El Evangelio que anunciamos las mujeres. De Comunidad para Comunidades

“Jesús se presenta en medio de mí, de mi ser en comunidad. Con todo lo que soy, aunque tenga todo cerrado y no quiero que nadie entre, en esa intimidad, Jesús se hace presente”.

Jn 20,19-31

Lo primero que impactó al escuchar este Evangelio es la situación de la puerta cerrada. Aparece dos veces en el texto; puede significar la puerta cerrada de nuestra persona hacia la vida, la fe y la religión; construimos puertas del corazón para que no salgan los miedos. Los miedos hacia lo que es Dios. Siempre hay una circunstancia, una persona o algo que lleva hacia el abrir de nuevo esa puerta. Eso cuesta porque uno se cierra y encierra o se esconde detrás de esa puerta, y se queda en su mundo y no da cabida a todas estas cosas que están pasando en la vida más allá. “…Durante mucho tiempo, por circunstancias de la vida, me he cerrado a lo que durante otro mucho tiempo había llenado y animado mi vida: la fe, la espiritualidad…”.

A muchos nos es familiar mantener la puerta cerrada por miedo, por temor, como lo que sentían los discípulos, a causa de lo que había sucedido. Y Jesús se presenta sorpresivamente, en medio del miedo, aparece y les da la paz; que sería para ellos la confianza y la seguridad que necesitaban a la hora de verse tan asustados.

Nuestro propósito ahora sería identificar el candado viejo que está allí y que no permite que la puerta se abra. El compromiso sería decidir sacarlo y así luchar contra lo que no permite abrir nuestro corazón o dejarlo abrir por otros u otras.

Los discípulos reunidos son la comunidad de bautizados. El miedo que sienten los discípulos es en relación a los ofensores, a los violadores, los torturadores que son judíos quienes mandaron a matar a Jesús, Su Maestro. El momento en que sucede el encuentro del Resucitado con la comunidad, es cuando el día vuelve a oscurecerse otra vez. El evangelista no dice cómo, sino que Jesús llegó y se puso en medio de la comunidad encerrada en sí y entre sí por miedo.

Nos viene al corazón tanta barbaridad sufrida y sufriéndose en Chile, en el mundo y en la Iglesia. Al experimentar ofensas y heridas eclesiales por abuso de cualquier tipo, nos preguntamos ¿cómo lo estamos viviendo nosotros?, ¿qué hacemos con nuestro dolor, rabia y frustración?, ¿encerrarnos en comunidad?, ¿qué deseos brotan de los corazones heridos?, ¿qué anhelamos como comunidad de discípulos hoy?

Jesús, el que sufrió agresiones, abusos y ofensas injustamente, murió. Por Gracia del Padre-Dios se hace sorprendentemente presente en la comunidad reunida a puertas cerradas. Desde en medio —no delante ni al lado—, sino desde el centro de ellos, Jesús les dirige la Palabra, regalando el antídoto del miedo: ¡La Paz! Y junto al deseo del don de la Paz, Jesús les muestra sus manos y el costado. Les muestra las huellas de la tortura, del abuso y el sufrimiento. Comunica desde el centro de la comunidad —a la vista de todos los discípulos— las huellas que quedaron grabadas, cicatrizadas en su cuerpo. Jesús expone la memoria visual de las ofensas padecidas.

Durante este encuentro Jesús transforma el miedo de los discípulos en alegría, porque están “viendo” al Señor. Se alegran por reconocerlo a Él con las huellas de los sufrimientos injustos que le costaron la vida.

Una segunda vez, Jesús les vuelve a decir y desear que tengan “la Paz”. En esta segunda oportunidad explicita que da la Paz así como el Padre le ha enviado a Él, no más, ni menos. Con el soplo de su Espíritu asegura la entrega del don de “la Paz”. Jesús resucitado regala Su aliento de vida, Su Espíritu, que restaurará la comunión rota y dañada. El Espíritu fue lo último que Jesús crucificado había entregado a Su Padre: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Sufriendo hasta el extremo, Jesús entregó el Espíritu a quienes estaban cerca (llorando y contemplándolo llenas de impotencia) y a todo el mundo.

Encerrada como está la comunidad, herida y asustada, Jesús le devuelve el Espíritu recibido gratuitamente de Su Padre. Admiramos lo que hace Jesús: vuelve a confiar en la comunidad herida y ofendida. Con Su Espíritu envía a toda la comunidad a hacerse cargo del Perdón, los envía a perdonar, a ser portadores del perdón en el mundo, por el bien de la convivencia humana.

Nos preguntamos cada uno y cada una, y en comunidad: ¿Queremos aceptar el Espíritu y la Paz del Resucitado, cuando el miedo a los ofensores y violentos nos embarga y encierra?, ¿cómo está nuestra disposición para colaborar con el Resucitado en la misión de perdonar?

Y también Tomás nos llama la atención. No pudo creer en el testimonio de sus hermanos de comunidad. ¿Cuántas veces somos y/o hemos sido como Tomás? El Señor nos ha mostrado las secuelas de sus heridas. Hoy nos produce gozo y alegría, ya no miedo. Nos da el poder y la fuerza para que los abusos, el dolor y las heridas no tengan la última palabra. El que no perdona, no sabe vivir, no sabe amar. Lo que antes poníamos en duda, ahora es Jesús resucitado quien nos muestra el camino.

Lo que dice Jesús al final de este Evangelio nos desafía: “Felices los que creen sin haber visto”. Creemos en Él, aún sin haberlo visto. Algunos de entre nosotros hemos sentido su compañía a lo largo de nuestra vida, sobre todo en momentos difíciles que nos han tocado vivir. Jesús es el Cristo, es el Hijo de Dios y lo creemos porque hemos experimentado vida en abundancia. Hemos vivido situaciones dolorosas y difíciles, y experimentamos que Él nos hizo más fuertes. Sabiendo que el número ocho (8) significa abundancia, y revisando nuestra vida comunitaria a la luz de Su Palabra, reconocemos con admiración, hoy, que en Él hemos sido transformados y revitalizados para ser cristianos. Con admiración contemplativa, damos gracias al Señor Resucitado, que hizo proceso con nosotros a través de muchas vivencias y recuerdos. Nos necesitamos mutuamente y en comunidad, aunque a puertas cerradas, para dejarnos invadir por Él y Su Espíritu.

Alguien de la comunidad —un andamiero, obrero de la construcción— compartió su reflexión que provocó entre nosotros un silencio especial: “Jesús se presenta en medio de mí, de mi ser en comunidad. Con todo lo que soy, aunque tenga todo cerrado y no quiero que nadie entre, en esa intimidad, Jesús se hace presente. Es decir, cuando reconozco en mí a Jesús, me lleno de Paz. ¿Cómo lo reconozco? A través del Espíritu Santo que sopla Jesús sobre mí y me da este entendimiento: En tu forma de ser propio, en los pequeños detalles o grandes acciones, por una fuerza que anteriormente muchas veces no he podido reconocer, Él me da la experiencia sorprendente de ver y tocarlo Resucitado. Él me transforma, de dudoso incrédulo, en agradecido creyente. Ojalá esta Luz y este nuevo entendimiento me bastara desde hoy en adelante para ser discípulo-testigo de Jesús, de su Perdón en la misión de colaborar en la construcción de corazones humanos con puertas abiertas”.

* De Comunidad para comunidades. Este Evangelio fue estudiado, meditado y compartido en la comunidad “Cenáculo” de la CEB Cristo Quemado de la Parroquia San Gabriel en Lo Prado. La Comunidad se encuentra todos los lunes en la noche para conocer más de cerca a Jesucristo que nos habla en la Palabra del Evangelio y en nuestra vida. Escuchándonos, en Él nos animamos a seguir caminando como discípulos en el corazón del mundo, inspirados en Él, por Él y con Él, cada día.

** Imagen: Cerámica del artista Richard Holterbach, sacerdote del Prado, Francia.

*** Queridas hermanas, queridos hermanos, les enviamos una nueva homilía del Evangelio que anunciamos las mujeres. Nos alegramos y agradecemos los ojos y la voz nueva de mujeres que se atreven a decir y orar el Evangelio para nuestras comunidades. Estas van enriqueciendo nuestra capacidad de comprender y ampliar el mensaje de Jesús. Pueden encontrar todos los comentarios anteriores en Facebook, Mujeres Iglesia Chile, y en la página de la Revista Mensaje: https://www.mensaje.cl/category/noticias/iglesia

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Fuente: https://www.facebook.com/MujeresIglesiaChile/

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