Sociólogo y politólogo. Licenciado en Sociología en la Universidad Católica de Santiago y Doctorado de l’Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, en París. Desde 1994 es Profesor Titular Departamento Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de Universidad de Chile. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales en 2007.
Ud. ha sido actor —no solo testigo— en momentos y procesos muy importantes: la reforma universitaria de 1968, el triunfo de la UP y el golpe de Estado de 1973, el regreso a la democracia, el estallido social, el actual proceso constituyente… Este recorrido, aunque sinuoso, ¿se dirige hacia un objetivo posible de visualizar?
Es difícil hacer filosofía de la historia. Entiendo que estamos hablando de la sociedad chilena. Sin embargo, hay un hito en el cual estuve en movilizaciones, pero no asumí función alguna. Estaba en Francia estudiando el doctorado en mayo del 68 y ahí lo que se vivó fue un momento de muchos movimientos, igual que en otras sociedades, en que lo que se buscaba era cambiar la vida, más allá de los sistemas. En América Latina, el “cambiar la vida” estaba identificado con el rechazo a un determinado sistema político y socioeconómico. Ahora bien, aludiendo a la pregunta… ¿Se puede hablar de un objetivo o un sentido que se mantiene?… Cada generación vive su coyuntura y, luego, la memoria de esta se acumula con la experiencia de la generación siguiente. Así, no hay un sentido único de la historia. Cada segmento de cada generación vive eventos propios, que la marcan de manera particular y la hacen definirse específicamente.
En los años sesenta, época en que me vinculo a Mensaje, la sociedad chilena enfrentaba dos grandes núcleos del mundo oligárquico: lo agrario, en lo que me tocó participar con INDAP —encargado de la organización campesina de la reforma agraria—, y lo cultural, expresado sobre todo en la educación, de lo que la Universidad Católica era el ejemplo paradigmático, donde me tocó participar primero como dirigente estudiantil y, luego, dirigiendo un centro de estudios. En esa época los partidos representaban segmentos de grandes actores fundamentales de la sociedad, y la Democracia Cristiana y la izquierda representaban el cambio en la sociedad. Así, tuve consciencia temprana de la vinculación entre lo político y lo social. Vino después la Unidad Popular, momento en el cual lo que estaba en debate en el mundo era el paso del capitalismo al socialismo. Esto, con la particularidad de hacerlo sin una revolución violenta, lo que aparecía como la cuadratura del círculo en términos de las ideologías predominantes.
—¿Qué aprendizajes se obtuvieron de esa época?
De ese momento surgen preguntas. La pregunta ¿cómo se cambia la vida?, como dije, se identificó demasiado con el cambio del sistema socioeconómico y político. La pregunta principal de la época fue ¿cómo se transforma profundamente una sociedad y sus estructuras de poder sin violencia, sin eliminar vidas y libertades? El aprendizaje principal fue que no se pueden hacer grandes transformaciones excluyendo las fórmulas violentas, si no se construyen mayorías políticas. El problema es cómo construir esa mayoría política y en Chile, en ese momento, ello pasaba por los partidos. Y se fracasó en construir esa mayoría.
—Cuando se vivió el regreso a la democracia en 1990, ¿consideró que cuarenta años más tarde estaríamos intentando refundarla?
La dictadura, como diría alguien, fue la encarnación del mal absoluto, que se opone a la justicia y la solidaridad. Por ello, el regreso de la democracia fue un avance fundamental, civilizatorio. Pero omitimos demandas absolutamente justificadas. Fui de los primeros en hacer la crítica. Instalé el concepto de los “enclaves autoritarios” y el de los “poderes fácticos”. ¿Qué significaba eso? Una democracia limitada. Carlos Huneeus la llamará después “una democracia semisoberana”. Otros la llamarán “democracia incompleta”. Basta decir que en los ocho primeros años Pinochet seguía en su cargo en el Ejército. Entonces, ¿a eso llamarle “una transición ejemplar”? ¡No, pues! Digan, si quieren, que no era posible otra cosa —lo que tampoco es cierto—, pero no digan que era ejemplar. Estaba la presencia de la dictadura militar. El sistema binominal impedía que hubiera realmente democracia. La demanda respecto de todo lo pendiente, tarde o temprano, iba a estallar.
Nadie puede decir que previó exactamente el estallido. Pero vimos lo que llamé “la gran ruptura” entre un sistema institucional político y los actores políticos institucionales y la sociedad. Esa ruptura —puede decirse— se da en todas partes del mundo. Sin embargo, Chile es de las pocas sociedades que durante casi cien años se construyó en una imbricación entre partidos políticos y la sociedad. Y eso se rompió finalmente porque en los años noventa no se enfrentaron los grandes problemas de un régimen político democrático incompleto. Entonces, la gente sintió que la política no le servía. Y eso tuvo su expresión primera en el 2006 y el 2007, con las movilizaciones de los pingüinos y de los subcontratistas del cobre. A partir del 2006, producto de este distanciamiento, ya los partidos políticos dejaron de ser los conductores o interlocutores de la protesta social. Después vinieron las movilizaciones del 2011 y del 2012, y la feminista de 2018. Se trató de una demanda que apuntaba a resolver los déficit de los años noventa y algunos de más larga data.
La diferencia entre las movilizaciones de esos años y el estallido de 2019 está en que este no tuvo liderazgo ni político ni organizacional, pero forzó a una salida política. Y la paradoja en este caso es que, desde el mundo institucional, rechazado por la gente en las calles, surge la solución, que es una solución que, siendo institucional, devuelve el poder y la palabra a la gente en las calles a través de lo que se llama “proceso constituyente”.
UN PROBLEMA CIVILIZATORIO
—En una entrevista reciente usted señaló que todo lo que está ocurriendo hoy, fue planteado por la ex presidenta Bachelet como parte de temas claves en su gobierno. ¿A qué se refiere? ¿Cree que su “proyecto país” fue comprendido en su momento?
El segundo gobierno de Bachelet tuvo la capacidad de entender lo que estaba pasando. El suyo fue el primer proyecto histórico refundacional post dictadura, uno que implicaba una refundación, un cambio del modelo económico y del modelo político. Ella recoge lo pendiente en un programa que podría tener 200 páginas —que algunos leyeron y otros no—, donde lo importante era que las tres cuestiones centrales (educación pública de calidad, reforma tributaria redistributiva y nueva Constitución formulada participativamente) habían venido por primera vez en la historia de Chile de un movimiento social y no de los partidos políticos. Ella se da cuenta de que las fuerzas políticas de la Concertación no van a hacer ese trabajo y entonces incorpora al Partido Comunista. Hay ahí un modelo refundacional en lo laboral, económico, educacional e institucional. Pero, entonces, por primera vez en la historia de Chile, vota menos del 50%: no hay mejor ejemplo de esta ruptura entre política y sociedad… De todos modos, ella dejó planteado un proceso constituyente de inmenso valor, cabildos autoconvocados incluidos.
—Otra frase suya, expresada en una entrevista, apunta a que debemos dejar de hablar del poder de consumo para referirnos a nuestras necesidades como sociedad. ¿Puede explayarse?
Estamos en un problema civilizatorio, que afecta, por supuesto, a la humanidad y a cada una de las sociedades. Lo que yo decía en esa entrevista es que los dos grandes principios no resueltos en la modernidad son los temas de la igualdad y de la solidaridad. La sociedad actual, llámese la sociedad de la información, llámese la sociedad de la comunicación, la edad digital, etcétera, tiene como elementos centrales la horizontalidad y la inmediatez. Y se retoma la igualdad en términos de horizontalidad, restringiendo la verticalidad y las jerarquías de las autoridades. La desigualdad radical que se encuentra en la vida cotidiana se compara con la igualdad que se vive en las redes sociales: en ella se puede decir lo que a uno se le ocurra, por ejemplo, y se fortalece la identidad de algunos grupos. A este problema de reconstrucción de comunidades políticas, se le suma la crisis medio ambiental, que amenaza la sobrevivencia de la humanidad, y la superación del orden patriarcal.
Y en este marco se plantea la cuestión de la igualdad socioeconómica, sin la cual la libertad es real solo para algunos. ¿Qué significa? Es posible que podamos tener una igualdad en las condiciones materiales en las oportunidades de vida para toda la humanidad en no más de una generación. Pero ello es imposible, si se sigue con este modo de vida, pues se destruiría definitivamente el medio ambiente. El consumo guiado y definido no por las necesidades, sino por la tecnología y la publicidad de esa tecnología, no es posible mantenerlo como hasta ahora. El último informe sobre cambio climático revela que no es posible continuar con el actual modelo de desarrollo. Esto implica reorientar el cambio tecnológico y disminuir el consumo. Pero ¿cómo se resuelve el problema en que la mitad del país vive con menos de 500 mil pesos mensuales, sin redistribución? Eso significa pasar de una economía de consumo a una economía de necesidades, que atienda las necesidades de la gente y no a las que van creando permanentemente el avance tecnológico y la publicidad. Se trata de un problema clásico. Igualdad y libertad solo se concilian con la idea de fraternidad o solidaridad, y eso no existe en Chile.
—¿Cree usted que hoy está cambiando el curso de la historia en Chile? O, ¿qué factores internacionales o nacionales explican el cambio que estamos viviendo hoy?
El cambio geopolítico significa para América Latina una mayor soledad. América Latina es hoy, como continente, más solo de lo que fue en otras épocas, lo que obliga a pensar en su reforzamiento como bloque. Y Chile debe ser parte activa de ese proceso. Desde el punto de vista nacional, la dictadura militar cambió el curso de la historia y buscó destruir al país como comunidad humana y política, La recuperación democrática y sus avances significativos en el campo socioeconómico, político y cultural no saldaron las deudas ancestrales ni tampoco muchas heredadas de la dictadura. Por supuesto, esa historia está cambiando y estamos ante un momento refundacional que profundiza y retoma grandes avances de nuestra historia y muchos ideales que no lograron cristalizar. Pero ello se da en un mundo profundamente transformado. Dar cuenta del cambio epocal de la humanidad y, a su vez, resolver los problemas señalados que nuestra historia no pudo abordar, es lo que significa el momento actual y ello implica la reconstrucción de la comunidad política con una reinvención de un modelo de organización social.
—¿Sobre qué es usted optimista?
En general, no me identifico con estas categorías de optimista o pesimista. Más bien, tengo esperanzas, deseos de que las cosas ocurran de una cierta manera: que se reconstituya una comunidad política, que se haga justicia y reparación, que haya igualdad real, que tengamos una muy buena nueva Constitución, que se encuentre una salida a la crisis medio ambiental, etc. Respecto de que todo ello se realice, veo enormes obstáculos y dificultades. Algunos podrían calificar de pesimismo, frente a lo cual solo caben la resiliencia y la resistencia, y renovar esperanzas. ¿Eso es pesimista u optimista? Al final, parafraseando a alguien, quizás no logremos terminar con la injusticia, la desigualdad y la ausencia de solidaridad, pero hay que luchar para que ellas no terminen con nosotros. MSJ