A veces, si uno escucha a su corazón recibe el peor de los consejos. Cuánta gente, por escuchar a su corazón en un momento de confusión, malestar o inquietud, toma decisiones de las que luego se arrepiente. La cabeza tiene también bastantes argumentos.
Imagina la escena: una persona, envuelta en un torbellino de dudas, en una situación tremendamente delicada, tiene que tomar una decisión. No la puede posponer. Cuanto más se enreda en dar vueltas a las cosas, más insegura se siente. En su elección se puede jugar cosas importantes (iniciar una relación, apostar o no por un matrimonio tambaleante, un horizonte laboral, un desembolso grande que no se sabe si es conveniente o insensato…). Y en esa tesitura se pide ayuda a algún tipo de asesor: psicólogo, director espiritual, amigo de toda la vida, consejero o similar… Y el asesor abre la boca y afirma, tajante y como quien está expresando la verdad de las verdades: “Tú escucha a tu corazón y haz lo que te dicte” (y uno desearía que en ese momento el asesor se tragase todos sus manuales de auto-ayuda hoja a hoja). ¿Suena familiar? Lo hemos visto en películas y teleseries; lo hemos podido comentar también nosotros en algunos momentos; lo hemos cantado en canciones y recitado en versos sublimes: el corazón como guía. Los sentimientos como test de autenticidad. El feeling como mapa.
Pues bien, siento discrepar. A veces esta receta es la peor. No solo porque suena a frase hecha que no dice nada (del estilo de “sé tú mismo»”, “vive la vida”, etc.), sino también por varias razones bastante más prácticas. A veces, si uno escucha a su corazón recibe el peor de los consejos. Cuánta gente, por escuchar a su corazón en un momento de confusión, malestar o inquietud, toma decisiones de las que luego se arrepiente cuando ya no hay marcha atrás. La cabeza, puestos a apreciar, tiene también bastantes argumentos, y lo de “haz lo que sientas” debería al menos equilibrarse con un “piénsalo bien”. Cuando se pone demasiado acento en “sentir” se puede acabar convertidos en sensualistas incapaces de funcionar en cuanto flaquea el sentimiento. Y claro, el problema es que el sentimiento es muy volátil. Por ejemplo: me comprometo con un voluntariado en un tiempo en que “siento” con fuerza la ilusión de aprender, ayudar, etc. Unos meses después tal vez el sentimiento ha sido sustituido en mi presente más cotidiano por el cansancio del curso, el agobio de los exámenes… ¿Invalida eso la decisión primera? No. ¿Se legitima el abandonar el compromiso adquirido con el argumento inamovible de “es que ya no lo siento como antes”, o “…es que para ir sin ganas…”? Pues creo que tampoco.
Cuando se pone demasiado acento en “sentir” se puede acabar convertidos en sensualistas incapaces de funcionar en cuanto flaquea el sentimiento. Y claro, el problema es que el sentimiento es muy volátil.
En nuestro mundo, tan ávido de entusiasmo y emoción, brindo por los impulsos, el sentimiento y la pasión; por el arrebato que a veces nos lleva a hacer locuras, y por el riesgo que es la materia prima de muchos sueños; pero al tiempo quiero brindar por la calma del análisis; la serenidad del pensamiento; la cordura en las decisiones, y las enseñanzas tranquilas con que nuestra pequeña historia nos hace sabios.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.