El Padre Hurtado, educador nato, pone el centro de la cuestión educativa en Jesucristo y en sus derivaciones, que deben plasmarse en una educación que involucre el servicio al prójimo, el sentido social, la responsabilidad y la disciplina.
«Mi carácter poco enérgico, de poca personalidad, de escasas iniciativas, de muchos desalientos, necesita de apoyo, de estímulos»(1): parecen las palabras de un joven abatido, inseguro sobre sí mismo y su futuro. Sin embargo, son palabras que el adolescente Alberto Hurtado escribía en un retiro en Las Cruces a los 17 años de edad. En ese momento Alberto discernía si ingresar al sacerdocio diocesano, que le permitiría estar más cerca de su familia y apoyar a su madre, o a la Compañía de Jesús, a la que quería entrar desde los 15 años. En ese mismo retiro discierne que desea entrar a la Compañía, ya que «el sacerdote secular, si no tiene mucho carácter, tendrá menos tiempo para ocuparse de sí que el que yo ahora». Y concluye: «El Señor que me da estas ansias, estos deseos. Me dará los medios y no me dejará a mitad de camino, si me ve dispuesto a sacrificarlo todo por Él y que quiero entregarme de lleno a su gloria»(2). En la Compañía encontró el «marco de hierro»(3), que, según pensaba, necesitaba para darse entero.
Si bien, especialmente entre los más jóvenes, hoy él ha dejado de ser una figura tan conocida, si algo evoca el Padre Hurtado es el fuego de su amor por Jesucristo y por el prójimo —los patroncitos y patroncitas, como afectuosamente los llamaba— y sus obras. Obras de todo tipo: su trabajo de joven en el Patronato de Andacollo, al que lo llevaba su madre, Ana Cruchaga; ya de adulto, libros de educación y formación, de psicología, de sindicalismo; su trabajo con jóvenes como profesor, dirigente de diversos grupos y acompañante espiritual; el Hogar de Cristo, los grupos de formación de sindicalistas católicos de la ASICH… En fin. De joven y adulto, el corazón de Alberto fue como el fuego devorador del que habla Jeremías(4), que se expandió por la sociedad chilena con la misma velocidad y voracidad con que lo hace un incendio en un bosque seco.
¿Qué sucedió? ¿Cómo ese joven, inseguro de sí mismo, pero consciente de su propia fragilidad —en lo que ya podemos intuir una primera respuesta a la pregunta—, se convierte en ese fuego? ¿Cómo Alberto se transforma en ese torbellino de obras, imposibles de lograr sin disciplina y un hondo amor? ¿Cómo es que logra traducir en la realidad esa inquietud, que nacía de la desazón de su corazón ante la injusticia y el sufrimiento? Según dice su acompañante espiritual de los años universitarios, el padre Damián Symon SS.CC., «no podía ver el dolor sin quererlo remediar»(5).
Si bien en última instancia el corazón de un santo y de cualquier cristiano es un misterio de amor escondido entre él y el Dios que lo ama, en este artículo se pondrá la mirada en una de las mediaciones humanas que nos pueden dar una respuesta: la relación personal profesor-alumno, que posibilita una educación humanizante, que Alberto recibió y después plasmó en su pensamiento pedagógico.
¿Cómo construir un Chile más justo? San Alberto, hombre que conoció a fondo la realidad chilena, dice: «El más grave de los problemas chilenos en el orden humano es la falta de una verdadera educación. Problema, este, más grave aún que el problema de la escasez de salarios, la lucha de clases, el problema político y aun la misma desorganización de la familia, porque encierra en sí todos estos problemas y los acrecienta (…) El problema social chileno tiene una honda raíz educativa. Es necesario clamar: “Gobernar es educar”» (6).
¿Cuál es su idea de esa «verdadera educación»? El Padre Hurtado, educador nato, pone el centro de la cuestión educativa en Jesucristo y en sus derivaciones, que deben plasmarse en una educación integral y humanizante, como el servicio al prójimo, el sentido social, la responsabilidad y la disciplina. También trata temas tan actuales en las corrientes pedagógicas como el rol activo del estudiante en el aprendizaje, su crítica a la enseñanza enciclopedista o basada en contenidos, o el rol esencial del juego, los deportes, el canto y el arte.
El Padre Hurtado, educador nato, pone el centro de la cuestión educativa en Jesucristo y en sus derivaciones…
Si se mira atentamente, en esta propuesta están presentes los grandes temas humanos que brillan por su ausencia en la mayoría de las propuestas pedagógicas actuales: el sentido de la vida, el amor, la alegría que se encuentra en el servicio y en el trabajo bien hecho; el crecimiento personal a través del vencimiento de sí mismo, y el gozo profundo que da el aprender, el encontrarse con la realidad y dejar que nos transforme para bien.
Hoy se respira una honda falta de sentido que ha invadido a los jóvenes. Quizás se debe hablar más propiamente de una falta de esperanza. Muchos jóvenes hoy ya no esperan nada. Esto se debe, probablemente, a una mezcla nefasta entre la crisis valórica, espiritual y familiar, y el sistema neoliberal con sus continuos llamados al consumo, llamados que atacan sobre todo a los jóvenes, que son un mercado muy apetecido.
Asimismo, estamos sumidos en una crisis económica y social que hace que sueños que movían antes a jóvenes y jóvenes adultos —como la casa propia— parezcan ser hoy algo irrealizable. Estos sueños son reemplazados por el consumo de artículos superfluos, como el último celular de moda, que ciertamente no contribuye al desarrollo integral de la persona. Además, en una sociedad afectada por el proceso de secularización, el sentido que antes llenaba muchas vidas —que era en muchos casos formar una familia, sacarla adelante y criar a los hijos, con las luchas y las alegrías que conlleva—, ya para muchos no es un horizonte. A este desarrollo cultural se suman los continuos ataques ideológicos que ha sufrido la familia, que ha dejado jóvenes inseguros, ansiosos, y desarraigados, que —planteo como hipótesis— no pueden aprender porque no han sido amados.
Acá nos encontramos con uno de los puntos más importantes del pensamiento pedagógico de San Alberto, el punto de partida para cualquier proceso educativo y de cualquier educación humanizante. La formación de hombres y mujeres seguros de sí mismos que aporten a la sociedad requiere, ante todo, la experiencia del amor, a lo que alude de fondo la palabra que se usa mucho en nuestros días: la vinculación profesor-alumno.
Este joven conocía sus flaquezas y nunca fue un alumno destacado académicamente, sino hasta el último año de su colegio (1918). Si bien ya era un buen lector, algo sucede en esos dos últimos años de colegio que fue fundamental y lo lanza en un camino en que descubre una vocación de intelectual «práctico». En 1915 retorna al colegio un profesor y jesuita que tendría hondas repercusiones en su vida: el P. Fernando Vives. Años después, Alberto rememora sus clases de Historia, «tan interesantes, tan llenas de vida, salpicadas de anécdotas, en las que a cada paso se revelaba su carácter tan humano, bondadoso»(7). Nos narra Jaime Castellón S.J. que desde ese año el padre Vives acompañó espiritualmente a Alberto. Le ayudó a intensificar y madurar su relación con Dios, a abrir sus horizontes y sacar lo mejor de sí para ponerlo al servicio de otro. Su influencia fue tan grande que el libro que publicó muchos años después, Sindicalismo. Historia. Teoría. Práctica (Santiago 1950), Alberto lo dedicó al P. Vives, diciendo que era «a quien debo mi sacerdocio y mi vocación social».
Lo que había sucedido entonces fue que hubo un vínculo educativo, una relación personal. Vale recordar que en 1950, el año de publicación de Sindicalismo, ya habían pasado 35 años desde el comienzo de este influjo benéfico del P. Vives, que ayudó a Alberto a encaminarse hacia su vocación.
A esta relación benéfica que se da en el ámbito educativo ciertamente la precedía la presencia y amor de Ana Cruchaga, la notable madre del Alberto, probablemente una santa ella misma, que, siendo viuda y con dos hijos, no dudaba en dedicarse a las obras de caridad con la ayuda de su hijo. Con este ejemplo, el Padre Hurtado tuvo su primera experiencia de servicio a los pobres, a los que dedicaría su vida.
A finales de 1917, un año después de comenzar a dirigirse con el P. Vives, en la entrega anual de premios, Alberto recibió la Distinción especialísima por haber obtenido en el presente año constantemente la nota de Sobresaliente. Tuvo su mejor rendimiento sobre los años de colegio, y por vez primera tuvo premios en todas las materias, además del primer premio en Apologética y mención honrosa en prosa en la Academia Literaria(8). Ya en este estudiante de último año estaba en potencia el prolífico autor de ¿Es Chile un país católico?, Sindicalismo, El adolescente un desconocido, Moral Social, Puntos de Educación, Humanismo Social… Y esa transformación interior, que lo había convertido de un alumno regular a un alumno excelente, se había dado por una relación personal, por alguien que le había enseñado el sentido de estudiar a fondo: el servicio a los demás.
El Padre Hurtado escribe más adelante: «Para formar a los niños, antes que nada, hay que amarlos. Para abrir las almas, hay que amarlas: con la llave misteriosa del amor se abren espontáneamente las puertas más secretas del corazón. De aquí que san Gregorio Magno, el gran papa catequista, afirma “quien no tiene amor a otro, que no se encargue de formarlo”» (9).
El amor, por así decirlo, parece actuar en el estudiante como una especie de pegamento sobre el cual pueden adherirse conocimientos, experiencias, contenidos, etc. Es como un árbol que, entre más ramas tenga, genera más follaje, haciendo cada vez más fácil el crecimiento del árbol porque recibe más luz, generándose un círculo virtuoso. Pero si el árbol, al comienzo de su vida, no es bien nutrido, no crecerá, no producirá ramas y correrá el riesgo de quedarse trunco. Eso sucede a nuestros estudiantes con la falta de amor: no se generan las ramas y el follaje que les permita adquirir nuevos aprendizajes. Si bien san Alberto habla acá del necesario amor de los docentes por sus alumnos, es claro que si el o la estudiante no ha tenido la experiencia de ser amado en su primera comunidad, que es la familia, el proceso educativo será mucho más difícil, si bien no imposible.
En 1938, el Padre Hurtado escribió sobre la situación de la juventud de finales de los años treinta, aludiendo a un reportaje del Diario Ilustrado que había escrito otra gran educadora: «¡Qué admirablemente ha expuesto Gabriela Mistral el punto más débil de nuestra educación secundaria! Falta de síntesis, anarquía de conocimientos desligados entre sí, que debilitan en lugar de fortalecer la personalidad en formación. Claro está que la consecuencia de este mal no puede ser otra que una profunda anarquía interior, la inconciencia por falta de principios que suponen una vasta síntesis, la superficialidad e impresionismo en el vivir cotidiano»(10).
Su diagnóstico no dista mucho de lo que podría decir un profesor actual, solo que hoy estaría acentuada con la crisis de la familia que vivimos y, sobre todo, por la coyuntura creada por la masificación de Internet, los teléfonos «inteligentes» (que parecen hacer tonto al que los usa), y las redes sociales. Fenómenos como los ataques de pánico son expresión de este desorden interior, de este profundo desarraigo que viven los jóvenes, que sienten que, ante esta sociedad tan compleja y desintegrada, no hay nada ni nadie que los conecte con el mundo, con una comunidad más amplia. Se experimentan flotando en la nada, sin tener a qué aferrarse. Solo el amor —entendido en el contexto educativo como un vínculo personal humanizador entre profesor y alumno— podrá salvar a nuestros jóvenes de este caos. Deberíamos escuchar al Padre Hurtado y ponerlo en el centro de la discusión educativa.
(1) Hurtado, Alberto. Citado en: Castellón, Jaime: San Alberto Hurtado: A Dios desde los descartados. Santiago: IHS Jesuitas Chile, 2022, p. 69.
(2) Ídem.
(3) Ídem.
(4) Cfr. Jer 20, 9.
(5) Citado en Lavín, Álvaro: Padre Alberto Hurtado, S.J. Tres miradas sobre su vida y su muerte. Santiago: Tiberíades, 2001, p. 14.
(6) Hurtado, A., Puntos de educación, p. 201-203. El destacado es nuestro.
(7) Cfr. Castellón, op. cit., p. 69.
(8) Cfr. Castellón, op. cit., p. 64.
(9) Hurtado, A. Puntos de educación. En: Hurtado, A.: Obras completas. Tomo I. Segunda edición. Santiago: Ediciones Dolmen, 2003, p. 273.
(10) Castellón, op. cit., p. 236-237.