El mundo enfrenta una crisis ecológica, socio-ambiental, o como quiera llamársela, que afecta a todos los seres humanos por parejo y a gran parte de los seres vivos.
Nunca antes la humanidad había tenido tanta necesidad de detectar su problema número uno. Lo nuevo es que esta vez el problema número uno se está convirtiendo en el único problema. También en otros momentos la humanidad ha experimentado un acabo mundi. A cincuenta años de que Colón puso un pie en el Caribe, la población nativa disminuyó en un 95%. Pero hoy, comenzado el siglo XXI, el mundo enfrenta una crisis ecológica, socio-ambiental, o como quiera llamársela, que afecta a todos los seres humanos por parejo y a gran parte de los seres vivos. El problema es el número uno en varios campos.
Este es el problema número uno de la economía. Es su problema mayor, porque la economía de consumo desarrollada por el capitalismo se desbocó. La “mano negra” del mercado ha sido un mito con el que los fuertes han derrotado a los débiles. El egoísmo individual no forjó automáticamente un mundo mejor compartido. No se puede seguir creciendo para consumir y consumir para crecer. El planeta se agotó. El ser humano no da para más.
Este es el problema científico número uno. ¿Podrán los científicos desarrollar una ciencia y las técnicas necesarias para evitar el colapso antes que ocurra? ¿Podrán realizar un trabajo multi e inter con los economistas para forjar otra idea de desarrollo humano? El máximo desafío científico es crear los instrumentos de relación e intercambio entre los seres humanos y no humanos basados en el cuidado colectivo.
Este es el problema político número uno. Todo el mundo le echa la culpa a los políticos de los males habidos y por haber. ¿Pero qué pueden hacer ellos en el escenario antes descrito? Dejados aparte los inveterados vicios de la clase política, los políticos tienen que forzar a las universidades para que reorienten la investigación y reenfoquen la enseñanza para revertir el curso a la hecatombe. Y, por otra parte, debieran frenar en seco a los súper-ricos que desvían el trabajo científico hacia el desarrollo de las técnicas mercantiles con que se adueñan de la tierra, multiplican la miseria y socavan las democracias.
Es el problema cultural número uno. El mundo no tiene una cultura para compartir el planeta entre todos los seres vivos. Prima, en cambio, la voracidad, el uso y el desecho. ¿Alcanzará la educación a avivar en los habitantes de la tierra el amor por los otros y todo lo otro que reclama algún tipo de derecho a existir? Se requieren nuevos estilos de vida, nuevos modos de mirarse entre los pueblos y nuevas maneras de convivir entre los seres vivos e inertes.
También es el problema número uno de la espiritualidad. Esta es la capacidad con que nos abrimos al sentido ulterior del vivir y del morir. La humanidad requiere reconocer el valor trascendente que tiene el cargar consigo misma y encargarse de todo lo demás. Necesitamos aprender a gozar la vida con los otros y no a pesar o a costa de ellos. Pero habrá que prepararse también a la posibilidad de la muerte colectiva. Se podrá entonces al menos elegir la actitud con que morir. Las posibilidades son varias. Menciono dos: continuar por la senda de apropiarse de lo ajeno, del consumo y del crecimiento ilimitado; o compartir hasta morir unos en favor de otros. Esta, a mi juicio, tiene un valor eterno. Cuestión de creencias. La otra me parece abominable.
Estos son los principales aspectos del problema número uno: la catástrofe planetaria que, aun no siendo la primera en la historia, nos amenaza como no ocurrió con los que nos precedieron. A las nuevas generaciones el Dalai Lama les advierte: “Por primera vez en la historia humana, vuestro derecho a la vida, y el derecho a la vida de vuestros hijos, no está asegurado” (A call for revolution, 2017). Y, paso seguido, les exhorta a la compasión con los seres vivos y a dar la pelea por revertir la tendencia a la tragedia.
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Fuente: http://jorgecostadoat.cl/wp