Al encarnarse el Verbo, continúa encarnándose en cada persona que acoja una vida de fe y camine por este mundo en clave teologal.
Domingo 5 de enero 2020
Juan 1,1-18.
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que
todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno
de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
“LA FUERZA DE LA PALABRA”
La lectura del Evangelio del nacimiento de Cristo, según San Juan, se ubica dentro del segundo domingo de Navidad, teniendo como trasfondo la humildad divina pues, el que lo hizo todo, se hace pequeño y débil naciendo en un pesebre. El Hijo se hace hombre a fin de que el hombre se haga hijo del Padre.
El Evangelio de San Juan 1,1-18, tiene una conexión muy estrecha con el libro del Génesis. Al hombre se le ha dado la participación de nombrar lo que no tiene nombre (Gn 2:18-20), sin embargo, no se puede nombrar lo que Es. El hombre participa de la comunión con la Palabra, pero el Verbo es antes de todo y su nombrar no es para poseer sino para dar luz, para que haya vida donde hasta ese momento no había nada. El ser humano, inclinado al individualismo, busca más bien el provecho personal de ese nombrar y, al contrario que Jesús, apaga la luz de los demás por medio de la mentira, la envidia, los celos, los enojos, dejando como legado la oscuridad.
El evangelista comienza su Evangelio desde los fundamentos, desde el origen de todo, porque al haber compartido la experiencia de encontrarse con el sentido total de su vida, no puede ya mirarla fragmentada sino desde Dios. En nuestra cotidianeidad, cuando hay cosas que no comprendemos o entendemos, al poder “nombrarlas” en los momentos de oración, de estudio de las Escrituras, nos ponemos en armonía con nosotros mismos, nuestro cosmos y con Dios, pues todo se establece dentro de su designio salvífico.
El Evangelio de Juan no inicia como los tres sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas) de manera narrativa, pues el apóstol escruta los designios del Creador y genera una interpretación teológica de sus vivencias. Desde el principio existía la Palabra y esa Palabra era ahora “su Dios”.
El Dios de Jesús brilla aún en medio de las tinieblas, de las experiencias de dolor o de aquellas experiencias que nos han sido indescriptibles o inteligibles. La luz vence la oscuridad e ilumina al hombre que comienza a caminar en clave teologal. Pero esta experiencia de Juan, ayer y hoy, no es vivida por todos. Algunos pocos pueden “pelear el buen combate”, como escribió el apóstol Pablo, manteniéndose firmes en la fe, tomados férreamente de la mano amorosa de Jesús.
Al encarnarse el Verbo, continúa encarnándose en cada persona que acoja una vida de fe y camine por este mundo en clave teologal. De esta manera, el hombre se hace comunión con la Trinidad y por lo tanto discípulo misionero, testigo vivo de lo que ha visto y oído. De esa plenitud de amor, todos se benefician, pues Dios no hace acepción de personas, sino que como Madre y Padre Bueno cuida y alimenta a sus hijos e hijas mediante la irradiación de la vivencia de alegría que generan estas personas.
En un clima de natividad, el Señor nos recuerda que es la luz de nuestras tinieblas y que es dador de vida ante lo que creemos sin posibilidades, impulsándonos a recordar con entusiasmo que hemos sido elegidos y destinados de antemano por Él para ser santos y que mediante nuestras vidas otros también crean en el que también a nosotros nos ha enviado.
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