Comentario del mes a lo más destacado de la música nacional e internacional.
Tengo un grupo de amigos, casi todos mayores de sesenta años, que todavía me sorprenden con su sentido del humor y, en general, con su sentido —digámoslo así— de humanidad. En un reciente encuentro, uno de ellos reclamó, medio en broma-medio en serio (como suele hacerlo), por mi escasez de alusiones personales (a este grupo, claro) en mis últimas crónicas musicales. Por esas cosas de la vida y con independencia de ese reproche, que considero merecido y justo, me he acordado mucho de estos caballeros beneméritos, tan queridos por mí, en especial a propósito del primero de los discos que a continuación quisiera recomendar.
Lo primero que tendría que decir es que, contra toda lógica, este nuevo lanzamiento de Olivier Bogé, artista oriundo del sur de Francia, no es un disco de jazz, por más que Apple Music o cualquier otro sistema de streaming así lo catalogue. Ya antes he hablado de este músico (Mensaje de marzo/abril de 2016), a propósito de su tercera producción, Expanded Places (2015), destacando entonces algo que aquí aparece con aún mayor claridad, a saber, que estamos en presencia de un músico que originalmente se formó para hacer una carrera como pianista; pero que en el camino su inquietud creativa lo llevó a hacerse conocido, más bien, como un destacado saxofonista. Ya en ese disco de 2015 advertíamos también su adicional asomo al mundo de la sonoridad de la guitarra y al recurso vocal. Este quinto disco suyo es una auténtica radicalización de ese desarrollo en su carrera musical. Básicamente, se trata de una colección de piezas cantadas, con el acompañamiento de guitarras acústicas y eléctricas. La propuesta se completa con piano, Fender Rhodes, teclados, saxo y contrabajo, instrumentos todos ejecutados por el mismo Bogé (solo algunas secciones de percusión fueron aportadas por el baterista Karl Jannuska). Las canciones son también composiciones del artista, tanto en su música como en sus textos. La voz de este músico, que se suponía que llegaría a ser un gran pianista o un saxofonista connotado en el mundo del jazz, nos sorprende aquí con un estilo dominado por lo que su mismo sitio web ha descrito como un «folk intimista» y, yo agregaría, profundamente poético. Es una voz sin grandes pretensiones, más bien blanca y carente de efectismos, pero de una intensa emocionalidad. Pienso: esto es como un disco de Eduardo Gatti (a quien respeto mucho), pero francés. Sé que los gustos de mis amigos van por otros derroteros, pero de todos modos les recomiendo vivamente escucharlo, atentamente y sin impaciencia.
Pablo Held sí que es claramente (con la claridad de los encasillamientos) un pianista de jazz. Nació en Hagen, Alemania, en 1986. Desde el año 2007, en que inició su producción personal, este es su decimosexto disco. No he logrado aclarar cuál es el origen de la palabra buoyancy, pero está claro que su significado es la flotabilidad, la capacidad de mantenerse a flote. Tampoco he dado con algún texto en que Held revele la idea o la intuición que está detrás de esta producción y de su nombre, pero tal vez la carátula del disco nos diga algo: una embarcación que enfrenta un largo, estrecho y sinuoso recorrido, en medio de un paisaje legendario. Me parece ver que, además de la pieza que da el nombre a la producción, varios de los títulos aluden a la idea de un viaje, o más bien, de una navegación. El primer tema habla de una «cita submarina» («Underwater Rendezvous»), con la participación de la cantante Norma Winstone, y el corte número 7 es un cover del tema central de la saga de Star Wars, agregando con esto una nota de interespacialidad a la misma imagen. Además de piano, Pablo Held toca un teclado electrónico ya casi extinto, el mellotron, logrando con ello una sonoridad muy particular. Especial protagonismo adquiere a lo largo de la producción el sonido de una trompeta y de un flügelhorn, a cargo de Percy Pursglove. Completan la banda Kit Downes en órgano y Leif Berger en la batería. Siendo este un proyecto claro de indagación jazzística, no lo recomendaría a mis viejos amigos, pero sí a otros, los miembros del Cuarteto Jazzorius, de aparición más reciente en mi vida, que tocan muy bien y que viven inmersos (o a flote, nadando) en el océano del jazz.