Tres analistas y profesores de Ciencia Política de Argentina, Brasil y Chile dialogan con Mensaje acerca de la crisis de nuestros sistemas de gobierno. ¿Por qué hablamos de deslegitimación de las actuales formas de representación? ¿Existen ideas para evitar autoritarismos o populismos? ¿Cuáles son las nuevas tareas? (diálogo disponible en audio y video).
Uno de los consensos más extendidos hoy en las sociedades latinoamericanas es el que apunta a que la democracia representativa, tal como la conocemos, está en crisis. Se habla de debilitamiento de la legitimidad de las instituciones, descrédito del rol que cumplen las autoridades elegidas, agobio ciudadano ante la reiteración de casos de corrupción y, como consecuencia, predominio de un sentimiento de anomia y un escaso interés por participar en las elecciones.
A la vez, diversas encuestas registran la insatisfacción de la gente por el modo como funciona la democracia, mientras en distintos lugares se intentan vías de democracia directa o, incluso, de expresiones autoritarias. Se suma la amenaza del populismo, el descuido hacia la separación de los tres poderes del Estado y la aceptación, cada vez mayor, de que es válido sacrificar libertades si con eso se obtiene mayor seguridad o acceso a determinados bienes.
Ante esta agobiante nómina de síntomas, invitamos a dialogar a tres académicos de Argentina, Brasil y Chile, que comparten preocupación por el tema, sobre el cual han escrito e investigado.
Catalina Smulovitz, profesora de Ciencia Política, se desempeña en la Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires, y ha enseñado en universidades de su país, Estados Unidos e Inglaterra. Entre sus temas: derechos humanos y democracia.
Conrado Hübner es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Sao Paulo. Ha manifestado especial preocupación por la separación de poderes y el control de constitucionalidad, así como por teorías de democracia y justicia.
Javier Couso es profesor del Departamento de Derecho Público de la Universidad Diego Portales, en Santiago, y catedrático en Tendencias Globales del Constitucionalismo en la Universidad de Utrecht, Países Bajos.
—Juan Cristóbal Beytía (J.C.B.): Propongo comenzar por algo más conceptual. “Democracia” se dice de muchas maneras. Hay gente para la cual es simplemente un modo de tomar decisiones. Para otros, es el modo en el que culturalmente nos entendemos. Se le suele poner apellido: democracia liberal, democracia representativa. ¿Cuál definición de democracia consideran adecuada? Y ¿para qué valdría la pena conservar la democracia?
Catalina Smulovitz (C.S.): Hay una definición que se usa mucho, que dice que la democracia es un sistema donde los partidos pierden elecciones. Pertenece al politólogo Adam Przeworski. Podría parecer un poco críptica y tonta a la vez, pero es muy comprensiva de lo que implica la democracia y además de por qué nos importa la democracia. ¿Por qué alude a que “pierden” elecciones? Porque un problema central es que quien gana es alguien que en algún momento tiene que dejar el poder. Perder no significa morir; se puede seguir participando. Esta definición tan cortita es particularmente relevante en los tiempos que corren. Y es que en un régimen autoritario alguien puede subir por un voto popular, pero después no acepta perder.
Una segunda cosa es que la democracia liberal implica que cuestiones como la participación, la representación o la igualdad se dan para que una elección sea competitiva. La libertad de expresión y de asociación deben ser completas. Esto permite una democracia que puede dar muy distintos tipos de resultados de política pública.
En síntesis, me parecen importantes estos dos puntos: por qué perder elecciones es un elemento definitorio de la democracia y por qué importan, como elemento definitorio de la democracia, los derechos cívicos liberales más tradicionales.
“Me parecen importantes estos dos puntos: por qué perder elecciones es un elemento definitorio de la democracia y por qué importan, como elemento definitorio de la democracia, los derechos cívicos liberales más tradicionales” – Catalina Smulovitz.
Javier Couso (J.C.): Coincido con Catalina. Como este es uno de esos conceptos esencialmente debatibles, es posible que se digan “democráticas” personas con muy diversas consideraciones respecto del sistema político. Adhiero a la definición de Przeworski. Y agregaría que mencionar que se trata de una democracia “constitucional”, quizá captura eso que señala Catalina. La decisión es que es el pueblo quien debe tomar las decisiones a través de representantes, o bien de plebiscitos o referéndums. La expresión “democracia constitucional” da estabilidad a la democracia. Recordemos que Norberto Bobbio hablaba de cómo existen derechos humanos de la democracia, como libertad de expresión, asociación o reunión. Sin esas libertades, la democracia deja de ser competitiva.
Desde el punto de vista teórico, como sistema, es el único que trata a cada persona con igual consideración y respeto. Da más chance a que las necesidades de la gente lleguen a la toma de decisiones. Ya se decía esto en el siglo XIX.
Ahora bien, estos puntos tan teóricos se pueden observar fácilmente en la retórica política latinoamericana cuando se enfrenta el populismo. Para un populista, su partido o movimiento tiene una conexión directa con el alma de la nación y, por lo tanto, todos los demás son “traidores a la patria”. Lo hemos visto en las retóricas de Donald Trump o de Javier Milei. O en la de Bolsonaro, o de Chávez, en su momento. “No puedo dejar que los traidores se hagan del Poder Ejecutivo”: de ahí que no se tolera la alternancia en el poder.
Conrado Hübner (C.H.): Como se ha dicho, democracia es un concepto debatible. Sin embargo, tiene una raíz, cual es la de traducir una realidad política en instituciones. Y esto, en un ideal de autogobierno colectivo. Para la escuela minimalista, por ejemplo, sería suficiente tener un sistema en el que se pueda competir, en el que se pueda ganar y perder, y seguir jugando.
Pero es importante no perder de vista lo que está implícito en la idea de competición. Porque no cualquier elección se puede considerar “free and fair” —libre y justa—, lo cual no es simple de definir. Se puede definir “libre y justa” en términos puramente procedimentales, pero eso es muy insuficiente. Contentarse con una definición minimalista es como jugar con las complejidades que tiene el tema. Por ejemplo, puede haber elecciones extremadamente autoritarias: hay elecciones que son instrumentos efectivos y muy eficientes también para regímenes autoritarios. Interesa contar con una metodología que analice la calidad de las elecciones. Por ejemplo, ¿cuál es el conjunto de derechos que se supone que se van a necesitar para que haya elecciones libres y justas? ¿Será solo libertad de votar y de expresarse? ¿O también algún algún grado de inclusión social por el cual se pueda formar mínimamente una posición política? Eso es el corazón de la controversia.
De la misma manera, lo que ha dicho Javier, que [democracia] corresponde al sistema que trata a las personas con igual consideración y respeto, conduce también a un problema a discutir: ¿cuáles son los criterios de “igual consideración y respeto”? Es un concepto que también genera desacuerdos. En política comparada, necesitamos lineamientos según aquellos criterios, y otros, para clasificar regímenes. Si bien esos criterios varían, en general están centrados en la realización de elecciones justas y en la protección de derechos.
El actual modelo de democracia no está cumpliendo con las expectativas. Cuando pensamos en democracia como un fin en sí mismo, hay grandes discusiones sobre cómo operacionalizarla. Sin embargo, cuando pensamos en democracia como un instrumento para la realización de objetivos de inclusión o de reducción de injusticias, la democracia actual está generando muchísimas frustraciones y eso alimenta el populismo. La pregunta de “por qué vale la pena mantener la democracia” no sé si es una buena pregunta. Es una pregunta tramposa. La democracia es una idea, es un ideal, traducido de diversas maneras y este consenso que tenemos al respecto es un consenso todavía muy joven. Entonces, ¿vale la pena discutirlo? La alternativa a la democracia no es un régimen no democrático, sino que es una reinvención democrática que nos permita seguir con la expectativa de que seamos tratados como libres, iguales, merecedores de respeto.
“Cuando pensamos en democracia como un instrumento para la realización de objetivos de inclusión o de reducción de injusticias, la democracia actual está generando muchísimas frustraciones y eso alimenta el populismo” – Conrado Hübner.
Me gustaría llamar la atención del peligro de que la democracia actual sea considerada el único modelo de democracia y que, si ella nos frustra, entonces se justifique que la sustituyamos. La principal trampa es creer que un régimen alternativo podría hacerlo mejor y no el perfeccionamiento de la democracia.
—J.C.B.: Lo que dicen las encuestas en América Latina es que la democracia concita menos apoyo como sistema sistema político y, a mi modo de entender, lo peor es esta indiferencia sobre el sistema que exista, con tal de que este resuelva los problemas. Tenemos a Bukele en materia de seguridad y a Milei en el control de la inflación: liderazgos que sacrifican grados de democracia para lograr objetivos que las personas desean. Tenemos una democracia que está siendo cuestionada. ¿Cuáles son los elementos, a juicio de ustedes, que están amenazando a la democracia?
J.C.: Circunscribiría esto a la región latinoamericana. Si en 1979 a alguien se le hubiera dicho que el año 2024 en el 85% de la región iba a haber elecciones democráticas, le habría parecido un escenario muy auspicioso. Ese año estábamos en el peor momento de dictaduras en Brasil, Argentina, Chile y otros países. Hoy estamos en una situación curiosa porque, habiendo democracias defectuosas, hay muchas democracias. Es difícil decir que ahora estamos peor a 1979. Ahora bien, estamos en una dinámica y en los últimos años se ha dado la retórica “queremos que se solucionen los problemas, aunque se sacrifique la democracia” o aunque se sacrifiquen las formas jurídicas que acompañan la democracia constitucional. Bukele responde a una pulsión hobbesiana y la recoge muy bien. John Rawls, en un libro donde plantea su teoría de la justicia, dice “todo lo que voy a decir supone escasez moderada”, citando a Hume. Si hay escasez inmoderada, no hay espacio siquiera para empezar a conversar sobre una teoría de la justicia. Si hay inseguridad inmoderada, yo diría la pulsión es a decir “hablemos de democracia más adelante. Primero, no quiero que me maten cuando salga la esquina”. O sea, la pulsión hobbesiana es un peligro. Si el Estado no resuelve el control de la fuerza, es muy difícil siquiera empezar a hablar de la viabilidad de un sistema democrático. Entonces estamos en una situación compleja. En el papel, hay muchas democracias. Pero estamos, en el imaginario latinoamericano, con el narcotráfico avanzando, cooptando autoridades del Estado, corrompiendo el Estado y tomando territorio, es una amenaza percibida como muy fuerte. Eso es claro en algunos estados de México o en las favelas en Brasil, en poblaciones en Chile o en las villas miseria en Argentina, donde hay pérdida de control por parte del Estado. En ese sentido, la pulsión hobbesiana explica mucho del resultado de estas encuestas que se mencionan: “No importa qué tipo de gobierno tenemos, lo que queremos es que alguien nos solucione el problema de la seguridad”.
Bukele y Milei tienen una cosa en común. Es peligroso, pero es interesante. La escasez inmoderada —la inflación inmoderada en Argentina— ha hecho que haya llegado un hombre con los planteamientos de Milei, y las formas jurídicas se complejizan porque ya los gobiernos anteriores gobernaron por decreto y se saltaban formas constitucionales.
En ese contexto, tanto Bukele como Milei actúan sin complejos. Prometen resultados a costa de todo. Diciéndose demócratas, su concepción de la democracia es no constitucionalista. No respetan la forma jurídica. Bukele, así, representa el resultado de un voto práctico, y en Chile, la semana pasada, Rodolfo Carter —potencial candidato— dice que hay que comunicar la pena: es tan culpable el que apretó el gatillo y asesinó, como aquel que vendió el arma. Este tipo de ideas va a empezar a proliferar.
“Tanto Bukele como Milei actúan sin complejos. Prometen resultados a costa de todo. Diciéndose demócratas, su concepción de la democracia es no constitucionalista” – Javier Couso.
J.C.: Es bueno recordar los desafíos que hemos tenido. Hace veintitrés años, la OEA firmó la Carta Democrática Interamericana y lo primero que esta decía era que la democracia es esencial para el desarrollo social, político y económico de los pueblos de las Américas. No estoy seguro de cuántos latinoamericanas y latinoamericanos suscribirían hoy eso de que la democracia es esencial para el desarrollo político, económico y democrático.
Es cierto que hay elementos de resistencia en, por ejemplo, la cultura de los derechos humanos surgida tras las dictaduras entre los años sesenta y ochenta. Esa cultura está resistiendo, pero nadie sabe qué va a pasar a futuro. En El Salvador, por ejemplo, esa batalla ya se perdió.
Si hace veinte años la pregunta era cuánta desigualdad es compatible con la democracia para que esta sea sustentable, hoy a la pregunta es cuánta democracia es posible si no hay “resultados tangibles” en materia de economía, seguridad y bienestar social.
—J.C.B.: Interesante, porque si detrás del imaginario de la Carta Democrática estaba entonces la idea de evitar los golpes de Estado, ahora estamos en un proceso que ocupa mecanismos democráticos y, con ellos, un país puede encaminarse a elegir gobiernos o autoridades menos democráticas, o bien autoridades que sacrifican los valores de la Carta.
C.S.: Estas erosiones democráticas en distintos países de América Latina y esta caída de la defensa de la democracian tienen orígenes muy distintos. Pero debemos tomarlas en serio. Son diferentes los inicios de los deterioros y también los tipos de deterioro. Y respecto de que las democracias no están produciendo los resultados, hay que consignar que sí los ha habido: en las últimas décadas —excepto Argentina— todos los países del continente han crecido, han mejorado su índice Gini, hay mayor acceso a la educación, etc. Esto no quiere decir que “estamos bien”, pero sí que se han modificado las expectativas de la población. Hay mayor exigencia respecto de qué es lo que los gobiernos deben hacer. En los países, junto con un mejor delivery de las políticas, sigue creciendo la insatisfacción.
Dejo de lado El Salvador, porque en realidad ese país partió del punto menos cero, tanto en calidad de democracia previa como en distribución de bienes y servicios. Es un país, por así decirlo, cuyo punto de origen es “totalmente inmoderado”.
Hay un problema de cómo se percibe lo que las democracias están proveyendo. Respecto, por ejemplo, de las tasas de inseguridad, hay países como Chile, Uruguay o Argentina que lucen en algunas partes indicadores semejantes a los de naciones desarrolladas. En los tres países está la sensación de que la inseguridad es un problema rampante, pero la realidad indica otra cosa. Así, una pregunta que uno debiera hacerse en torno al estado de nuestras democracias es el rol de la desinformación, mecanismo que crea actores y posiciona problemas. La pregunta de por qué la desinformación se vuelve creíble es una de las grandes cuestiones de las democracias actuales. Por ejemplo, ahora en Estados Unidos hay control de la inflación y el desempleo está bajo comparado con las últimas décadas. Sin embargo, la percepción es negativa. Me asombra cómo hay ciertas experiencias que son transformadas por interpretaciones que todavía no sabemos cómo se generan y funcionan.
Estamos desconcertados acerca de cómo actuar, pues continuamos operando con criterios del siglo XIX, como son los partidos políticos, mientras que las formas de construcción de las ideas y de las representaciones del mundo no llegan a ser expresadas por estas formas de organización política decimonónica. Ahí hay un choque que hace que las democracias estén crujiendo: siguen decidiendo por medios políticos tradicionales, pero la gente se informa por otros mecanismos, haciendo mucho más difícil certificar la calidad de la información para la toma de decisiones.
“Continuamos operando con criterios del siglo XIX, como son los partidos políticos, mientras que las formas de construcción de las ideas y de las representaciones del mundo no llegan a ser expresadas por estas formas de organización política decimonónica” – Catalina Smulovitz.
En definitiva, es muy difícil decir qué es lo que provoca este descrédito. Yo, al menos, estoy desconcertada.
—J.C.B.: El rol de los medios de comunicación y de las redes sociales ha hecho que se generen espacios no deliberativos: no se puede argumentar con un límite de 140 caracteres. Por otra parte, son espacios donde los problemas tienden a sobre simplificarse, a analizarse muy superficialmente. Se enfatizan también los mensajes de odio, con lo cual se generan polarizaciones muy fuertes, dificultando narrativas comunes. Por otra parte, la sintonía del gobernante [con el pueblo] no pasa por los partidos políticos —que eran las estructuras articuladoras y mediadoras—, sino que directamente se hace con la opinión de la calle a través de estas redes. Entonces también queda la pregunta de si los partidos políticos, en su desorientación o su desubicación, juegan un rol importante en esta crisis.
C.H.: Efectivamente, tanto demócratas como autócratas utilizan el mismo lenguaje legitimador de la democracia. Y emplean el mismo conjunto de términos y conceptos. Eso no es exactamente una cosa nueva, porque las dictaduras del siglo XX también utilizaron esta técnica de legitimación. Este es un momento histórico muy contingente de los siglos XIX y XX, en el que la democracia aparece como absoluta vencedora en términos legitimatorios. El ideal democrático pasa a ser visto de manera casi consensual como superior, por lo menos en la mayor parte del mundo. Todo eso fue muy común en el siglo XX, cuando había dictaduras muy claras, aunque utilizaran la terminología de la soberanía del pueblo. El hecho de que había algún consenso sobre la línea que separa “dictadura” y “democracia” hacía más fácil saber qué era qué. Sin embargo, eso se complica ante la actual erosión democrática, la que se da por medio de elecciones que intentan simular competiciones, contaminándose, en una manera que no es tan perceptible, con elementos autoritarios. Hemos perdido la capacidad de llegar a acuerdo sobre eso. Entonces, aparecen candidatos populistas que prometen soluciones mágicas, deteriorando la capacidad de la democracia —como la conocimos hoy— de entregar políticas públicas justas, inclusivas, etc. Y está el populismo autoritario, el que se va autocratizando, pero utilizando el lenguaje de la democracia.
Los partidos y las democracias han sido incapaces de ofrecernos una alternativa de una nueva democracia o de más democracia o de perfeccionamiento democrático; han sido incapaces de ofrecer una alternativa a la amenaza autoritaria. Este es el desafío y es muy difícil. Entre los factores principales está toda la estructura de la comunicación pública, dominada por mecanismos y tecnologías que dan muchísimo poder a la organización espontánea de redes y dan muchísimo poder a grupos económicos con un modelo de negocio que estimula emociones primarias que crean “cámaras de eco”. Todo eso parece ser apenas una mudanza cuantitativa, pero es una mudanza cualitativa.
Al mismo tiempo, hemos caído en el peligro de hacer un diagnóstico técnico-centrista o técnico-determinista. Y la tecnología agudiza la capacidad de desinformar. No hay que descuidar que existen componentes sociológicos que preceden a la tecnología, pero la tecnología es un instrumento y las democracias no han llegado a ninguna solución sobre cómo enfrentar ese mecanismo profundamente disruptivo de elecciones en los últimos diez años.
Al mismo tiempo, el diagnóstico de que regular las redes será la solución para este tipo de problemas, es también un diagnóstico muy limitado.
Así, la dificultad es esa: profundizar y construir consenso sobre qué es y qué no es democracia. Es posible ver muchas calidades diferentes y muchas democracias diferentes. Y también se debe sofisticar el diagnóstico de la crisis. No solamente abordar el tema de las plataformas digitales, sino tampoco subestimarlas; es decir, no desconocer el inmenso poder de esas herramientas.
J.C.: En estos debates sobre cambios tecnológicos y cultura democrática, hay ecos de lo que Karl Schmidt decía acerca de que la democracia parlamentaria del siglo XIX suponía la existencia de un lector de diarios, y que cuando irrumpe la radio, que apela más a las emociones, él veía un problema ahí. Creo que, mutatis mutandi, uno puede ver que ahora ha ocurrido la pulverización de una única esfera pública. Hasta hasta hace veinte años había un noticiero central de la televisión que todos veían. Y antes del internet había tres o cuatro diarios que, más o menos, todos leían. Ahora las audiencias se pulverizaron. Así, el potencial para que exista desinformación es grande. O, más que “desinformación”, ocurre que hay un exceso de información y distintos grupos consumen aquella para la cual ya están predispuestos. Veamos cómo en Estados Unidos, país que tiene una cierta sofisticación y es una democracia antigua, hay grupos que se creen las ideas más delirantes. Es decir, se ha perdido ese espacio común al que hemos estado habituados. Otra consecuencia es que, en este escenario, cuando se encuentra un candidato con otro y debaten, la gente ya está muy predispuesta. Es difícil saber cómo evolucionará esto.
Otra amenaza que no hemos mencionado se vincula a lo que planteaba Conrado: cuando hablamos de elecciones, ¿cuál es el sentido de una elección competitiva? Cuando los observadores internacionales de Naciones Unidas o de otros países llegan dos semanas antes de una elección, ya llegaron ultra tarde. O sea, van a ver si se contaron los votos, pero no observarán todo el proceso previo. Pongo un ejemplo: hoy, gracias a la comunicación, de la corrupción sabemos más que antes. En Chile, en la justicia tenemos una crisis y llegó la idea de que la Corte Suprema está corrupta. Entonces, se abona el terreno para que en unos pocos años más venga alguien y diga que hay que democratizar la justicia. Es lo que está haciendo Andrés Manuel López Obrador, y que probablemente haga antes de que su sucesora llegue al gobierno. Cuando se controla el Poder Judicial y la Fiscalía, es muy fácil hacerse de un inmenso poder. Esto lo reportaba nítidamente Carlos Mesa, el expresidente de Bolivia, señalando que cuando se controla la Corte Suprema, la Corte Constitucional y todas las Cortes —eso se puede lograr cuando se eligen los jueces, para lo cual la Asamblea propone un pliego al que la gente le dice que sí (porque, ¿cómo va a distinguir quiénes son los nombres en él?)—, se da la posibilidad de que cada vez que haya un candidato que empieza a subir en las encuestas se le acusa de corrupción. Es como controlar el árbitro de un partido de fútbol… Pues bien, la pérdida de independencia de las cortes, consecuencia de que ahora sabemos que hay corrupción, es un tema a tener en cuenta. Y la percepción de que ya se corrompió la Corte Suprema basta para que haya llamados para cambiarla entera. Pero, probablemente, hoy existe menos corrupción que hace treinta o cuarenta años.
Y en el caso chileno, en materia de seguridad, en Chile se duplicó el número de asesinatos y crímenes violentos en cuatro años. A eso se agrega que hay nuevas formas de esos crímenes: decapitaciones o descuartizamientos, y la combinación de eso con la inmigración venezolana, o con el Tren de Aragua, crea un ambiente determinado. Hay casos a los que no estábamos habituados: antes no había asesinatos de carabineros, o había uno al año, y ahora pueden ser diez, lo que es mil por ciento. Eso es algo que no estaba en nuestra cultura y su efecto es tremendo, pues puede ser movilizado muy fácilmente.
—J.C.B.: ¿Qué remedios podemos plantear al enfrentar estos fenómenos, atendiendo a que la democracia es valiosa y la debemos defender?
C.S.: Bueno, los que más éxito han tenido han sido los brasileños, ¿verdad? Pudieron salir de una pesadilla. Esperemos que la situación actual no se revierta. Así, el que tiene por lo menos una experiencia concreta de reversión de un ciclo de erosión es Brasil. A vos, Conrado, ¿qué te parece?… ¿O tenés menos esperanzas que yo?
C.H.: Viendo esto desde adentro, previsiblemente tengo un poquito más de escepticismo. Pero debo agregar algunas cuestiones. Primero: Brasil no consiguió revertir el proceso de erosión. Consiguió momentáneamente derrotar electoralmente al autócrata. Fue una gran victoria, un gran éxito. Eso, sin duda. Por lo tanto, no reelegir al autócrata es una precondición para tener alguna esperanza de recuperación democrática. Y, sin duda, reelegir al autócrata sería casi como un punto de no retorno.
Y es necesario también, a pesar de que eso es una gran victoria, reconocer que es una gran victoria por muchos factores contingentes que se aplican a un momento único de la historia brasileña. Desde Brasil no hay tantas lecciones generalizables sobre cómo resistir, aunque sí hay algunas. Uno de esos factores es la existencia de un líder político con un capital político absolutamente extraordinario, como es Lula. También, la presencia de un aparato judicial que permitió que la elección se realizara correctamente en lo procedimental, a pesar de que la campaña fue profundamente corrompida en términos de la campaña. Pocas veces tuvimos antes elecciones tan corruptas. Con todo eso, pese a haber reacciones muy corruptas y mucho abuso de poder, Lula venció por un uno por ciento de los votos. Entonces, es una victoria muy frágil, pues el proyecto de autocratización sigue muy vivo en el Congreso y también en los gobiernos estaduales.
¿Las lecciones del caso brasileño? La presencia de un Poder Judicial con coraje para enfrentar sus tareas. Sin embargo, hay costos en ese excepcionalismo jurídico, los que están apareciendo cada vez más claros. Hay mucho abuso de poder, una discusión muy arbitraria sobre qué es libertad de expresión o sobre qué puede la Corte hacer en relación con las redes sociales —respecto de las cuales hay falta de legislación— u otras materias respecto de las cuales el tribunal está actuando de manera muy problemática. El Poder Judicial es importante. También lo es la movilización y absoluta organización de la sociedad civil. Sin embargo, Brasil no sobrevivirá a otra elección, si eso es todo lo que hay.
Hay desafíos por delante. Uno es cómo crear mecanismos de transparencia o de accountability, para las arquitecturas de negocio y de tecnología de las plataformas digitales, a las que ya nos hemos referido. Es un desafío para todas las democracias, que no van a sobrevivir sin eso.
Por otra parte, en el caso brasileño hay que despolitizar ciertas instituciones del Estado que se politizaron profundamente durante el gobierno de Bolsonaro. Me refiero a la presencia de elementos profundamente autoritarios de nuestra democracia. Para empezar, nuestras Fuerzas Armadas, nuestras policías y, en alguna medida, el Poder Judicial, que es un poder bastante descentralizado y complejo.
A mayor movilización de la sociedad civil, por cierto, se requieren reformas institucionales para responsabilizar y controlar los abusos de poder.
En fin, hay muchas cosas que se pueden hacer para la defensa de la democracia, pero también se la puede defender profundizándola en esta ventana de oportunidad en la que el autócrata está fuera del poder (aunque está muy bien representado en el Congreso).
Las reformas son muy difíciles y entonces la probabilidad de que las próximas elecciones sean muy parecidas a la última es una probabilidad alta. Así, no se puede mirar Brasil como un caso de una gran victoria, pues no interrumpió el proceso de autocratización.
Mi visión es que la ciencia política ha errado groseramente y no ha sabido reconocer muchos riesgos a la democracia presentes en los últimos años en el caso de Brasil, sino que sigue subestimando riesgos democráticos profundos. La ciencia política perdió bastante su capacidad de decir lo que ocurre, al mantenerse ella con sus herramientas tradicionales.
“Mi visión es que la ciencia política ha errado groseramente y no ha sabido reconocer muchos riesgos a la democracia presentes en los últimos años en el caso de Brasil, sino que sigue subestimando riesgos democráticos profundos” – Conrado Hübner.
—J.C.B.: Sobre todo, Conrado, si no se han abordado las correcciones al sistema electoral y sigue habiendo corrupción en ese espacio.
C.S.: No sé por dónde remediar, pero creo que hay dos o tres cuestiones clave para que la erosión no se profundice. La primera es que no aparezcan restricciones a la organización y a la movilización política y social. Los recientes cambios que se están produciendo en la Argentina respecto de la represión a formas de participación política y a la protesta son eventos particularmente peligrosos. Y hay amenazas a la libertad de expresión, las que no necesariamente se expresan con medidas específicas que la restrinjan, sino con amenazas selectivas e individuales a periodistas, todo lo cual lleva a la autocensura.
Dos mecanismos habituales de resistencia y de protección de derechos que tienen las democracias, que son la intervención en el espacio público con la acción del periodimo y la movilización social, están siendo atacados de manera difusa. Eso es algo amenazante. Garantizar el periodimo y la protesta social es fundamental, sobre todo porque la forma de la restricción no tiene un formato tradicional. Por ejemplo, están las detenciones indiscriminadas tras una manifestación, las que se hacen en las inmediaciones —entre quienes se están retirando de alguna manifestación— y sin ocuparse de los efectivamente violentos. Esto provoca que mucha gente se abstiene de ir en la próxima oportunidad. De esa manera, la próxima manifestación va a ser entre dos bandos violentos y, en consecuencia, se va diluyendo la expresión de la sociedad que quiere expresar sus pareceres políticos. Respecto de la prensa: hoy justamente hubo una presentación de Amnistía Internacional en el caso argentino sobre la cantidad de periodistas que han sido, digamos, insultados, ya sea por trolls o por el Presidente. A los periodistas no se les saca el micrófono, pero se les hace la vida personal muy difícil. Hay allí espacios importantes a defender para que una democracia funcione. En síntesis, sugeriría focalizarse en aspectos como la libertad de protesta y la libertad de los medios. De hecho, esto también afecta, por ejemplo, a cómo se van a elegir los jueces. Si tengo que elegir batallas, esas dos batallas me parecen centrales.
Si uno mira los índices sobre erosión democrática, están ahí las variables que se consideran: están en las restricciones al apoyo a la sociedad civil para que pueda expresarse.
J.C.: Escuchando a Conrado en cuanto a que hay que observar con cuidado a Brasil, me llama la atención lo que pasó en Guatemala, en donde, contra todo pronóstico, Arévalo, una persona demócrata, pudo sobrevivir. Está también lo ocurrido en Polonia o Francia. Queda mucho por ver sobre qué cosas han funcionado. Y no todas son exportables. Me llamó la atención lo que Conrado hablaba de Lula. En Chile la izquierda democrática está muy debilitada en renovar liderazgos. Pero, al margen de ese nombre, los liderazgos que parecen emerger son liderazgos que empobrecen el debate democrático, que son muy agresivos, que derechamente faltan a la verdad… Uno no ve en la izquierda del socialismo democrático —por llamarlo así— lo que alguna vez fueron José Mujica o Ricardo Lagos. Las figuras moderadas no impactan. No son espectaculares, en el sentido de crear espectáculo. ¿Cómo lograr que esos liderazgos aparezcan para oponerse a este —insisto— proactivo y asertivo grupo de mensajeros, como Bukele o Milei? … Milei se autorrepresenta como si el de Presidente argentino sea un trabajo secundario y que su trabajo primario sea una especie de cruzada de las ideas libertarias. Bukele, en tanto, está exportando: ha creado una oficina en Haití, pues dice que va a exportar su modelo.
“Los liderazgos que parecen emerger son liderazgos que empobrecen el debate democrático, que son muy agresivos, que derechamente faltan a la verdad” – Javier Couso.
Creo que uno de los acervos latinoamericanos después de la ola de dictaduras fue la valoración de los derechos humanos. El peligro que veo y el desafío, por tanto, sería que se deje de dar relevancia al tema de las víctimas. En muchos países, estas son casi un grupo identitario y no un colectivo nacional, como tras la posguerra lo fueron en Holanda, Alemania, Italia o Francia, en su momento. Hoy día, cuando se conmemoran violaciones a derechos humanos en las épocas de dictaduras —lo que es un buen recordatorio para las generaciones jóvenes, que están olvidándose de lo que se arriesga cuando se pierde la democracia—, cómo lograr que eso se socialice de manera diferente y que llegue a una nueva generación. Está muy difícil el escenario.