Es urgente restablecer vínculos sociales que vayan limando las desconfianzas, pero, sobre todo, que nos ayuden a conversar hacia dónde queremos caminar (editorial también disponible en audio).
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha publicado su último informe para esclarecer la pregunta «¿Por qué nos cuesta cambiar?». Se trata de un cuestionamiento fundamental que intenta develar qué hay tras la larga espera para contar con mejores pensiones para los ciudadanos, las razones de acumular tres procesos constituyentes fallidos, o la sensación de fracaso en las reformas de Salud o Educación. Podemos sumar, recientemente, la urgencia de una agenda que acelere el desarrollo económico u otra para resolver la escalada de delitos violentos. Este informe destaca la persistencia del anhelo por avanzar socialmente, pero evita la fácil respuesta que descarga la responsabilidad en políticos egoístas o incompetentes.
Una de las virtudes del trabajo histórico del PNUD ha sido la capacidad de complementar los datos estadísticos con una profundización en aspectos subjetivos y, así, dar cuenta de la complejidad social.
Las sociedades inevitablemente cambian, porque reaccionan ante estímulos internos o externos a ella. Pero detrás de este informe está el deseo de que el cambio social sea conducido y no meramente reactivo. Es la esencia y razón de contar con gobiernos claros y eficaces. La tesis de fondo es que para conducir el cambio social se requieren capacidades y que cuando no se cambia se debe a que ellas están disminuidas, obstaculizadas o mal utilizadas.
El diagnóstico del PNUD indica que Chile no cambia porque la ciudadanía critica en particular a la élite política y económica, porque no han construido consensos beneficiosos para el país al privilegiar sus propios intereses electorales o económicos. Esas élites serían los «villanos» responsables de la pobre situación en que estamos. Pero, por su parte, las élites critican que la ciudadanía es simplista en su aproximación a los problemas, es individualista e inmediatista, además de no estar dispuesta a asumir los costos del cambio.
Para complejizar más las cosas, entre las élites también hay divergencias: en particular, la élite económica —comparada con las élites política, simbólica y social— es más pesimista punitiva y menos inclusiva, privilegia el crecimiento económico, el orden y la seguridad.
Un tercer actor relevante en la conducción del cambio son los movimientos sociales, que han visibilizado nuevas demandas y grupos sociales, aunque con discursos maximalistas que dificultan la relación orgánica con los partidos políticos o estructuras del Estado. Su propia organización interna a veces es difusa, lo que dificulta la negociación y la agregación de demandas.
A lo anterior se suma la polarización del debate público en torno a la incorrecta dicotomía Estado-mercado. Los espacios de opinión pública, pero también los institucionales de la política, se han dejado gobernar por lógicas obstruccionistas, cuyo objetivo es simplemente bloquear la acción del adversario, sea cual sea, en vez de buscar acuerdos de futuro.
Es interesante ver en el informe la descripción de las dinámicas subjetivas inhibidoras, aquellas que dificultan la participación de las personas en el cambio social. Por ejemplo, la exageración de la autonomía del individuo que imagina que no requiere de la sociedad para su desarrollo, o la percepción de impotencia para cambiar la situación del país, o la concentración en los problemas del presente por sobre los desafíos del futuro. A ello se suma que crecen el pesimismo, la preocupación y el miedo, mientras disminuye la esperanza.
Una virtud de este informe es que no se detiene en el diagnóstico, sino que propone vías para retomar la conducción del cambio social en camino a un mayor desarrollo. En el pasado ese cambio fue producto de un pacto al interior de las élites y de ellas con la ciudadanía. Entre las oportunidades por aprovechar está el hecho de que la ciudadanía aún desea cambios profundos, pero esta vez con mayor realismo y disposición a que estos ocurran gradualmente. También, a pesar de la crítica hacia los liderazgos políticos concretos, la ciudadanía aún mantiene un respeto por las decisiones institucionales y confía en la democracia como mecanismo para tomarlas.
Una virtud de este informe es que no se detiene en el diagnóstico, sino que propone vías para retomar la conducción del cambio social en camino a un mayor desarrollo.
Entre las élites y la ciudadanía hay convergencia en el deseo de más derechos sociales y dentro de un país más seguro y ordenado, si bien el orden de prioridad para los ciudadanos es inverso. En tercer lugar, para ambos grupos aparece el deseo de mayor crecimiento económico. Es decir, hay posibilidad de un acuerdo social en torno a estos tres ejes.
El Informe destaca, como oportunidad, la resiliencia del sistema político que, a pesar de diversas crisis, ha continuado su trabajo con relativa efectividad, pero avanzando en la formulación de políticas públicas y conduciendo las crisis dentro del marco institucional. Además, aún se valora al Estado como un actor clave en la implementación de políticas en ámbitos importantes de la vida social.
Por último, el PNUD plantea que hay condiciones que será necesario construir socialmente. La primera será establecer vínculos entre los distintos actores, particularmente entre las élites y la ciudadanía, donde ocurra una genuina escucha mutua, no solo para conocer demandas o propuestas, sino para comprender las razones y los matices. Recuperar la confianza en el sistema político requiere un acuerdo pragmático en el cual se pueda avanzar en la resolución de demandas prioritarias en el corto plazo. Sin embargo, se hace necesario abordar la sospecha que recae sobre las élites sobre el aprovechamiento del poder exclusivamente en beneficio propio. La transparencia de las conversaciones y de los flujos de dinero es fundamental, sobre todo ahora que, a raíz del caso Hermosilla, se refuerza la impresión de que las decisiones se toman entre pocos, por fuera de los procesos democráticos, contraviniendo la ley y en beneficio propio.
El informe reconoce que el crecimiento económico es otra condición fundamental para avanzar en los cambios. No basta con un esfuerzo redistributivo. Sin embargo, existen diferencias sobre el modo como retomar este crecimiento. Es aquí donde se hace fundamental modificar el modo de tratar las diferencias en todo el sistema de relaciones. Primero, al interior de las élites, pero también entre ellas y los movimientos sociales o con la ciudadanía.
Dado que hay bastante acuerdo en los temas prioritarios a abordar, pero no hay acuerdo en el modo de resolverlos, la cultura política en todos los grupos debería dar pie al reconocimiento de las diferencias, para luego resolverlas de manera constructiva y creativa. Sin embargo, el debate se ha polarizado, estigmatizando al adversario, recurriendo a posturas intransigentes y radicales. El informe muestra que los ejes argumentativos en tensión suelen darse entre la eficiencia económica, la solidaridad inclusiva y las libertades individuales, que habitualmente se miran como excluyentes e irreconciliables. Por esta razón se hace urgente mejorar la calidad del debate público, no solo en la calidad deliberativa, sino también en ser capaces de sostener dichas tensiones planteando soluciones intermedias que no absoluticen un principio por sobre los demás.
A partir de lo anterior, nos parece urgente recuperar el sentido de bien común por sobre la rigidez ideológica de derecha o izquierda. Hay una altísima valoración de la ciudadanía por liderazgos que sean capaces de cambiar de opinión si con ellos aportan a resolver problemas de interés común. En ese sentido, la capacidad del presidente Boric de cambiar sus perspectivas respecto de cuando era diputado o candidato es muy notable y debiera ser valorado por la política.
Las élites deben recuperar el sentido de servicio público que hace no tanto tiempo sostuvieron. Primero, la élite económica debe salir de su trinchera de pensamiento para reconocer que sus perspectivas no son las únicas posibles, que sus razones no son puramente técnicas, sino que tienen valores y prioridades implícitas que se pueden cuestionar y poner en diálogo con otras prioridades. No es posible que esta parte de la élite no otorgue alguna prioridad a la crisis climática. Segundo, las élites políticas deben recuperar el sentido de bien común, que va más allá de los intereses electorales de corto plazo. Es inconducente para el desarrollo del país que mantengan posturas obstruccionistas en el Congreso. Y, tercero, las élites sociales y simbólicas deben recuperar un vínculo con los movimientos sociales de base, de manera de que estas expresiones más identitarias encuentren modos de articulación con la política en particular, pero entren también a un pacto social más general.
Finalmente, las demandas de la ciudadanía apuntan a necesidades básicas de la población: seguridad, salud, educación, igualdad y desarrollo económico, entre otras. Hay que tener cuidado con pensar que estos son los únicos objetivos de desarrollo genuinamente humano. Son condiciones fundamentales para la subsistencia, pero las personas y las sociedades necesitan responderse para qué desarrollarse o para qué subsistir. Este podría ser un ámbito endosable a las iglesias; sin embargo, en el mes de la Patria, no podemos evitar preguntarnos por el sentido de la convivencia entre los habitantes de este territorio. Esas respuestas son las que animan, fortalecen, orientan las decisiones y dan esperanza a los ciudadanos. Es urgente restablecer vínculos sociales que vayan limando las desconfianzas, pero, sobre todo, que nos ayuden a conversar hacia dónde queremos caminar o, más ampliamente, cómo queremos ser reconocidos en el contexto internacional. Para ello, necesitamos responder qué valores guiarán la coexistencia en nuestra patria y este Informe podría establecer buenas bases para esa conversación.