecado, silencio del mundo y asfixia de sí mismo. ¡Aislamiento!

La soledad —que es extrañamiento, aislamiento, agonía— fue su segundo vértigo. El hogar y la sociedad se convirtieron en su prisión y su pesadilla porque todo le parecía ajeno y enemigo. Ajeno, porque las cosas de este mundo para él se convertían en cosas del otro mundo, dada su incapacidad para tenerlas y comprenderlas; enemigo, porque todo le recordaba su situación de culpable e intruso.

Habiendo roto así todos los lazos entre el yo y la realidad exterior, Kafka se encontró viviendo como un intruso o, si se quiere, como un perro a la puerta. En la novela América —que es la representación mítica de la imposibilidad de asentarse en tierra firme—, el tío del protagonista recuerda a «aquellos recién llegados que permanecían días enteros en el balcón mirando la calle, como toros perdidos».

¿Qué le queda a Kafka después de estos descubrimientos? Nada más que encerrarse en una tumba, vivir como un muerto. Este es el tema del cuento La obra.

Alguien (¿una bestia? ¿un hombre?) se ha construido una guarida tan bien hecha que se considera impenetrable e inexpugnable. El constructor ha consumido «toda su vida» para llevar a término la obra. La ha estudiado hasta en sus más mínimos detalles: la disposición de la defensa en caso de ataque enemigo, interno o externo, dónde colocar la fortaleza, dónde poner las provisiones. Ahora está a salvo, lejos de los vivos, en una inmensa soledad. Es cierto que para él ya no hay alegría, pero tampoco miedo a los enemigos; ya no hay luz, pero tampoco miedo a herir con ella a sus pupilas; ya no hay vida —casi—, pero tampoco dolor ni miedo. ¿No es una maravilla esta vida muerta, esta muerte viva, en la guarida? A la larga, el extraño habitante acaba confundiéndose con la guarida que yace allí y con los planes que hace incesantemente para perfeccionarla y con el placer que siente al sentirla existir. Le parece estar «no frente a su casa, sino frente a sí mismo mientras duerme». Pero también debe salir a explorar los alrededores, aunque sin pasar mucho tiempo fuera. ¿Quién se encarga de que todo vaya bien dentro? Hay que volver a los pasillos subterráneos, reparar pequeñas averías, consolidar la fortaleza central. Finalmente, todo está en paz; uno puede descansar tranquilo. De repente, la incertidumbre se apodera de nuevo del constructor; ¡quizá la entrada no sea segura! Todavía hay que salir, acechar, dentro, fuera, dentro, sobre todo cuando en el silencio de los oscuros pasillos se oye un ruido; al principio se mezcla con el familiar rumor de los gusanos, luego se hace más fuerte, se sitúa aquí, allá, más lejos, detrás, en todas partes, retrocede, vuelve…

Esta es la imagen de nuestra vida. Una presencia amenazadora, huidiza y anónima nos persigue por todas partes, como una sombra, incluso en la más remota morada donde nos redujimos a vivir sin vivir. La propia soledad es una maldición y una amenaza. Del fracaso de todo solo queda la mitología de la desesperación y del absurdo.

Hay, pues, dos formas de soledad en Kafka: la soledad como silencio del mundo, y la soledad como aprisionamiento del yo en uno mismo o anquilosamiento —muy parecido a la muerte— del yo en un falso yo que nos hemos creado.

¿Existe Dios, para Kafka? Imposible afirmarlo o negarlo. Oleadas de creencia se superponían en su alma con oleadas de escepticismo, a veces en un ritmo de ambivalencia más obsesivo que una posición definida. ¿Existe o no el Juez Supremo, invocado por Joseph K.? ¿Hay realmente un conde en el castillo? ¿Se ha convocado realmente al agrónomo? Preguntas sin respuesta. Si estas autoridades superiores son símbolos de Dios y del mundo espiritual, hay que afirmar, con Jean Carrive, que toda la obra de Kafka es un «discurso sobre la ausencia de Dios».

¿Ausente o muerto? Imposible saberlo con exactitud. Probablemente está ahí, pero es inaccesible, innombrable, impensable. Es nuestro tormento, Dios. Porque sentimos una necesidad imperiosa de acercarnos a él, de tener un punto de apoyo en nuestro colgar sobre el vacío, de escuchar una palabra de seguridad; consumimos toda nuestra vida para acercarnos a él: pero Dios nos rechaza, nos da la espalda, nos abandona en la noche o nos aplasta con su inmensidad. ¿Existe, entonces? Pero ¡qué difícil es concluir con una afirmación!

Era el tercer vértigo de Kafka. Llamado y rechazado, elegido y marginado. La tierra no le basta, absolutamente; en ella se siente enfermo, apátrida, tambaleante. El cielo, lejano; es inasible. Dios, si existe, es silencio, «la taciturnidad es uno de los atributos de la plenitud». No podemos resignarnos y seguimos llamando obstinadamente a una puerta que nunca se abrirá. La obra de Kafka puede describirse como la traducción en mitos de la difícil situación del hombre atrapado entre la clandestinidad y la muerte de Dios. Sin embargo, si está muerto, vive en nosotros con su nostalgia.

A veces Kafka se dejaba llevar por un viento benigno de esperanza. Hablaba, entonces, de la fe «indestructible», sin la cual el hombre no podría vivir, de «otra vida» en la que el dolor se convierte en dicha. En el Diario, se pueden leer estas frases: «El hombre no puede vivir sin una confianza perpetua en algo indestructible en sí mismo, lo que no excluye que tanto esa confianza como ese elemento indestructible puedan permanecer perpetuamente ocultos para él. Una de las formas en que puede expresarse esta ocultación es la fe en un Dios personal». «¿Qué hay más gozoso que la fe en un Dios doméstico?». «No hay nada más que el mundo espiritual».

Estas frases no son definitivas, es cierto; son migajas de fe, pausas de esperanza, raros destellos de luz que surcan el grisáceo cielo kafkiano, pero suficientes para mostrarnos la apertura y la nostalgia del escritor por los valores religiosos. Puede que haya un mensaje de salvación, pero no llega hasta nosotros.

En cambio, se encontró de pie junto a la ventana, esperando. En la vana espera, a veces su mirada cansada se posa en las crestas del Sinaí y piensa en el esplendor de la cumbre. Un borbotón de emoción le cierra entonces la garganta y su alma insinúa un canto de esperanza. Una brevísima pausa. Su mirada se desliza inmediatamente hacia «la multitud de los que vagan por el Sinaí», desgreñados e ilusos. También él deambula por el monte sagrado. Muy a menudo tiene la impresión de que se desprende de la tierra y cae sobre él, aplastándolo. Entonces su existencia es solo un estremecimiento de muerte y pura desesperación.

A veces Kafka se dejaba llevar por un viento benigno de esperanza. Hablaba, entonces, de la fe «indestructible», sin la cual el hombre no podría vivir, de «otra vida» en la que el dolor se convierte en dicha.

* Este texto es una versión resumida de un artículo que, con el mismo título, fue publicado el 6 de junio en www.laciviltacattolica.es
1 F. Kafka, La metamorfosis y otros relatos, Madrid: Cátedra, 2003, p. 133.

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