El estallido social de 2019 ha sido un hecho traumático que conlleva heridas y cicatrices. No hay que ceder a interpretaciones simples de un fenómeno social muy complejo (disponible también en audio).
Como para los grandes terremotos, muchos somos capaces de recordar dónde estábamos, qué vimos, qué nos sucedió, cómo reaccionamos. Los recordamos porque nos desplazaron de un lado a otro; hay un antes y un después. Algo similar podemos decir del llamado «estallido social». Todos recuerdan, de alguna manera, qué pasó el 18 de octubre de 2019 y cómo nos desplazó. Ese día estábamos haciendo algo que fue suspendido por este movimiento casi telúrico. ¿Qué pasó? ¿Dónde fue? ¿Están todos bien? ¿Viene otra réplica? ¿Ya pasó lo peor?
Aún estaba el polvo de la explosión en el aire, cuando se produjo una batalla interpretativa para explicar las causas del estallido —causas sociales invisibilizadas, influencia extranjera, vandalismo oportunista— y el alcance que tendría este evento —nacimiento de nuevo país, simple síntoma de injusticias sistémicas—. Algunos lo veían venir; otros no creían lo que estaba sucediendo. Resulta que, de ese día, ya han pasado cinco años y dos intentos constituyentes. Ha corrido mucha tinta para explicar qué nos pasó ahí. Sin embargo, sigue siendo necesario mirar para atrás e interpretar. Como sociedad, nos debemos una lectura al menos serena y ecuánime de lo sucedido. Porque si hubo una batalla de interpretaciones al poco andar, hoy también estamos enfrentados a muchas versiones del estallido, todas ellas intentando explicar qué pasó. Con un poco más de distancia, entonces, ¿qué podemos decir del 18 de octubre de 2019?
El término «estallido» quedó, no solo en el lenguaje nacional. En sí mismo implica una comprensión del fenómeno: algo estaba contenido y por algún motivo lo que estaba unido se difumina y se esparce de manera abrupta y violenta, desbordando las posibilidades de control. En los estallidos sociales hay un movimiento masivo de personas que manifiestan indignación y rabia. Se ejerce la violencia y se rompen las reglas habituales de convivencia llamadas a dar seguridad.
El estallido social en Chile se da dentro del marco de fenómenos similares en varios países más. Recordamos que entre 2018 y 2020 hubo protestas masivas en Colombia, Ecuador, Bolivia, Francia, Hong Kong y EE.UU. por temas vinculados con corrupción, dificultades económicas, racismo o pérdida de libertades.
Frente a este panorama, cabe preguntarse ¿cuánto hubo en Chile de «espíritu de una época» o propagación, a través de los medios y redes sociales, de un modo de reacción ante el poder político cuyas acciones se perciben como injustas o abusivas? ¿Cuánto de impostado o cuánto de sistémico en nuestro propio estallido?
Uno de los gatillantes del estallido social chileno podría ser el alza de 30 pesos en el pasaje de metro. En Chile se toleraba la evasión en las micros, pero no se había introducido la evasión en el metro de Santiago. Además, en general, este era algo cuidado por los usuarios.
Llamó la atención la frase «¡no son 30 pesos, son 30 años!», que se popularizó rápidamente, aludiendo a los 30 años de vida democrática que venía cumpliendo el país. La sentencia denotaba hastío. Si el alza de 30 pesos podía considerarse un abuso, un exceso, un aprovechamiento, ¿querían decir que los 30 años de democracia habían sido abusivos en algún sentido? ¿Habíamos vivido 30 años con la ilusión de que la democracia estaba funcionando bien y, sin embargo, no era así?
Es evidente que en muchos sentidos los 30 años de gobiernos democráticos habían sido exitosos. Eso hay que reconocerlo y agradecerlo; las generaciones que nos antecedieron trabajaron arduamente para que estemos donde estamos hoy. Pero, a la vez, debemos reconocer que los informes del PNUD venían mostrando hace un par de décadas que en Chile también había un descontento creciente. En algunos aspectos se avanzó de manera extraordinaria, pero el lobby y el mal uso de influencias no son un invento reciente. Por una parte, materialmente estábamos mejor y, por otra, también materialmente las expectativas eran mayores. Cívicamente no hubo mucho progreso, el respeto y la ética continuaron bajos. El nivel de endeudamiento de las familias era y se mantiene muy alto. Se trataba de una modernización con cimientos precarios. A ello se sumaba la desigualdad enorme tanto en los ingresos como en las condiciones muy concretas de vida: la calidad de la salud a la que se puede acceder, la calidad de la educación, el acceso a farmacias, la distribución de las áreas verdes, el déficit habitacional sostenido. Todo Chile está mejor, pero la diferencia de niveles a los que se puede acceder ha ido creciendo mucho.
En muchos sentidos los 30 años de gobiernos democráticos habían sido exitosos. Eso hay que reconocerlo y agradecerlo; las generaciones que nos antecedieron trabajaron arduamente para que estemos donde estamos hoy. Pero, a la vez, debemos reconocer que los informes del PNUD venían mostrando hace un par de décadas que en Chile también había un descontento creciente.
Hoy los más pobres tienen internet y teléfono celular, están muy informados de lo que sucede en el mundo y, por lo mismo, han tomado conciencia de las desigualdades de nuestra sociedad. En este sentido, se suman al malestar la percepción de una justicia especial para los «apitutados», que va develando el caso Hermosilla, o bien la sideral distancia de salario que puede tener Marcela Cubillos con la mediana del país. Hemos pasado de la cultura del capitalismo industrial a una cultura del conocimiento y la información donde la nueva clase media está informada y, aunque sea pobre, exige que se respete su dignidad.
Otra de las consignas del estallido fue en torno a ese «despertar» de Chile. En principio, al menos, con ello se hace la lectura de que Chile estaba dormido, aletargado o anestesiado. En cualquier caso, se trataría de un país que no estaba viviendo en la realidad, sino en una especie de ilusión.
Los signos del despertar podrían ser, en sentido negativo, el rechazo a una autoridad opresora. Esta tendencia se vio en sucesivas manifestaciones en Plaza Baquedano, sobre una estatua que se transformó en fetiche de la sublevación contra la autoridad.
Pero podría ser también, en sentido positivo, la conciencia de nuestras desigualdades. Este segundo sentido es interesante también. Tuvo su expresión en frases como «que la dignidad se haga costumbre» o el rescate de «El derecho de vivir en paz», de Víctor Jara. La gran movilización del 25 de octubre de ese año probablemente tenía mucho de este deseo casi escatológico: todos juntos, desde diferentes puntos de la capital, en un encuentro que se ha ido idealizando con el tiempo.
Quizá nos hicimos conscientes de la fractura entre quienes tenían miedo de que algo cambiara y quienes temían que todo siguiera igual e insoportable. Para unos fue despertar del sueño tranquilo del statu quo; para otros fue despertar de la pesadilla de la precariedad.
Cada marcha y manifestación estuvo muy cargada de afectos. No tardó en manifestarse delincuencia. A los incendios de estaciones de metro sucedieron saqueos y quemas. La Iglesia fue sumamente vulnerada. Se dañaron bienes privados y también públicos. Todo esto iba cargado de rabias, ilusiones, aprovechamiento de las circunstancias de desorden. También, en otros cundía el miedo a padecer violencia de estos grupos.
Como en todo evento de este calibre, existía una especie de obligación de tomar postura y parecía no haber matices posibles. En este sentido, el estallido fue una fractura. En muchos sentidos, un tiempo de irracionalidad. Los límites se perdieron, hubo robos masivos y personas que perdieron los ojos, víctimas del uso ilegítimo del monopolio de la fuerza estatal. Y los caminos institucionales no daban respuesta a necesidades muy sentidas y urgentes.
A pesar de todo, es muy notable que finalmente se le haya dado un cauce institucional. La política, que contaba con poquísima valoración pública, acordó un camino constituyente. No pocos se vieron sorprendidos. ¿Por qué llegamos a plasmar esto en un camino constituyente?
La razón más simple es que el contrato social se había quebrado: no había acuerdo sobre el país que queríamos. De hecho, la relación con la autoridad y la ley estaba rota: el límite del respeto a ambos se había difuminado.
Sin embargo, es evidente que en las marchas de octubre de 2019 la demanda por una nueva constitución era una dentro de muchas. Pero, incluso siendo una consideración más abstracta dentro de las prioridades que habitualmente declaran las personas, se fue abriendo camino en el sentido común. Sin embargo, el hecho es que, tras dos intentos, la Constitución no ha cambiado. Al día de hoy no parece ser un asunto relevante, salvo por la necesaria reforma del sistema político y de partidos.
Un primer punto relevante es constatar que la conectividad de la ciudadanía a través de las redes sociales facilita que los afectos y perspectivas de las personas se difundan más rápido. También posibilita organizaciones más rápidas y masivas.
Un segundo elemento es que los malestares de la población son importantes de diagnosticar, constatando, además, que tienen un límite cada vez menor. La gente hoy conoce sus derechos y los exige. Si bien el PNUD releva que hay más paciencia que en 2018, esa paciencia no está asegurada hacia el futuro.
En tercer lugar, es urgente atender las fuentes de malestar. Por una parte, no quitar la atención a los indicadores de pobreza multidimensional. Por otra, prestar oído a las expectativas incumplidas, sobre todo en una clase media muy diferente a la de los siglos XIX y XX, que se siente excluida de los avances sociales, hace esfuerzos y está desgastada.
Un cuarto aspecto a considerar es la distancia que aún mantienen las élites con la ciudadanía. Sobre todo, la élite económica parece muy desconectada de las prioridades de la gente.
Un quinto elemento dice relación con el trato ciudadano. El modo de expresar nuestras rabias y frustraciones es aún muy básico. Requerimos canales de relación que tengan a la base un respeto fundamental por los demás, aunque piensen muy distinto. Cuidar el lenguaje político y de los medios de comunicación es muy relevante.
Finalmente, requerimos un sistema político que facilite un proyecto de largo plazo, con metas de base sustantivas en torno a niveles de pobreza y desigualdad, inversión y ahorro, protección social, sustentabilidad ambiental y participación ciudadana.
El estallido social de 2019 ha sido un hecho traumático que conlleva heridas y cicatrices. No hay que ceder a interpretaciones simples de un fenómeno social muy complejo: no es pura delincuencia, ni puro narcotráfico, ni un clamor popular homogéneo, ni la sola culpa de «los políticos». Un camino infecundo sería el de culparnos unos a otros. Más bien, la pregunta fundamental es si el país podrá aprender de esto y salir adelante enriquecido, «tomar nuestra camilla y ponernos a andar».