Educar la fe en espacios virtuales

Para las nuevas generaciones, la tecnología no consiste en aparatos deslumbrantes, sino que es una nueva cultura tecnológica: el desafío es entonces cómo socializar la fe en un mundo virtual que no deja de socializar en un proceso que corre paralelo a las instituciones socializadoras tradicionales.

No sé si es muy pretencioso insistir hoy en la tarea de educar la fe cuando la Iglesia pareciese haber perdido, a escala mundial, toda autoridad moral para educar y abandonado conocidos carriles del espacio-tiempo, expandiéndose en una nueva realidad virtual de insospechados alcances e influencias. Y, sin embargo, al igual como ocurre con toda institución y familia, su futuro depende en gran parte de hacer frente al desafío de transmitir a las sociedades presentes y futuras la experiencia de Dios recogida en la Escritura y Tradición, en otras palabras: educar la fe católica.

Ya el hecho mismo de querer educar se acompaña en algunos casos de cierto sentimiento de superioridad, que nace de creer que estamos en posesión de un conocimiento que nos hace únicos y especiales, que nos podría situar por encima del aprendiz y nos puede hacer pensar incluso que pertenecemos a cierta categoría de hombres privilegiados.

No es así. El verdadero maestro es aquel que supera tal barrera mental y, en consecuencia, está en condiciones de ponerse al servicio de una verdadera educación. Quien mire a sus discípulos “desde arriba” será incapaz siquiera de sospechar lo que en realidad es educar.

Si educar implica vencer este y muchos otros obstáculos, como son las diferencias culturales, geográficas, idiomáticas, conceptuales, generacionales o emocionales, entre tantas otras, pensemos en cuán profundo y extenso será el desafío de educar la fe en tiempos de espacios virtuales.

Bien sabemos que la fe es una experiencia de Dios vivida en la intimidad del espíritu y la conciencia, pero también en la celebración comunitaria. Al igual que toda experiencia, la aproximación a Dios está mediada por la cultura y por el cúmulo de nuestras propias experiencias intelectuales y emocionales. Aquí confluye toda esa mochila que llevamos a cuestas, haciendo las veces de filtro que nos facilita o dificulta el encuentro con Dios. No es ninguna novedad que nuestras vivencias de familia, amor, amistades, incluso nuestra relación con el mundo, el dolor, el trabajo y el ocio, todo influye en la forma en que nos aproximamos a lo divino. El hombre no solo piensa mediante categorías aprendidas, sino en la reelaboración personal de esas mismas categorías. Y es por ello que para algunos la relación con Dios y la comunidad (Iglesia) resulta fluida y enriquecedora, mientras que para otros una fuente de permanentes conflictos.

Si la Iglesia quiere educar la fe en estos tiempos de espacios virtuales, los cristianos católicos deberemos estar dispuestos a revisar y replantearnos todas las estructuras a la luz del amor.

Por otro lado, si por fe entendemos la respuesta libre y personal del hombre a la revelación de Dios, no podemos confundirla con los contenidos de la fe, totalmente susceptibles de enseñarse, aunque tampoco cabe prescindir de dichos contenidos como si esa respuesta a Dios fuese siempre absolutamente novedosa, al margen de la Tradición y la comunidad creyente. La fe nos llega de manos de quienes han respondido antes que nosotros, y nos llega en forma de afirmaciones que desafían nuestro intelecto más allá incluso de sus propias posibilidades.

¿Podemos educar la fe? La fe es perfectamente educable, es decir, se puede transmitir en un proceso de aprendizajeenseñanza. De hecho, por siglos la Iglesia ha llevado a cabo esta tarea en la catequesis, en la reflexión teológica y la acción pastoral. El esfuerzo por responder a la pregunta por Dios y de dar razón de nuestra esperanza ante el mundo que pregunta y cuestiona, constituyen el ejercicio de educación de la fe. Además de ello, la respuesta personal también es educable, en el sentido de ofrecer herramientas, referentes, paradigmas y testimonios que nos ayudan a depurar y diferenciar las res puestas auténticas de aquellas que son psicopáticas. No solo Dios, sino también la fe está sujeta a la distorsión provocada por las experiencias personales anteriores, la mochila de la que hablamos antes. En este sentido, la educación de la fe nos ayuda a encontrarnos con el Dios revelado y, al mismo tiempo, a responder de la forma más libre que nos sea posible.

LA REFLEXIÓN SOBRE LA FE SUPONE UNA RAZÓN

Hasta aquí queda medianamente claro que el acto de fe es educable, incluso necesariamente educable. Sin embargo, todo ello es posible gracias a que la revelación y la fe toman forma y cuerpo en lenguaje humano. Dicho de otro modo, creer supone una razón. La reflexión sobre la fe supone una razón. Y esto significa palabras, conceptos, ideas, pensamiento, asentimiento, un credo, una doctrina. Pero ¿qué ocurre cuando este universo que subyace al diálogo histórico entre Dios y el hombre pierde su consistencia? ¿Qué sucede cuando el logos se torna líquido, virtual y hasta contradictorio? ¿Es posible educar la fe cuando los conceptos educables pierden su fundamento, porque la razón misma cae y se sumerge en el descrédito?

La posmodernidad no solo ha significado el descrédito de la razón moderna y la exaltación del placer como valor supremo de la cultura, sino la sospecha de todo lo que huela a ideas duras, dogmas, verdades. Las juventudes posmodernas, las nuevas generaciones a las que debiésemos educar en la fe, son altamente refractarias a la aceptación de verdades anteriores; más aún, ni siquiera se plantean la posibilidad de buscar la verdad. Para ella, Dios no es tema, no es problema. Para ella la realidad es líquida, pasajera, sin memoria ni tradición. La realidad es virtual, es el presente virtual y nada más. Lo que no existe en Facebook, Twitter, Youtube, Google u otras plataformas semejantes, simplemente no existe o existe como expresión eventual-material de algo que exige ser reproducido al instante en el universo virtual de las redes sociales. Aunque nos parezca paradójico, es allí donde todo cobra vida de verdad, es ahí donde los hijos de Internet debaten, comparten, gozan y dan rienda suelta a sus sentidos. Es cierto que de vez en cuando necesitan contactos corpóreos en y con el mundo construido por los adultos, pero ello ocurre solo para conseguir que la realidad material responda a los intereses tejidos en el mundo virtual. ¿Cómo educar la fe en este nuevo contexto?

El problema y desafío es más complejo de lo que podemos siquiera sospechar, porque además del apetito por lo virtual y desinterés frente a la verdad, Internet está cambiando las formas en que aprenden las nuevas generaciones, como nos lo advierte Nicholas Carr en su obra Superficiales. La mente de los jóvenes es hoy capaz de estar conectada a múltiples estímulos sensoriales al mismo tiempo. Un adolescente cualquiera puede estar leyendo, escuchando música, chateando en Facebook, hablando con sus amigos y un gran etcétera. Todo eso que para tu mente educada en el mundo del “uno a la vez”, de lo importante, sería imposible. Pero no creamos que toda esta hiperconectividad no tiene su desventaja: quienes viven en la hiperestimulación son incapaces de concentrarse y profundizar en algo. Internet hace que nuestras mentes se vuelvan superficiales, en permanente “surfeo”, jamás buceo.

El futuro de la Iglesia está irremediablemente vinculado al modo como dialoguemos con las nuevas tierras a evangelizar: los nuevos tiempos y espacios virtuales.

Y la complejidad crece cuando pensamos que los intentos por educar la fe en estos tiempos de espacios virtuales se reducen a tímidos esfuerzos por instalar el tema de los recursos tecnológicos al servicio del Evangelio, por emplear una cuenta de Twitter o, como han hecho algunos “religiosos cibernéticos”, creando varias y notables aplicaciones al servicio de la piedad y el Credo, para iPads, iPhones y/o smartphones con sistema Androids. Hay una debilidad en este intento. La generación de quienes bordeamos los 35 o 40, y algo más de años, que no nacimos con el chip Internet inserto en nuestro ADN, pero que sin embargo tenemos el desafío de educar a los nativos de la red, asumimos la tecnología como una herramienta que nos puede servir para tales propósitos, como si se tratase de modernos papelógrafos o sofisticados instrumentos que mágicamente nos conectarán con los jóvenes… como si fuésemos encantadores de serpientes cuyo objetivo es domesticar una nueva especie nacida en el laboratorio de la ciencia tecnológica. Y, entre tanto, pocos advierten que para estas nuevas generaciones la tecnología no consiste en aparatos deslumbrantes, sino en una cultura, una nueva cultura tecnológica.

El problema-desafío es, entonces, cómo socializar la fe en un mundo virtual, mundo que no cesa de socializar a los jóvenes en un proceso que corre paralelo a las instituciones socializadoras tradicionales, incluyendo obviamente la Iglesia. Es un error rotundo pensar que este fenómeno solo desafía a los centros urbanos, pues la globalización se encarga de propagar esta nueva cultura tecnológica a velocidades y lugares insospechados, alcanzando incluso a los mismos futuros religiosos. Y es que una cultura no es optativa; se nace en ella sin consultarnos y, nos guste o no, se convierte en matriz del hombre.

COMPRENDER NUEVOS CÓDIGOS CULTURALES

Los desafíos futuros de la Iglesia en relación con la fe no tienen que ver, por lo tanto, solamente con políticas vaticanas o reformas estructurales al interior de la Jerarquía. Tampoco se resuelven con estrategias pastorales que apunten a una eclesiología antioquena más que alejandrina, esto es, en mayor sintonía con el mundo, poniendo el acento en la perspectiva “desde abajo”, con fuertes matices kenóticos, renunciando al poder y las divisiones, privilegiando la esencia y el carisma por sobre las apariencias y estructuras. Todo esto, en su conjunto y particularidad, es ya complejo y altamente problemático. La mayoría de los expertos va insistiendo en que el futuro de la Iglesia y la fe católica dependen en gran parte de que se ponga atención a estos temas. Sin desconocer ni la centralidad ni urgencia de cada uno, debemos insistir en que el futuro de la Iglesia está irremediablemente vinculado al modo como dialoguemos con las nuevas tierras a evangelizar: los nuevos tiempos y espacios virtuales. Si no somos capaces de ello estaremos perdiendo un poderoso campo de significación para los habitantes del mundo venidero, quizás el mayor. Y, perdido este campo, arriesgamos perder el mundo por el cual Cristo se entregó en la Cruz.

Asumiendo el encargo de evangelizar, la primera tarea que se nos impone es la misma que han llevado a cabo los misioneros a lo largo de los siglos, a saber, comprender los códigos culturales que están al centro, en el corazón de la vida de los pueblos, en nuestro caso: de los nativos digitales. Comprendido esto, estaremos en condiciones de avanzar desde ese centro hacia los niveles más exteriores de la cultura tecnológica: religión, valores, relaciones humanas, trabajo, educación. Pero en cada paso que demos es preciso tener presente que no estamos en un terreno que encuentre fáciles analogías en el mundo de la fe. Se corre el riesgo de terminar virtualizando a Dios, de entenderlo como una energía difusa en un mundo donde lo personal adquiere nuevos contornos. De hecho, lo personal puede tener múltiples identidades. Dios bien podría pasar por un avatar más, o la Trinidad ser experimentada como una entidad virtual tan fascinante como el mejor de los juegos para consolas. Haciendo el esfuerzo de conectar ambos mundos, el real y el virtual, mediante un aparato conceptual común existe el serio peligro de terminar afirmando que Dios carece de consistencia existencial. Por otra parte, conceptos como comunidad creyente o comunión de los santos, también podrían sufrir graves deformaciones si son asimilados a las comunidades que se dan cita en las redes sociales, donde los compromisos son altamente volátiles y la tradición no existe.

En el mundo virtual tampoco existe el futuro. El concepto de tiempo privilegia el presente, no existe la historia. Lo único que existe es una delgada línea de acontecimientos inconexos entre sí, unidos solamente por el vago recuerdo que dejan las sensaciones al impactar los sentidos. ¿Cómo educar contenidos tan fundamentales para nuestra fe, como son Historia de la salvación, Tradición, sucesión apostólica, memorial o Parusía? Por más difícil y complejo que nos parezca el desafío, no se justifica soslayar esfuerzos por alcanzar esa comprensión de los códigos culturales que nos posibiliten el diálogo, sin traicionar lo más profundo, veraz y precioso de la fe, la buena noticia de la salvación.

VALORAR LO INTERIOR Y NO IMPONER

En este intento de vivir el desafío, pensando y buscando posibles aproximaciones al núcleo de la cultura tecnológica, descubrimos una vez más la riqueza de tres intuiciones que me parecen fundamentales y claves en este proceso: 1) Maurice Blondel: Nada puede entrar en el hombre, si antes ya no está en él; 2) Ortega y Gasset: Si la verdad no existe, tampoco el hombre; 3) von Balthasar: Solo el amor es digno de fe.

La primera de estas intuiciones nos urge a aprender a escuchar y observar el mundo actual, para descubrir y valorar aquello que late en el corazón de las generaciones digitales y da significación a sus vidas. Si alguien piensa que nada hay de significativo en el interior de los adolescentes contemporáneos, entonces su discurso será para ellos igualmente insignificante. Más aún, se vuelve odiosamente extraño e impositivo. Lo que vale para todo proceso educativo, vale especialmente para la educación de la fe. Ahora bien, cuando aquí hablamos de significativo interior no nos estamos refiriendo a cualquier realidad que para una persona sea importante o placentera. Nos referimos más bien a aquello humano-humanizador y transversal que late en el interior del hombre actual. Por ejemplo, los anhelos de justicia social, el respeto a las minorías raciales y sexuales, la sensibilidad ecológica, el deseo de una espiritualidad más honesta, la conexión con el placer, entre otras realidades. En la medida en que logremos descubrir y valorar lo significativo interior del hombre, estaremos en condiciones de avanzar hacia el centro personal para recién, en ese momento, establecer nexos comunicacionales de insospechadas perspectivas. Un avance lento, tal vez, pero mucho más efectivo y eficaz que el camino de la imposición por el argumento de la autoridad y tradición.

ASUMIR EL DESCRÉDITO DE LA VERDAD

La segunda: “Si la verdad no existe, tampoco el hombre (existe)”, se hace cargo del actual descrédito de la verdad. El tema reviste particular importancia si pensamos que el anuncio evangélico se cimienta sobre la Verdad que nos ha sido revelada, sobre el Logos que se ha hecho carne por nosotros, los hombres, y para nuestra salvación.

Cuando la verdad no despierta ningún interés, entonces la educación de la fe no es posible. Lo primero y urgente será, en consecuencia, educar en la búsqueda y amor a la verdad, entendiendo por ella un itinerario antropológico, un tránsito hacia el hombre mismo. Buscar la verdad no significa querer instalar una nueva pregunta metafísica. El amor a la verdad va de la mano con el amor a sí mismo. En la medida en que el hombre peregrina hacia la verdad, más posibilidad tiene de encontrar sentido, así como de dar sentido a su propia existencia, liberándose y liberando a sus semejantes.

Quienes viven en la hiperestimulación son incapaces de concentrarse y profundizar en algo. Internet hace que nuestras mentes se vuelvan superficiales, en permanente “surfeo”, jamás buceo.

Hoy el sujeto experimenta fuertes tensiones que le llevan a la angustia, al extravío, a la desesperación y falsedad. El sujeto necesita recuperarse, necesita integrarse; pero al mismo tiempo no puede, no sabe cómo. Esta es la máxima paradoja que nos desgarra el espíritu: habernos vuelto seres contradictorios. El camino que nos propone Ortega y Gasset es el apetito por la verdad. En esta búsqueda constante, el sujeto se recupera y trasciende a través del diálogo, de la discusión y del intercambio de puntos de vista. Cuando buscamos afanosamente la verdad, vamos comprendiendo que ella existe, que se nos devela. En la conjugación de perspectivas diversas nos acercamos a la verdad, y en este ejercicio constante se devela también la falsedad. Por lo tanto, educar en esta búsqueda antropológica es sentar las bases para la educación de la fe, pues aquí encontramos puntos de comunión con Cristo: Camino, Verdad y Vida. Como nos lo recuerda el Concilio Vaticano II: lo que somos se nos devela en la persona de Jesucristo (GS, 22).

EL AMOR FRENTE AL NIHILISMO POSMODERNO

La tercera: “Solo el amor es digno de fe”, nos enfrenta con la caducidad de todo lo que es. En el mundo virtual la realidad se distorsiona y falsea, se construye y destruye al mismo tiempo. Entonces se nos plantea el problema de la credibilidad, del seguimiento y testimonio. También la fe y la Iglesia se ven afectadas por las fuerzas de lo posible y caduco. ¿Cómo comprometernos con algo o Alguien que sabemos mañana probablemente no esté? Las relaciones interpersonales tienden a hacerse fluctuantes, débiles, sujetas a los vaivenes de la conexión-desconexión. ¿Qué creer y a quién cuando las verdades se han vuelto inconsistentes, cuando no visualizamos nada seguro? Para no pocos hermanos resuena con fuerza la afirmación de Milan Kundera: el ser se nos ha vuelto insoportablemente leve. El mundo y sus proyectos, las ideas y sistemas, se nos han vuelto demasiado complejos, falsos. Así, la realidad virtual pareciese hasta más consistente que las propias sociedades que habitamos. A esta sensación de abandono y deriva se suma el temor al futuro de la vida en el planeta. Por ello, resulta más cuerdo no angustiarse por ese futuro y entregarse a los apetitos de los sentidos, al placer inmediato y presente.

Frente a este nihilismo posmoderno lo único digno de fe es el amor. El amor se mantiene en pie como esa fuerza necesaria y gratuita a la vez, que nos sostiene en la existencia dando sentido a cuanto somos y hacemos, arrebatándonos de la nada. Agobiados por la multiplicidad de fracasos y frustraciones, las nuevas generaciones tienen una especial sensibilidad en relación con el amor. Cansados de promesas, apariencias y engaños, que muchas veces viven al interior de sus propias familias, descubren en el amor un camino de auto-redención. Desean vivir un amor verdadero, pero al mismo tiempo experimentan y se entregan a relaciones pasajeras y cargadas de pasión corporal, que al final del día generan mayor frustración y vacío. Educar el amor, educar en el amor, es el camino más humanizador para educar la fe. El amor se hace creíble en la experiencia de la entrega total, con su cuota de sacrificio vicario. Pero así como se educa la fe creyendo, el amor se educa amando.

En otras palabras, para que nos crean debemos primero hacer lo que hace Jesús: acercarse sin cuestionar ni condenar, acoger sin miedos ni prejuicios, estrechar lazos sin preocuparnos del prestigio social, esperar y darse gratuitamente. Esto es amar, y entonces nos hacemos creíbles. Y cuando nos hacemos creíbles, nos hacemos audibles: nos escuchan porque hemos aprendido a escuchar; ya no hablamos, sino que dialogamos. Si Dios es amor, amar es previo a creer. La educación de la fe es posible cuando hemos experimentado el amor. Esta es la diferencia fundamental entre Jesús y los maestros de la ley. Los maestros llevan la ley por delante, Jesús lleva el amor por delante, y por eso sus palabras no suenan a condenación, sino a invitación a vivir en plenitud, a dejar aquello que esclaviza y obstaculiza el amor.

Para que nos crean debemos primero hacer lo que hace Jesús: acercarse sin cuestionar ni condenar, acoger sin miedos ni prejuicios, estrechar lazos sin preocuparnos del prestigio social, esperar y darse gratuitamente. Esto es amar, y entonces nos hacemos creíbles.

Si la Iglesia quiere educar la fe en estos tiempos de espacios virtuales, los cristianos católicos deberemos estar dispuestos a revisar y replantearnos todas las estructuras a la luz del amor, bajo el criterio de Jesús: “El sábado es para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 23-28). Difícil tarea, pues siempre nos provoca temor revisar y cuestionarnos aquello que, como fórmulas y recetas consabidas, nos han dado seguridad a través de los siglos. Y, sin embargo, el mundo grita y exige precisamente una profunda revisión de nuestras formas de vivir la fe.

¿Es posible educar la fe en tiempos de espacios virtuales? Por supuesto que es posible, pero depende de nuestra disposición a comprender —viviendo— la nueva cultura tecnológica que influye en los modos de ser, pensar y sentir de niños, adolescentes y jóvenes. Una cultura no se comprende desde fuera y si no se la comprende es imposible dialogar con quienes han nacido en ella. Así lo han entendido todos los misioneros a lo largo de la historia, solo que hoy nos enfrentamos a una tierra que se define por su distancia con eso que hasta ahora llamábamos mundo real. Y depende también de la forma en que valoremos las tres intuiciones expuestas arriba, intuiciones que llevan en sí el germen para dialogar con esta nueva cultura. De todas ellas, quizás la que más nos desafía y convoca es el camino del amor como lugar en el cual y desde el cual la fe se torna posible. MSJ

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