¡Queridas amigas y compañeras de ruta, queridos amigos! Esta es la segunda vez, después del Primer domingo de Cuaresma 2018, que estamos compartiendo con ustedes una reflexión sobre el Evangelio dominical. Con ello queremos visibilizar y compartir una palabra dicha por mujeres sobre la Palabra.
Domingo 25 de febrero
Bajar del Monte con Jesús (Mc 9, 12-15).
Jesús subió a los montes para orar. Silencio. Deja atrás el bullicio de los pueblos galileos donde le asediaba la gente. La subida al Monte Tabor no era tan larga. Más parecida a subir el Cerro de Renca que la Cordillera de los Andes. Pero: el monte Tabor, donde se localiza comúnmente la escena de la transfiguración, es un monte solitario, una elevación redondeada en medio de una planicie. Oportunidad para mirar con un poco de distancia, escuchar más fino.
Los tres discípulos quedan asustadísimos con lo que presencian. Esta vez, la voz no dice “No teman”, como solía hacerlo el ángel de la anunciación. No. La voz reitera y confirma la promesa del bautizo de Jesús para ellos como los testigos: “Este es mi hijo, escúchenlo”. Atónito, sorprendido por lo divino, Pedro reacciona con la torpeza que los evangelios tantas veces destacan. ¡Cómo si pudiéramos encasillar al misterio! ¡Cuántas veces hemos hecho lo mismo! Vivimos la transfiguración y no sabemos qué decir o hacer ante el misterio.
¿Dónde ocurren nuestras transfiguraciones? Jesús insiste en que los tres discípulos bajen del monte y que no hablen de la experiencia hasta la resurrección. ¿Entenderemos en los valles de la vida lo que “arriba” en la experiencia mística no comprendimos?
Siento que la transfiguración ocurre en los valles de mi vida o en sus planicies. Es allí “abajo” que experimento la transformación hacia la luz de la cercanía con Dios, la conformidad con su Ser Amor, la inspiración de la Ruah que nos vivifica. En una conversación donde me “cae la teja” de cómo abrir más espacio a Dios en mi vida, en una noche desvelada por una amiga que pasa por una gran dificultad. Usualmente, sé interpretar estas transfiguraciones solo mucho tiempo después. Para eso suelo necesitar el silencio, la mirada de vuelo de pájaro, un poquito de distancia, alguien o la comunidad que me ayude a “leer” la experiencia. Allí necesito mi “monte Tabor”.
Solo pocas veces vivimos una “transfiguración” en la que, inmediatamente, captamos que estamos ante el misterio. Por lo menos, así lo experimento. No sé si te pasa lo mismo. Se llena mi corazón de gratitud y de la presencia de Dios. Como cuando miro la cara transfigurada de una amiga que encontró el amor de su vida, después de años de sufrimiento interno, y se deja cambiar por la Vida misma. O cuando una pobladora recobra su energía, sus sueños, su salud a raíz de un nuevo trabajo tan anhelado que le hace por fin experimentar lo que debería ser su derecho: ser tratada con dignidad. Su rostro de arrugas y cansancio ahora trasluce la esperanza, la fe, y el amor. Son pocas estas experiencias “directas”, una gracia, y un aprendizaje. Son más las otras, las que se revelan, casi desapercibidas, de a poco, “bajando del monte”.
Así, adentrarnos en la escena con su experiencia límite del misterio es más que un desafío. No acapararnos el misterio, finalmente, es otro. Como dice Pedro Casaldáliga: “Desasociégame si te retengo”. Sí, ¡desasociéganos! cada vez que tratemos de encasillar la Ruah y construir chozas en lo alto. E invítanos a buscar en los valles el reflejo de la luz de la transfiguración y de la voz de Dios Madre Padre: “Esta es mi querida hija. Este es mi querido hijo. Escúchenla. Escúchenlo”.
Bajemos con Jesús del monte. Llegará el momento en el que nos tocará anunciar y hablar de lo vivido, del misterio del monte, y del misterio de todos los días.
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Fuente: https://m.facebook.com/story.php?story_fbid=2018114155076872&id=1893267417561547 / Fotografía: Carolina del Río.