El Papa y el mundo de las cárceles: Asegurar a todos sus derechos humanos

Francisco visitará uno de los espacios más pobres, de mayor dolor, abandono y violencia que puedan existir en Chile. Irá a encontrarse con ese mundo también para volver a ilusionarnos con la vida, la dignidad y la paz de esos hombres y mujeres privados de libertad.

El papa Francisco visitará el Centro Penitenciario Femenino a mediados de enero, en el marco de su visita a Chile. No es raro que él visite una cárcel en sus viajes pastorales, tampoco el escucharlo hablar de los privados de libertad. Es un mundo que está en su horizonte, en su pensamiento, en sus palabras. Sus discursos en las cárceles siempre hablan de la presencia preferencial del Dios justo y misericordioso entre aquellos que habitan en las periferias empobrecidas de la sociedad donde muchas veces se juega la vida y la muerte.

En su visita al Centro de Rehabilitación de Santa Cruz, Palmasola, Bolivia (2015), dijo que Jesucristo «vino a mostrarnos y a hacer visible el amor que Dios tiene por nosotros… Un amor que sana, perdona, levanta, cura. Un amor que se acerca y devuelve dignidad. Una dignidad que podemos perder de muchas maneras y formas. Pero Jesús es un empecinado de esto: dio su vida por eso, para devolvernos la identidad perdida, para revestirnos con toda su fuerza de dignidad».

La dignidad de la persona ocupa un lugar central en su pensamiento y en el de la Iglesia católica, pero no así en estos espacios estatales llamados cárceles, que son lugares «reñidos con los más elementales estándares que exige la dignidad humana» y que albergan muchas veces de manera inhumana, a miles y miles de personas pobres que nacieron al margen de la sociedad y del Estado de derecho. Violentados desde la cuna, golpeados y abusados desde muy temprano, y pagando una condena de privación de libertad en condiciones que reproducen los espirales de violencia y abandono social instalados por las secuelas que la pobreza dura dejó en ellos y sus antepasados. Espacios estatales hacinados, insalubres, llenos de drogas y pastillas y, muchos de ellos, aunque cada vez menos, con malos tratos físicos y psicológicos. Todo esto mil veces recogido en los distintos informes de DD.HH. y del Poder Judicial.

Son espacios que son verdaderos hoyos negros de muerte que vuelven a hacer presente las violencias que los vieron nacer. Son violencias que se agudizan, que se ensañan con algunos de nuestro Chile y que no prescriben en el tiempo, sino que se transmiten de generación en generación por la ausencia de esos derechos que posibilitan la dignidad y pacifican la historia y sus comunidades. La ausencia roba al ser humano su dignidad y también su sacralidad; roba su identidad, su historia, sus ilusiones y sus alegrías. Es cierto que la persona lucha, sale adelante, logra celebrar en medio de las dificultades y dolores, pero no le bajemos el perfil y, menos, la gravedad a los efectos que la precariedad, la marginalidad y la violencia tiene en la vida de aquellos que las padecen.

Nuestro Chile del siglo XXI es capaz de asegurar a muchos una mejor vida. Más allá de nuestra conocida autoflagelancia política y de todo lo que nos falta por avanzar, somos un país que ofrece una mejor vida a sus habitantes. Pero también es cierto que aún hay márgenes sociales donde los derechos mínimos que hacen posible la vida están precariamente presentes o definitivamente ausentes. Espacios que terminan convirtiendo en insignificante la vida humana a tal nivel, que pueden morir más de mil niños en casas de protección estatal sin ninguna consecuencia penal y política; o pueden morir 81 personas calcinadas privadas de libertad, tampoco sin consecuencia alguna. Así de insignificante es la vida de algunos en la sociedad chilena.

Un estudio de Paz Ciudadana y de la Fundación San Carlos de, Maipo (Estudio sobre los niveles de exclusión social en personas privadas de libertad, 2016) señala en sus distintas páginas que «el 64,7% de los privados de libertad abandonó su hogar siendo menor de edad; el 42,4% estuvo alguna vez en un centro de menores; uno de cada cuatro internos, durante su infancia o juventud, tuvo a uno de sus padres o a ambos en la cárcel; que la mayoría de los reclusos presentaban de manera previa al encarcelamiento, elevados niveles de desventajas en materia familiar, educacional y de salud». En otras palabras, y tal como lo dice el informe, la historia de exclusión social es compartida por la mayoría de los privados de libertad. Si este estudio se hubiera hecho en el Óvalo de la Penitenciaría, las cifras serían aterradoras. La gran mayoría, quizás más del 80%, pasó por casas de protección estatal; casi todos tuvieron a sus padres y/o madres privados de libertad; el analfabetismo se dispara por las nubes y la calle y la droga se hicieron presentes a muy temprana edad. Lo mismo que el abuso sexual en el caso de las mujeres. Son cifras no documentadas, pero se trata de aproximaciones a las que se llega después de oír cientos de historias.

LA IMAGEN DE JESUCRISTO PRESENTE

Cuando hace unos cuatro años murió el «rata», apuñalado en el Óvalo de la Penitenciaría de Santiago, subí a su galería, que son espacios colectivos donde viven unos 150 internos, a saludar para acompañar y consolar a sus amigos. Las galerías albergan comunidades de presos muy violentos que se agrupan por barrios, comunas o familias. Tendrán unos veinticinco metros de largo y a ambos costados unas veinte celdas por lado, que son de tres por dos metros, por tres de alto y en ellas viven entre uno o dos internos si son jefes, y hasta unos siete o más si son perkins o perros. Ambos grupos son los últimos en la pirámide social carcelaria. Los primeros son los empleados que limpian, lavan y que están a las órdenes del jefe y los segundos son los que custodian, defienden y pelean.

Subí a la galería del Rata después de haber acompañado a su familia en el velorio y entierro. Qué difícil es contemplar la pena de una madre cuando muere un hijo. Más todavía cuando fue asesinado, y más aún cuando no hay ninguna explicación de por qué murió, de cómo fue ni de quién lo hizo. En las cárceles hay muchas preguntas, pocas respuestas y, por lo mismo, mucha impunidad. Los pactos de silencio son una ley sagrada.

Subí acompañado de un par de gendarmes y entré a la celda donde estaba la «carreta» del Rata. La «carreta» es el espacio que un grupo de internos ocupa para pasar el día, conversar y tomar mate. Como estaba muy caluroso y el espacio con poca ventilación, los cuatro internos estaban sin polera y en pantalones cortos. Recuerdo sus miradas opacas y agudas atentas a cualquier movimiento y a toda palabra; sus cuerpos llenos de tatuajes que revelaban los nombres de sus seres queridos; y dibujos o formas y tipos de letra que parecían indicar más bien grupo de pertenencia que un accesorio estético. Entre todos los tatuajes, que le daban una suerte de vida distinta al cuerpo, siempre había un rincón para Dios. De hecho, en estos cinco años que llevo como capellán de cárceles la imagen de Jesucristo está siempre presente en sus cuerpos, en sus palabras y en su día a día. Me atrevería a decir que, de todo lo que hay dentro de una cárcel, lo más significativo para la mayoría de los internos e internas es la presencia de Dios. A Él le rezan, a Él se encomiendan, a Él le lloran, a Él le confían sus vidas y las de sus familiares. Un día un interno me dijo, «padre, en este infierno lo único que flota es Dios». De ahí la importancia de la presencia de todos los días de los agentes pastorales. Qué importante es llevar a ese espacio el amor del Dios misericordioso, el rostro materno de Dios que acoge, escucha y no condena. Es aquí donde comienza el proceso de la libertad.

La conversa con los amigos del Rata duró poco. Después de decirles que lo lamentaba mucho, uno de ellos que hacía de líder me dijo, «¿padre, por qué se entristece? Nuestra vida es así; hoy estamos vivos, pero no sabemos si mañana lo estaremos. No se preocupe por nosotros. No tenga pena». No supe que decir y bajé de la galería.

EL SINSENTIDO DEL ENCIERRO POR EL ENCIERRO

El papa Francisco visitará uno de estos lugares olvidados y maltratados por la sociedad. Va porque ahí hay abandono estatal y dolor; va porque ahí dentro y desde hace muchos años está la Iglesia acompañando y cuidando la vida de ellos y ellas. Va porque estar junto a los más pobres y marginados es la vocación de nuestra Iglesia y es la expresión más radical de nuestro amor por Jesucristo. La Iglesia cuida la vida, defiende la vida. Pese a todos nuestros errores y debilidades, que desde el interior de la cárcel se aceptan con humildad y libertad, la Iglesia expresa en estos márgenes sociales lo más lindo de su vida y vocación.

Visitará la cárcel de mujeres de Santiago; se adentrará en sus pasillos y celdas que esconden los mil dolores que deja la pobreza, la violencia y el abuso que padecieron muchas de esas mujeres desde la infancia. Se asomará al sinsentido del encierro por el encierro, porque la cárcel no está hecha para reparar la vida, sino que para reproducir y eternizar la marginalidad que termina dañando la vida de todos. Conocerá la lágrima de la mujer que le reza a Dios por esos hijos que dejó abandonados cuando el tribunal la condenó a tres años o más por microtraficar. Oirá sus palabras de arrepentimiento y perdón porque, aunque no lo creamos, ellos y ellas sí son capaces de reconocer su delito y de pedir perdón a Dios y a los que dañaron con su delito.

La privación de libertad de la figura materna es dramática y tiene grandes consecuencias sociales. No justifico ningún tipo de impunidad, pero la cárcel no es el único medio para hacer justicia, menos aun cuando no cumple la función de reparar, propia de todo acto de justicia. Es dramática, porque una mujer privada de libertad se traduce en la mayoría de los casos en hijos privados de la persona que puede posibilitar una vida distinta en sus hijos, que no reproduzca la marginalidad y violencia que a ella la condujo a la cárcel. La mujer privada de libertad se traduce en hijos al cuidado de terceros y, en el peor de los casos, al cuidado de las casas estatales de protección de menores. Ya por todos es sabido que en esos espacios se acrecienta de manera exponencial la violencia que los niños traen desde sus cunas; violencia que posteriormente se reproduce en sus poblaciones de origen y en las cárceles del país. Como me lo dijo uno un día, «en la de menores uno aprende a pelear; es ahí donde se gana la ficha», en otras palabras, es ahí donde uno comienza a hacerse respetar. Este es uno de los orígenes de la violencia delictual.

¿Existen otros tipos de condena que ayuden a reparar el mal causado? ¿Existen formas de privar de libertad que no nieguen la dignidad humana y que interrumpan el ciclo que eterniza la violencia?

El papa Francisco se encontrará con las mujeres y hombres privados de libertad y con todas las consecuencias sociales que trae el privar y castigar y el no hacer justicia y reparar. La visita del Papa Francisco será un encuentro que renovará el compromiso de la Iglesia con la paz, el cuidado de la vida y dignidad y con los derechos de todos. La Iglesia siempre lo ha hecho y siempre lo hará porque está el corazón del Evangelio, pero es bueno que de tiempo en tiempo refresquemos el llamado primero que Dios nos hace.

Se trata de cuidar el derecho más sagrado de todos, el derecho que no se garantiza en virtud del mérito persona. El derecho a la vida y a la dignidad, «incluso» del que producto de su delito está privado de libertad. Y queremos ir al fondo del problema porque sabemos que la delincuencia hunde sus raíces en esas violencias descritas más arriba. Queremos ir al fondo que no nos lleva a solucionar el problema con más policías, cámaras y controles de identidad que estigmatizan a ciertos sectores de la sociedad. Queremos ir al fondo para colaborar en la pacificación de miles de vidas, de cientos de barrios y de decenas de cárceles.

UN ESFUERZO DE REINSERCIÓN

Recién cuando Will salió en libertad, comencé a enterarme de su vida y de sus largos años de prisión, primero en la de menores y después en la cárcel. Habíamos compartido más de dos años en uno de los Espacios Mandela, lugares de reinserción que la Capellanía Nacional católica de Gendarmería tiene dentro de algunos recintos penales. Will llegó al Mandela de la Calle 11 de la Penitenciaría y comenzó con un curso de 300 horas de capacitación en madera financiado por Sence; en paralelo, comenzó a estudiar su enseñanza básica en la sede que la Escuela Penal instaló en la Calle 11. Lo vi aprender a leer y escribir. Después de ocho meses pasó a la etapa 2 del Mandela y comenzó sus cursos de emprendimiento y un taller comunitario llamado Escuela de Perdón y Reconciliación (ESPERE), que Fosis nos ayudó a implementar. Después de casi dos años, Will era otro hombre. Hablaba distinto, se comportaba de otra forma y trabajaba la madera como uno de los mejores artesanos.

Fue uno de los primeros socios de la Cooperativa Mandela que tiene como objetivo el trabajo y la reinserción de personas privadas de libertad. La Cooperativa que fue implementada con el apoyo de Sercotec, y a comienzos de este año comenzó a fabricar cajoneras, vanitorios y otras cosas para distintas inmobiliarias. Los internos Mandela de la Peni son más de 180 y, día a día, van a la Calle 11 a iniciar un camino distinto que logra pacificarlos a ellos y a sus entornos. Hoy son siete Espacios Mandela y más de quinientos los internos e internas que participan. Buscamos a los complejos, a los dañados, a los violentos, a los que están en su primer tercio de condena. Buscamos a los que hay que buscar para atacar el fondo del problema y del dolor.

¿Puede la cárcel ser distinta? ¿Puede reparar la vida humana? ¿Se puede construir la libertad tras las rejas? Mandela lo hizo y por eso bautizamos a estos espacios con su nombre; pero por sobre todo es el llamado que Dios nos hace. Cuando se deja de lado la indolencia y cuando se unen voluntades, muchas cosas son posibles y muchas vidas humanas se pueden salvar. Sin los servicios estatales que mencioné anteriormente, sin la generosidad y profesionalismo de cientos y miles de gendarmes y funcionarios de Gendarmería, sin los agentes pastorales y sin muchos otros, nada de lo poco bueno que ahí dentro ocurre sería posible. Yo menciono un ejemplo, pero hay cientos de otros y cientos de personas que en silencio colaboran para que, en medio del sinsentido, florezca la vida.

El papa Francisco visitará uno de los espacios más pobres, de mayor dolor, abandono y violencia que puedan existir en Chile. Irá a encontrarse con ese mundo también para volver a ilusionarnos con la vida, la dignidad y la paz de esos hombres y mujeres privados de libertad. La cárcel bien llevada y bien pensada, y en colaboración con todos, es capaz de pacificar vidas y redignificar historias. El papa Francisco nos viene a animar en ese desafío y si la cárcel le abre sus rejas para que ingrese, es porque también se compromete a ser lo que hoy aún no es. MSJ

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Fuente: Artículo publicado en la edición especial de Revista Mensaje dedicada al Papa Francisco, n°665, diciembre de 2017.

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