Comentario del mes a lo más destacado de la música.
Dos viejos conocidos han venido a visitarme en el inicio de este invierno, que aparece como una profundización de lo que ya habíamos estado experimentando a lo largo de un otoño lluvioso y frío. Todo invita al recogimiento, a la tibieza del hogar, a momentos de quietud en atardeceres tempranos. En esta tarde gélida comparecen, oportunísimos, estos creadores que ya he comentado antes, con su música tan suya y rodeados, como siempre, de una legión de amigos y colaboradores. En ambos casos, se trata de una música que invita a la quietud y a la intimidad, aunque tras ella hay toda una experiencia colectiva.
De Moby se suelen decir muchas cosas y yo mismo, alguna vez, me he sumado a ello: que canta mucho, sin ser un buen cantante; que abusa de la electrónica; que en sus discos el trabajo lo hacen más sus amigos que él mismo; que ha reversionado más de la cuenta los grandes éxitos de sus mejores discos… Es probable que todo ello sea cierto. Pero el hecho, a fin de cuentas, es que estamos en presencia de un gran músico o, si se quiere, de un muy buen hacedor de música. Con todos esos ingredientes por los que se lo ha criticado, ha logrado discos tan notables como Play (1999) o, mejor aún, como 18 (del año 2002 y, lejos, mi favorito), o incluso colecciones de reversiones de sí mismo, casi tan buenas como sus originales, en Reprise (2021) y Resound NYC (2023).
Ahora, con este disco de título tan sugerente (¿quién no ha conocido alguna vez a una persona «siempre centrada en la noche»?), la verdad-la verdad, no me siento con el mismo entusiasmo de otras audiciones del artista. Creo que esta producción tiene el sello y el genio de Moby, pero a veces ocurre, como creo que ha ocurrido en esta ocasión, que las musas escasean o se ausentan; no es fácil retenerlas en cada acto creativo y en alguna ocasión puede que el artista haga lo suyo, ejerza su oficio, pero sin esa cuota de inspiración que pueda dejar al oyente sin aliento, como me ocurrió a mí cuando escuché por primera vez 18, en una mañana cualquiera, yendo de La Serena a Coquimbo, con el mar a mi diestra. Pero puedo garantizarles algo, que tampoco es tan poco: podrán escuchar un disco que, si bien tal vez no los conmueva mucho, sí será una auténtica experiencia auditiva del «modo Moby» de hacer música.
A estas alturas del partido, de mi partido, Robert Glasper es para mí como un gurú musical, un músico de cabecera, alguien a quien escucho, sea lo que sea lo que grabe. Siendo un pianista tan completo, disfruto muchísimo sus solos o sus tríos de jazz puro. Tiene un lenguaje que ya me cautivó para siempre, y nada de lo que él haga en ese campo me resultará ajeno o indiferente. Pero también me fascinan sus performances con el Robert Glasper Experiment, que, como he descrito en otras ocasiones, es música que habría que describir como una experiencia cultural, como música de su contexto vital, música de barrio negro, con rítmicas propias, características, con sonoridades de pandilla, de calle, pero, claro, pasadas por el tamiz de un superdotado musical. Si de Moby decíamos que es un músico «gregario», por su tendencia a producir obras con amplia participación de colaboradores (instrumentistas y cantantes), en el caso de Robert Glasper habría que decir lo mismo, pero incluso amplificado. Se rodea de amigos que enaltecen sus discos, pero a la vez es evidente que todo aquel que se cruce, en algún momento de su carrera musical, con este gurú, va a ser transformado, va a ser vuelto otro, alguien mejor, alguien que probablemente nunca en su vida volverá a ser lo que ha sido con Glasper.
Me pregunto: ¿qué de especial hay en esta novísima producción? y me cuesta encontrar una respuesta, por la familiaridad que Glasper me hace sentir cada vez que me aproximo a un nuevo disco suyo. No hay una experiencia de «novedad», ni tampoco la busco. Es más bien una experiencia de reencuentro; de reencuentro con el artista y, así, en cierto sentido, de profundización en el conocimiento de su lenguaje y de su universo musical. Pero también de reencuentro conmigo mismo, por la atmósfera contemplativa y de reflexión a la que él me lleva cada vez que pone sus enormes manos negras sobre el teclado. Ataca el acorde inicial y yo me quedo suspendido en un instante que ya no tiene duración. Se suman sus amigos, que me imagino viven en el mismo barrio que él, y me siento cautivado y, finalmente, integrado en esa experiencia de un mundo que se construye en una idea y en una atmósfera musical forjada desde una identidad compartida.