Comentario del mes a lo más destacado de la música.
En una reciente cena de amigos, uno de los comensales me hizo un llamado de atención (con cariño, por cierto). Me dijo, con la intensidad de su sangre catalana, que ya era hora de alzar la mirada, de dejar mi zona de confort; que era necesario salir más a menudo del mundillo (no recuerdo si usó la palabra, pero así la sentí) del jazz contemporáneo; que desde mi homenaje a la difunta Olivia Newton-John no he escrito nada sobre algún artista reconocible por el gran público, etc. Recojo el pañuelo y heme aquí, dispuesto a presentar dos discos recientes, que no nos ofrecen más que un puñado de canciones.
Desde su primer disco, Come Away With Me (2002), se ha notado algo especial en Norah Jones. Mi hijo Pablo desde un comienzo fue más tajante y simplemente la considera pretenciosa. A mí me ha merecido más dudas esa apreciación, porque reconozco de algún modo ese «algo especial» de la artista. Estoy convencido de que lo suyo va más allá del pop, o al menos habría que decir que pertenece a un mundo que no es exactamente el pop.
Pero hablemos de esta producción. Quiero referirme exclusivamente a su música. Lo primero que me llama la atención es que su propuesta no es pretenciosa desde el punto de la sonoridad. Básicamente, se trata de un conjunto de doce canciones con una estructura clara, sostenidas por capas de guitarras apoyadas, a su vez, en el bajo y la batería, con intervenciones de teclados (normalmente, de piano) y, por supuesto, con el protagonismo de la voz de Norah Jones. Su estilo vocal es más bien limpio, sin artilugios. En muchos momentos su voz está doblada, grabada en dos octavas o haciendo el efecto armónico de una segunda, o haciendo sus propios coros. Esto le da mucha identidad al disco, aunque es un recurso que se usa muy a menudo. También, ocasionalmente, el productor agregó algún efecto de eco o de reverberación a la voz de la artista. La atmósfera general que todo esto da al disco es una sensación de nostalgia, como si nos conectara con tiempos pretéritos. Algunos de los videos oficiales de la producción nos muestran a una Norah Jones vestida con ropajes de una Norteamérica de los sesenta, o con atuendos más bien atemporales. Priman paisajes alejados de las grandes ciudades. En uno de estos videos, la ambientación está dada por uno de esos parques de diversiones que suelen instalarse en las afueras de los pueblos, y en las imágenes se intercalan tomas de dos personajes: de la artista ya adulta y de quien se supone que es ella misma en su niñez, sometidas ambas a las mismas sensaciones de la montaña rusa y del algodón de azúcar que se pega en sus dedos y en su cara, azotada por el viento del atardecer. A mí me gustó este disco. Dudo que también a Pablo. En todo caso, esperaría que mi amigo de la cena aquella esté, en estos precisos momentos, buscándolo, para escucharlo esta noche antes de dormir, recordando algún parque de diversiones de su niñez.
Sin perjuicio de lo dicho en la introducción de esta crónica, debo advertir que este disco ha sido editado por el prestigioso sello alemán act, especializado en jazz. Esto indica que, si bien he hecho un sincero esfuerzo por «alzar la mirada» por encima de mis preferencias musicales, la Divina Providencia (y no mi porfía) ha encaminado mis pasos por la misma senda. Cuando el disco llegó a mí, tuve una verdadera epifanía. Debo partir diciendo que, si a alguien le quedó la impresión de que la producción de Norah Jones me ha llenado el gusto, es cierto, pero no se compara con el deleite y con la admiración que ha despertado en mí esta joya de la joven Anna Gréta, natural de Reikiavik, Islandia, y residente en Estocolmo desde 2014. Siempre pensé que después de Björk no volvería a brillar otra estrella en el firmamento de la música islandesa, pero ahora Anna nos sorprende con esta «Estrella de primavera», cuando en el hemisferio sur recién nos adentramos, lenta y tímidamente, en las oscuridades invernales. Por cierto, no es la típica cantante de jazz. Lo suyo está, más bien, en la tradición musical escandinava, siempre taciturna, crepuscular y, en este caso, con la melancolía residual de los días cortos de un invierno que va quedando atrás. Son once canciones bellas, inteligentes, de elegante factura. Ella canta suavemente, pero con una expresividad muy potente. Hace también sus propios coros y toca el piano y todos los teclados, aportando con todo ello a una atmósfera contemplativa y también, por momentos, reflexiva en un sentido, por decirlo de algún modo, intelectual. Un disco con propuesta y, sin contradicción, con una serena belleza. No tardaré en escuchar los dos discos anteriores de Anna.