Desde hace algunas semanas ya podemos contar con el texto definitivo de la Propuesta de una nueva Constitución para nuestro país. Normalmente el cambio de una Constitución supone el deseo de alejarse del pasado y abrir nuevos caminos de convivencia. Normalmente se quiere sanar heridas, mejorar y actualizar las normas de convivencia y la conducción política para responder a nuevas necesidades. Es importante tomar conciencia que no todos tienen las mismas heridas o descontentos. Por eso es importante hacer un serio diagnóstico. Los actores no deberían trasladar solo sus heridas a la discusión constitucional, sino también una voluntad de reencuentro básico. Eso supone capacidad de escuchar y de buscar el bien común con especial atención a los postergados. Ante la inminencia del plebiscito final, las campañas por el Apruebo y el Rechazo se han activado y los medios de comunicación concentran sus debates en las razones para tomar una u otra opción. Sin embargo, los debates no se han concentrado en las virtudes o defectos de la Constitución propuesta frente a la Constitución vigente, sino en las reformas que se harían en uno u otro caso. De alguna manera se ha internalizado en la conversación que la Constitución no ha de ser un faro inmóvil, sino más bien un proceso adaptativo. Aunque una Constitución, para entregar certidumbre a la convivencia debe tener una estabilidad relativa, también necesita flexibilidad porque, obviamente, el progreso siempre requiere cambios.
EL RESULTADO EXPRESA EL DIAGNÓSTICO
La Propuesta que la Convención ha hecho al país está atravesada por varias «causas» sociales. Es un dato que no nos puede sorprender, toda vez que parte importante de los convencionales provenía de movimientos sociales dedicados a levantar necesidades y preocupaciones, unas locales y otras transversales. Mucho menor debería ser el asombro sabiendo que durante octubre de 2019 lo que se manifestó en las calles fueron, ante todo, «causas». Se levantaron banderas que el sistema político simplemente desoyó o, más burdamente, tramitó en el sentido más burocrático del término. Esas urgencias no encontraron un cauce institucional para resolverse y terminaron explotando en la calle.
La respuesta política de iniciar un proceso constituyente podría haber parecido impropia, porque la demanda por una nueva Constitución era una más entre muchas demandas. Sin embargo, era un hecho que el sistema político había fallado en acoger, entender y resolver los dolores de la gente. Una nueva Constitución era procedente.
Es así como desde hace más de dos décadas había clara conciencia en el sistema político de que las pensiones que recibiría la gente no serían suficientes para una vida digna. Eso se sabía. Pasaron varias comisiones, varios proyectos, pero no hubo cambios sustanciales.
En materia medioambiental, los equilibrios se rompieron en pocos años. Es así como Copiapó —que en su nombre alude al verde y la tierra arada— vio extinguirse su río en una generación. En el sur los monocultivos han secado acuíferos. Especies marinas se ven en peligro por explotación excesiva. Y, de modo extraño, se ha normalizado el término «zonas de sacrificio», quizá para darle algún valor expiatorio a un grupo que se enferma «en bien del país». No hemos sabido equilibrar el necesario desarrollo económico, con la también necesaria conservación de los ecosistemas.
La equidad de género en materia laboral venía reclamándose hace tiempo. Aunque se habían dado pasos legales en torno al femicidio, por ejemplo, las manifestaciones del 8m en 2018 y 2019 mostraron la fuerza de la insatisfacción en las mujeres. No era solo un tema laboral, sino un tema cultural y de violencia.
El desarrollo económico estaba cerca de alcanzarse, mirando las grandes cifras. Pero, por algún motivo, las demandas por salud, educación o vivienda no lograban cubrirse con suficiencia, ni mucho menos con agilidad. Esa distancia entre los éxitos macro y las carencias micro, genera una tensión social y heridas que terminaron explotando.
Las demandas de los pueblos indígenas, tratadas por años como si fueran simplemente referencia a un asunto de pobreza material, tampoco fueron escuchadas. Hubo tratos, comisiones y compromisos, pero pobres resultados. Sobre todo, porque la necesidad de fondo tenía que ver con reconocimiento como pueblos, reparación de agresiones históricas, espacios para desarrollar su cultura, autonomía y recuperación de tierras.
Finalmente, los dolores de la ciudadanía se transformaron en heridas. Ninguno de los tres poderes del Estado en las últimas décadas estuvieron a la altura de los enormes desafíos sociales. No supieron detectar, frenar ni penalizar a tiempo delitos económicos y abusos que solo agrandaron esas heridas. No puede extrañarnos que la Propuesta de Constitución esté atravesada por estos dolores. El resultado no es más que la expresión del diagnóstico. La consigna constituyente parece ser: si no se escucha el grito, al menos poniéndolo en la Constitución no se puede desoír. Esta Propuesta de Constitución, en su agenda de futuro inclusivo y sostenible, no podía sino hacerse cargo de estas heridas.
Sin embargo, corremos el riesgo de quedarnos en el síntoma. El problema de fondo es un sistema político que no ha sido capaz de procesar los conflictos, necesidades y dolores sociales. Ha sido lento y sordo. La pregunta que queda es si la propuesta de sistema político que se hace es suficiente. La necesidad debe equilibrarse con la responsabilidad; la urgencia, con la visión de largo plazo; y la expresión del conflicto, con la gobernabilidad. Más allá de la opinión respecto del bicameralismo asimétrico o la reelección presidencial, lamentablemente la Propuesta de Constitución desarrolla poco dos aspectos, a nuestro entender, esenciales: el sistema de partidos y el sistema electoral que facilita el ejercicio de las responsabilidades ciudadanas. La calidad de la deliberación y la responsabilidad de los sujetos pasa, en gran medida, por la formulación de esos sistemas.
EL ELEFANTE EN LA HABITACIÓN
Con la aparición de la Propuesta, y su consecuente discusión, han reaparecido heridas antiguas que no han tenido un adecuado tratamiento social y que hoy se manifiestan derechamente como fracturas en nuestra convivencia. Es lo que suele suceder: se elude el problema, no se trata, se incuba largo tiempo y al final, o bien explota, o bien envenena.
En la discusión de las últimas semanas es evidente la desconfianza desde la vereda del Apruebo o el Rechazo hacia la vereda opuesta. Pero es una desconfianza con base histórica, que se manifiesta en odiosidad, miedo y agresión. A la base suele haber también un estereotipo sobre quién es el adversario. Ya no se trata simplemente de alguien que piensa distinto, pero con recta intención. Se trata, más bien de alguien a derrotar o, en el peor de los casos, de suprimir del debate. En el fondo, no se cree que al frente hay alguien que también busca el bien del país, sino que busca tan solo su propio bien. Probablemente sea una proyección de lo que profundamente siente cada uno.
No hemos trabajado bien las heridas. Cada grupo social carga con sus propias heridas, las siente dolorosas y graves; le han provocado un trauma. Aún en los debates rondan el fantasma de la Reforma Agraria, los asesinatos en dictadura o el saqueo de tierras a los pueblos originarios. Aunque son situaciones de muy distinto calibre, el hecho es que no hemos sido capaces de enfrentar esos momentos de la historia, con lo cual seguimos fracturados por la desconfianza. Naturalmente, porque hay heridos, a quienes les duele, que son parte de nosotros; y hay agresores en la otra vereda, que también son parte de nosotros. Aún falta por sacar afuera, atrevernos a mirar juntos, dolernos con el dolor ajeno, pedir perdón con sinceridad por aquello que estuvo mal —sin justificaciones, porque lo que duele, simplemente duele—, ofrecer las reparaciones que sean posibles y, finalmente, perdonarnos. Es el único modo de restablecer la confianza y mirar juntos hacia el futuro.
Este mes de agosto, Mes de la Solidaridad, que recuerda la actitud humanista del Padre Hurtado, muerto hace ya 70 años, debería ayudarnos a sanar nuestras heridas y reencontrarnos.