Nuestra tentación es buscar nuestras seguridades y no escuchar “el silencio amoroso” de Dios, no acogernos a la mano que nos tiende Jesús.
I Reyes 19, 9. 11-13: “Quédate en el monte, porque el Señor va a pasar”.
Salmo 84: “Muéstranos, Señor, tu misericordia”.
Romanos 9, 1-5: “Hasta quisiera verme separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos”.
San Mateo 14, 22-23: “Mándame ir a ti caminando sobre el agua”.
Estamos acostumbrados a las grandes teofanías del Antiguo Testamento donde Dios se manifiesta en medio de truenos, rayos, humo y elementos sísmicos. Elías, el profeta de los rayos y los truenos, el profeta del fuego, el profeta batallador que destruye los ídolos, quiere acercarse a Dios. Lo espera con impaciencia buscándolo en los signos aparatosos y magníficos donde siempre lo ha encontrado. Pero el profeta que tanto ha hablado de Dios, ahora debe descubrir y “vivir” a Dios. Con sorpresa comprueba que el verdadero Dios no es el que vence con la espada, no es el que degüella a los cuatrocientos cincuenta profetas de los falsos dioses, no llega en el viento huracanado que parte las montañas y resquebraja las rocas, no se hace presente en el terremoto ni en el fuego… llega en el murmullo de una brisa suave… en el silencio que alcanza a percibir el corazón, en la intimidad de su alma, en lo profundo de su ser… ahí, siempre nuevo y sorprendente, llega el Señor. En el rumor de un tenue silencio habla el Señor. Quizás sea para superar nuestra sordera que Dios no se pone a gritar a todo volumen sino con un suave rumor sana nuestros oídos para que nos habituemos a escucharlo en el silencio. Entonces, igual que Elías, cubriremos con respeto nuestro rostro, nuestros falsos conceptos de Dios, y nos dispondremos a escucharlo.
Elías sale de la cueva transformado, ahora podrá hablar de Dios, no ya gritando e invocando fuego del cielo, sino en voz baja, susurrando palabras suaves que no profanan el misterio. En adelante cambia totalmente el tono y el estilo de su testimonio que se hace discreto, delicado, menos aparatoso sin que por ello pierda su energía y su verdad. Su testimonio tiene la fuerza del silencio de Dios. Sí, el silencio del amante que tiene mil cosas que decir y prefiere decirlas en silencio. El silencio en el lenguaje del amor es mensaje y comunicación. Y este es un rostro nuevo de Dios para muchos de nosotros que quisiéramos milagros estrepitosos, fundamentalismos intransigentes y declaraciones tajantes. San Pablo, en uno de esos arranques místicos, se sumerge en el interior de su conciencia para descubrir a la luz del Espíritu Santo, todo el dolor que le provoca la negatividad de sus hermanos. Cambia totalmente su actitud condenatoria y está dispuesto “hasta a verse separado de Cristo si eso fuera para bien de sus hermanos”.
También Jesús en el inicio de este pasaje obliga a sus discípulos a que abandonen la multitud después de la multiplicación de los panes, no les permite el ruido del triunfalismo ni se expone a los reconocimientos. A ellos los lanza a la navegación, mientras Él busca la soledad en el monte para, a solas, encontrarse con Dios, su Padre. Y es que para escuchar a Dios, igual que para escuchar a toda persona, se requiere el respeto, la acogida y la capacidad de escucha. Es una bofetada al amigo, cuando lo dejamos con la palabra en la boca. Es una irreverencia a Dios, cuando preferimos nuestros ruidos y no le damos el espacio ni el respeto a su persona. Claro que acoger a Dios implica el riesgo de tener que cambiar nuestras actitudes y nuestros fundamentalismos que sacrifican la verdad y la relación con el verdadero Dios, en aras de nuestras seguridades. Cuántas veces estos fundamentalismos se convierten en violencia agresiva y en eliminación de quien no piensa como nosotros. Escuchar a Dios es poner en Él nuestras seguridades y abrirnos al hermano que se transforma también en rostro de Dios. La seguridad del amor de Dios y del amor a Dios, lejos de hacernos intransigentes, nos conduce a la máxima fidelidad a Él conjugada con la máxima capacidad de acogida a quien es distinto, y de igualdad fraterna.
A diferencia de la paz y comunicación de Jesús, los discípulos se ven sometidos a las sacudidas de la tormenta y a los vaivenes del viento contrario. Están agitados y la oscuridad de la noche aumenta su temor. Con el alba llega también Jesús, y con Jesús, después de las primeras confusiones, la paz, la tranquilidad y la armonía. Sus palabras consoladoras tienen que ser escuchadas: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”. Y ya en confianza, acepta el reto lanzado por Pedro de concederle caminar sobre las aguas. Jesús hasta ese capricho concede, pero Pedro al caminar sobre las aguas pierde sus seguridades y se hunde recibiendo el reproche de Jesús: “Hombre de poca fe”. Para la relación con el Otro, para la relación con Jesús, se tiene que abandonar toda seguridad propia y establecer una relación plena y confiada para, abriendo los brazos, ponerse en las manos de Dios.
Este relato contiene una enseñanza dirigida a la comunidad cristiana de todos los tiempos, para que afronte con apertura y valentía el encuentro con Jesús, para que acepte los riesgos del diálogo con Dios, y para que, sintiendo su presencia, no vacile ni tenga miedo ante las dificultades que la acosan. Como Pedro y los demás discípulos sentimos los fuertes vientos que hacen vacilar nuestra barca y zarandean nuestras seguridades. Nos provocan temores y estamos a punto de naufragar. Nuestra tentación es buscar nuestras seguridades y no escuchar “el silencio amoroso” de Dios, no acogernos a la mano que nos tiende Jesús. Acerquémonos, descubramos esta manifestación de Jesús que primero se hace cercano a la multitud hambrienta y después viene en busca de aquellos hombres asustados y desorientados. Que Él transforme nuestra noche atormentada en un amanecer de paz y alegría. ¿Sabremos descubrir el silencio amoroso de Dios? ¿Cómo puedo hoy dar espacio a su mensaje? ¿Cuáles son mis actitudes de escucha? ¿A qué me compromete este encuentro?
Señor Jesús, que te haces presente en medio de las tempestades y las tormentas, tiende tu mano abierta y amorosa a quien se ahoga en sus ruidos, sus seguridades y sus egoísmos. Amén.
_________________________
Fuente: https://es.zenit.org