Las Escrituras nos sugieren innumerables metáforas para expresar quiénes y cómo son Dios, Jesús, el Espíritu Santo y la Iglesia.
Dios —en la Biblia— es una roca, un pastor, un alfarero, un caudillo militar, una nube, un viñedo, un águila, un león, una gallina madre, una fortaleza y un escudo. Jesús es presentado como un profeta, un pastor, un rabino, un maestro, un taumaturgo, un novio, un cordero degollado, el Mesías y el Hijo de Dios. Y hasta pan y vino dispuesto a ser comido y bebido. La Iglesia, por su parte, es considerada —al mismo tiempo— madre, esposa, familia, barca, cuerpo de Cristo, pueblo de Dios y luz del mundo.
Sin embargo, a pesar de la sobreabundancia de títulos, sabemos que Dios, Jesús y la Iglesia son todo eso y mucho más. Una metáfora nunca agota el significado, simplemente se aproxima desde un ángulo particular, realizando una cata en el suelo profundo del sentido.
Los primeros teólogos cristianos que reflexionaron sobre esta cuestión pronto cayeron en la cuenta de que los títulos divinos expresan el modo como Dios —sin dejar de ser un misterio sagrado e inaccesible— se hace próximo, transformándose en un «Dios con nosotros», cercano y accesible.
La Biblia ofrece un deslumbrante abanico de expresiones, sin embargo, muchas de ellas hoy nos resultan extrañas y precisan ser reinterpretadas. El problema que enfrentamos es que metáforas que eran claras y evidentes en otra época se han vuelto oscuras y confusas con el paso del tiempo: ¿Qué significa que Dios es un cordero que espera ser desposado? ¿Cómo interpretar que Cristo es una vid, y nosotros los sarmientos? ¿Y que la Iglesia es una barca?
Un segundo problema surge de la necesidad de articular las diversas metáforas, permitiendo que unas «equilibren» e iluminen el significado de otras, sin eclipsarlas.
El ejemplo de la doble naturaleza de Jesucristo es ilustrativo. Nuestra tradición afirma que el hijo de María es —al mismo tiempo— Dios y hombre. Ambos atributos resultan en apariencia contradictorios, como fuerzas que empujan en direcciones opuestas. Algo similar sucede con los atributos divinos. ¿Cómo puede ser que Yahvé sea irascible y compasivo, impulsivo y paciente, violento y pacífico, maternal y paternal? Radicalizar cualquiera de esos rasgos a costa del resto conduce a un empobrecimiento en la comprensión de Dios.
El misterio no se agota en ninguna metáfora, por ello precisamos de múltiples acercamientos para expresar su insondable riqueza. Al considerar que Jesús es —además de Dios y hombre— maestro y profeta, pastor y rey, taumaturgo y exorcista, peregrino y hermano se matizan y enriquecen sus dos atributos principales, profundizándose así en su naturaleza humano-divina.
Los títulos divinos, cristológicos, eclesiológicos o mariológicos podrían compararse a una estructura articulada en la que todos los elementos están conectados, necesitando unos de los otros para que el edificio se sostenga en pie.
Otra forma de expresar esta delicada articulación sería usando, precisamente, otra metáfora. Así lo formula el Papa Francisco al referirse al poliedro, una de sus imágenes preferidas: «El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad» (Evangelii gaudium, 236).
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Fuente: https://pastoralsj.org