Cualesquiera sean los resultados de las negociaciones para cesar las hostilidades ruso ucranianas, el mundo experimentará cambios profundos en su configuración internacional. Algunos europeos señalan que enfrentan una nueva realidad. En consecuencia, deben buscar una creciente autonomía ante Estados Unidos en la esfera de la defensa. [También disponible en audio]
Cada protagonista de la mayor conflagración europea, desde la Segunda Guerra mundial, tiene sus propios objetivos. Ucrania, sobre cuyo territorio se libran los combates, aspira a preservar su soberanía e integridad territorial. Rusia busca recomponer sus antiguos dominios e impedir que sus antagonistas se implanten próximos a sus fronteras. Estados Unidos desea librarse del lastre económico y militar que le representa un conflicto frente al cual, su gobierno actual, no tiene mayor interés. La Unión Europea, por su parte, pretende disminuir la influencia y lo que percibe como la amenaza militar de una Rusia resurgente. Las conversaciones en curso, las frecuentes llamadas telefónicas entre jefes de Estado, apuntan a encontrar la fórmula para detener el mortífero enfrentamiento. Todos coinciden en la necesidad de concluirlo, pero discrepan en cuanto a cómo lograrlo.
Se suele decir que es más fácil iniciar una guerra que terminarla. El conflicto ruso ucraniano ilustra esta aseveración. El enfrentamiento bélico entre Moscú y Kiev, que ya superó los tres años, muestra las primeras señales de un posible final. Aunque es útil recordar que los últimos metros en los frentes pueden ser los más letales. Los bandos en pugna se esfuerzan por quemar sus últimos cartuchos y lograr toda ventaja posible en los campos de batalla.
La tensión militar y diplomática está a la vista sin el menor disimulo. Todo el mundo pudo apreciarlo, en vivo y en directo, en un episodio insólito. En la Casa Blanca, ante un numeroso contingente de prensa, el presidente ucraniano Volodymir Zelenski y el presidente Donald Trump ventilaron sus diferencias. En un tono coloquial y tomado de una partida póker, Trump le espetó a Zelenski: «Usted no tiene las cartas, usted no tiene las cartas». El eufemismo apuntaba a dejar en evidencia que Kiev dependía de las cartas que le brindaba Washington. En consecuencia, la humillación pública era una señal inequívoca al mando ucraniano de que no tenía más remedio que subordinarse. Tanto en lo militar como en tratados comerciales, para la explotación de minerales, Zelenski debía acatar los dictados de su principal abastecedor de armas y ayuda financiera.
Los malos entendidos públicos entre el Gobierno ucraniano y Trump se remontan a situaciones ocurridas hace seis años. En un llamado telefónico en 2019, asesores de Trump instaron al mandatario ucraniano que indagara sobre presuntos negocios ilegales realizados en Ucrania por Hunter Biden, hijo del presidente Joe Biden. La negativa ucraniana a la petición es señalada como una razón de animosidad de Trump hacia Zelenski. Desde ese episodio Trump asumió un rol protagónico en las filas de críticos a Kiev. En tiempos recientes el mandatario ucraniano fue tildado de dictador por Trump, que lo instó a convocar a elecciones. Hecho que algunos observadores interpretaron como una advertencia para un posible cambio de régimen. J. D. Vance, el actual vicepresidente, no perdió oportunidad a lo largo de la campaña electoral para expresar sus críticas a los altos montos de la ayuda brindada por Washington a Kiev. Las relaciones entre los republicanos y Zelenski sufrieron un revés cuando, el año pasado, el mandatario ucraniano visitó una fábrica de armamentos en Pennsylvania acompañado solo por políticos demócratas. Mike Johnson, el líder republicano en la cámara baja, lo acusó de «interferencia política».
Pese al avance de las gestiones de paz, sería prematuro cantar victoria. Conviene recordar la recurrida máxima: se sabe cómo empiezan las guerras, pero no cómo terminarán. Un pensamiento que debe rondar en la cabeza de generales rusos. A fin de cuentas, Rusia más que triplica en población, con 144 millones de habitantes, a Ucrania con casi 38 millones.
Las tropas rusas ingresaron masivamente en territorio ucraniano el 24 de febrero del 2022. Suele ser el caso que el bando más fuerte y que desata las hostilidades, en este caso Moscú, ataca con la convicción de que obtendrá una rápida capitulación de su enemigo. Es improbable que Vladimir Putin, junto a su Estado Mayor, haya considerado una campaña prolongada, que para todos los efectos prácticos derivó en lo que se denomina una guerra de desgaste. Un eufemismo que en este caso representa una pérdida masiva de vidas, la mayor desde la Segunda Guerra Mundial en enfrentamientos bélicos. Según algunas estimaciones, Rusia habría sufrido del orden cercano a 600 mil bajas, en tanto Ucrania ha registrado 480 mil. Los cálculos varían según las fuentes, pero está a la vista que el conflicto dejará huellas demográficas que tardarán en borrarse.
Cualesquiera sean los resultados de las negociaciones, para cesar las hostilidades ruso ucranianas, el mundo experimentará cambios profundos en su configuración internacional. Como suele ser el caso, no se trata de rayos que caen desde un cielo despejado. La alianza europea estadounidense, plasmada en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), surgió para confrontar a la Unión Soviética y sus aliados del Pacto de Varsovia. La OTAN y su antagonista se regían por el mismo principio de los Tres Mosqueteros: «Todos para uno y uno para todos»; en concreto, este compromiso señalado en el artículo quinto de la Carta de la OTAN explicita la obligación de cada Estado miembro de acudir en auxilio de cualquier país aliado en caso de ser atacado. El Pacto de Varsovia dejó de existir con la caída del Muro de Berlín y la disolución de lo que fue conocido como el campo socialista. La OTAN aprovechó el repliegue de Rusia e incorporó a sus filas a varios de los viejos aliados de Moscú.
La solicitud de Ucrania para ingresar a la OTAN fue uno de los principales gatilladores del ataque ruso contra Kiev. Como era esperable, Washington y Bruselas, sede de la OTAN, solidarizaron con el Gobierno ucraniano brindándole ayuda militar y económica. Pero se abstuvieron de despachar tropas, como debieron hacerlo si Ucrania hubiese sido un miembro de la organización atlántica. Las alianzas militares constituyen un gran disuasivo contra alguna agresión a uno de sus países miembros. Pero, a la vez, representa un compromiso que puede arrastrar a una serie de países a un conflicto para el cual no están política o militarmente preparados. Es lo que ocurrió en la Primera Guerra Mundial, en que una serie de naciones participaron obligadas por los tratados suscritos.
En el Washington actual se perciben serias dudas sobre la eficacia y conveniencia de pertenecer a la OTAN. Parte del descontento norteamericano proviene de lo que consideran la baja contribución de los europeos a la defensa de su continente. Señalan que mientras Estados Unidos, protegido «por dos hermosos océanos», en las palabras de Trump, destina 3,4% de su producto interno bruto al gasto militar, los europeos, en promedio, invierten el 1,8%. Un monto que viene en incremento desde que Trump ha advertido que los europeos que no contribuyan al menos con el 2% de su PIB no se harán merecedores a la protección de la OTAN. Trump señaló, en un mitin electoral en Carolina del Sur, que alentaría a agresores, aludiendo a Rusia, «a hacer lo que se les dé la gana con países miembros de la OTAN que no pagan sus obligaciones».
Por su parte, Jens Stoltenberg, el ex secretario general de la OTAN, declaró que «cualquier sugerencia que aliados no defenderán a otros socava la seguridad de todos, incluido a Estados Unidos». Sin embargo, en lo que toca a Trump y sus seguidores, estos se preguntan por qué Estados Unidos debe cargar con el peso de la defensa de Europa, cuando ellos mismos no están dispuestos a asumir los costos por su seguridad. Según cifras publicadas por la alianza, el gasto militar en Gran Bretaña destinó 2,07% de su PIB, pero Alemania, Francia, España e Italia, entre otros, no alcanzaron el umbral del 2% acordado.
Algunos europeos señalan que enfrentan una nueva realidad. En consecuencia, deben buscar una creciente autonomía de Estados Unidos en la esfera de la defensa. En primer lugar, emerge un consenso en cuanto a que deben apoyar a Ucrania para fortalecer su posición negociadora. Además, aspiran a neutralizar lo que consideran el expansionismo ruso. En particular, emergen iniciativas para incrementar la producción de armamentos con miras a satisfacer las demandas ucranianas, así como reabastecer sus propios arsenales significativamente disminuidos tras el continuo despacho de ayuda a lo que ciertos analistas denominan el «frente oriental».
Otra iniciativa, en la misma dirección, es apoyar el desarrollo de la nada despreciable industria militar ucraniana, que no ha cesado de crecer desde el comienzo de la guerra. Un rubro que es particularmente sólido es el de la producción de drones y misiles. La meta sería constituir Ucrania en lo que un político europeo caracterizó como un «puercoespín de acero».
Gran Bretaña y Francia, por su parte, han propuesto una fuerza militar paneuropea de estabilización, que han denominado «coalición alianza de los dispuestos». Su misión será garantizar la integridad de Ucrania tras un eventual acuerdo de paz.
En un plano estratégico, el presidente Emmanuel Macron ha propuesto brindar la protección del paraguas atómico francés para compensar alguna condicionalidad por parte de Estados Unidos, el garante actual frente a Moscú. Gran Bretaña, que dispone asimismo de armas atómicas, tiene una situación más compleja, pues su arsenal depende hasta cierto punto de Washington. Con todo, los europeos solicitan a Estados Unidos que actúe como garante o barrera de última instancia ante Rusia.
En lo que respecta a sucesivos gobiernos estadounidenses, el objetivo estratégico ha sido definido con claridad: contener a China. Ello, a través de la diplomacia, medidas económicas y un poderoso despliegue militar. Hay quienes, en el ámbito próximo a Trump, insinúan una estrategia destinada a separar a Rusia como aliada estrecha de China. En esta lógica evocan las exitosas maniobras del presidente Richard Nixon que, en plena Guerra Fría, reconoció a Beijing y logró cooperar con el Gobierno comunista chino para neutralizar a la Unión Soviética.
Ucrania enfrenta una situación compleja. En primer lugar, ha perdido aproximadamente una quinta parte de su territorio y todo indica que es improbable que lo recupere. El Washington de Trump es explícito en señalar que no ve un futuro en continuar financiando una guerra que lo distrae de sus propios objetivos. Si bien la Unión Europea se postula como un protagonista estratégico, numerosos analistas señalan que, en la práctica, no ha mostrado la cohesión ni la capacidad operativa para asumir semejante rol.
Está por verse cuál será el rostro de la paz que emergerá de las negociaciones en curso. En lo que respecta a Moscú, sus términos son: la rusificación de los territorios ocupados por sus tropas y la neutralidad de la parte occidental de Ucrania. Es decir, la renuncia de Kiev a integrar la OTAN. La meta política rusa es restaurar, hasta donde le sea posible, el dominio sobre la república que hasta hace pocos años integró la Unión Soviética.
Está por verse cuál será el rostro de la paz que emergerá de las negociaciones en curso.
Más allá de las declaraciones de los diversos protagonistas, se aprecian claras señales de agotamiento. Tanto a Ucrania como a Rusia les resulta cada vez más difícil reclutar efectivos. Los costos del conflicto obligan a aplazar otras demandas de la población. Es patente que la continuación del enfrentamiento terminará por debilitar aún más a sus protagonistas. Las industrias bélicas figuran entre los pocos favorecidos. Como ha ocurrido en numerosas conflagraciones el cansancio podría terminar por acallar los cañones.